Buscando a Azorín por La Mancha (22)

Ramón Fernández Palmeral

Visita a la sala “Miguel de Cervantes” de la Biblioteca Nacional

Señor Azorín:

   El domingo 22 de mayo actual llegué a Madrid, con mi hijo Rubén, él a sus negocios y yo al mío, a la Biblioteca Nacional para descansar un poco de libros. Llegamos a la estación de Atocha tomamos la línea 1 del Metro y bajamos en el apeadero o estación de Gran Vía, el Hotel P estaba muy cerca, sus ventanas dan a la fachada del edificio de la Telefónica.

   Por la tarde fuimos a dar una vuelta por la Puerta del Sol o kilómetro cero de España, todas la radiales parten de aquí, es el eje de las redes españolas de comunicación, donde además se eleva el famoso reloj de las 12 uvas. No se podía caminar ni por Preciados ni por Carretas, el bullicio de muchos peatones, quizás demasiados, ¿acaso no se hundiría el suelo, pensé, porque Madrid está hueco por el Metro, gentío multirracial, arrollador, apretado hasta la claustrofobia. Añoré la amplitud de La Mancha, quiero volver, volveré… A empujones llegamos a la Plaza Mayor, me parecía estar en el extranjero, en un Madrid que yo no conocía, porque Madrid me mata, se ha convertido en una ciudad laboral interracial que es otro vector de la sociología, y me parece bien, pero a mi no me gusta. Hacía 35 años que estuve en Madrid por primera vez en viaje de boda, que era un Madrid señorial, castizo, entrañable, pacífico; pero este Madrid de ahora, a mí me parecía extraño, es como si la ciudad se hubiera trasladado al cono Sur de América.

   En la Plaza Mayor nos sentamos en una terraza para cenar, del precio de las consumiciones mejor no hablar, en fin éramos turistas en nuestro propio país y eso se paga con creces. Como la noche no me gusta y es arriesgado deambular por Montera e incluso por Callao o la Gran Vía, decidimos ver la televisión, y tender el arpa de la espalda para el reposo, aunque el ruido que generaba la calle nos hizo espectadores de un nocturno con sirenas.

   La mañana del día 23, la Gran Vía era otra vía, porque Madrid era otro Madrid, tenía un cielo Velazqueño y Antoniolopezco, con el azul cobalto limpio y envidiable, hice unas fotos con la cámara digital buscando esa luz misteriosa de las ocho de la mañana en que la luz se deja fotografiar. Yo entré en la Cafería Zahara, un salón amplio, la más grande de las cafeterías posibles. El camarero me atendió al instante, pedí mi tostada de aceite de oliva y café con leche para despertar las últimas neuronas perezosas. El aceite no me lo sirvieron en una redoma o jarrita de vidrio, sino que estaba embutido en una tarrina como las de mermelada, embasada en Cabra (Córdoba), el aceite no era del verde de Jaén, tenía 0.40 grados de acidez, a la hora de pagar, asombro: 1,60 €, solamente. De alguna forma me recompensaba de la clavada de la tarde anterior.

   Cerca de la puerta de la cafetería Zahara en la Gran Vía hay una parada de autobuses, cuando paró uno de ellos pregunté al conductor si este me dejaba en la Biblioteca Nacional, me dijo que no pero que paraba en la Plaza de Cibeles y desde allí subían otros por Recoletos. Efectivamente la Biblioteca está muy cerca de La Cibeles y se podía ir caminando. Una vez bajé en Cibeles, nada más tomar pie en la acera, se me acercó, espontánea y bella, una joven que me dijo «Si usted va a la Biblioteca Nacional los autobuses pararán allí…». Y me señaló con el dedo el lugar de la parada, en la fachada de lo que fue El Antiguo Edificio de Correos y ahora es sede de la Comunidad de Madrid: La chica debió de oírme cuando se lo pregunté al conductor del autobús, y luego muy atenta, estuvo “al loro” para informarme adecuadamente. Estamos en el centro financiero porque además aquí se sitúa avizor el Banco de España, el meridiano cero de la economía; veo el fuerte del Ministerio de Defensa, antes Ministerio del Ejercito, donde mi padre estuvo 6 años haciendo la mili.

   Desde la plaza hice unas fotografías a la diosa del carro de los leones, simbolismo y surrealismo, pura mitología a la que ya nos hemos acostumbrado, la Cibeles tiene un poder seductor que hoy día no apreciamos, ni miramos, la vemos como algo cotidiano, como si no pudiera ser de otra forma. Subí por Recoletos, el paseo puede tener muy bien 200 metros de lado a lado, muy cerca está la cabaña/palacio que fue del banquero y marqués de Salamanca, que además fue Ministro de Hacienda, construyó las principales línea de ferrocarriles y el barrio que lleva su nombre, hoy en día es una de la sedes del BBV.

   Ya estamos en la Biblioteca Nacional, una verja la rodea, el exterior me recuerda otro edificio similar: el Palacio del Congreso, pero sin los dos leones de bronce hechos de los bronces de cañones enemigos. «¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, ya tales horas?», porque en la puerta de la BNE hay otros cuatro leones de la literatura, y estos leones sí que me impresionan, me achican, me subyugan, me humillan desde el pedestal de su altura histórica. En el paseo de Recoletos hay otra escultura de bronce, de don Ramón del Valle Inclán levantando el pie derecho para dar un pasito, camina hacia la BNE, para conversar con los cuatro clásicos, leones de la palabra. También vi una escultura muy plástica de dos niños sentados en un poyete leyendo el mismo libro: «Los libreros españoles al libro y sus creadores».

   La Biblioteca Nacional tiene su domicilio en Recoletos 20-22. 28071 Madrid (España), también tiene una Sede en Alcalá de de Henares. Ctra. Alcalá a Meco, Km. 1,600. 28871 Alcalá de Henares (España). La fachada es neoclásica con frontispicio y en lugar de columnas, están las esculturas de cuatro de nuestros más importantes escritores, yo recuerdo la de Cervantes y la de López de Vega, y Luis Vives, y otra de Alfonso el Sabio. Fue fundada por el primer Borbón Felipe V en 1712 como Biblioteca Pública de Palacio. Por un privilegio real, precedente del actual depósito legal, los impresores debían depositar un ejemplar de los libros impresos en España. En 1836, la Biblioteca dejó de ser propiedad de la Corona y pasó a depender del Ministerio de la Gobernación, y recibió por primera vez el nombre de Biblioteca Nacional. Durante el siglo XIX ingresaron por incautación, compra o donativo, la mayoría de los libros antiguos y valiosos que posee la Biblioteca. En 1892 se finaliza la construcción del edificio de Recoletos que debía ser la sede de la Exposición Iberoamericana conmemorativa del IV Centenario del Descubrimiento de América celebrada en este año. La «Sala Miguel de Cervantes» se creó en 1894, siendo director de la BN Manuel Tamayo y Baus, antes las ediciones y textos cervantinos se encontraban en la Sección 2º «Libros raros y preciosos», que a su vez había sido creada en 1873 del otro del Departamento de Impresos, por que el otro departamento era el de Manuscritos.

   En la parte baja de la Biblioteca Nacional hay una exposición titulada «El Quijote Biografía de un libro», sin embargo, para mi despropósito, estaba cerrada porque era lunes y no la pude ver, tendré que dejarlo para otro día, ya que está abierta hasta el 2 de octubre, aunque conseguí un catálogo informativo. Hay una visión artística de la novela de Cervantes, a través de la iconografía, el cine y la imprenta, dice el creador del video, el artista manchego Gabriel Corchero, que se han escrito sobre El Quijote más de tres mil quinientos libros, creo que se queda corto.

   Entré en la Biblioteca Nacional por la puerta que está cerca de la estatua de Cervantes, vestido con gárgola y calza de la época y un libro en la mano izquierda, le hago el dibujo del recuerdo, es como si al fin del viaje me encontrara cara a cara con el autor de la novela que nos ha guiado gasta aquí.

–¿Cómo usted aquí don Miguel de Cervantes? ¿Acaso es que me estaba usted aguardando para censurarme en mis muchos errores?

   Traspasada la puerta hay un control de seguridad como en los aeropuerto, arcos y detector de metales y máquina de rayos X, luego un puesto de información y a la izquierda las oficinas de registro. Como era la primera ver que iba a la Biblioteca Nacional necesitada el carné de la Biblioteca o carné de investigador, que no tenía, para poder entrar como lector y menos aún me dejarían entrar a la «Sala Miguel de Cervantes» a la que yo quería acceder porque en realidad era el verdadero destino de mi viaje, entrar en el sagrado templo donde se custodia la bibliografía y demás material cervantino.

   Me pidieron el carné de identidad lo metieron en la base de datos, en el catálogo Ariadna y demás controles informáticos, me dijeron que nones, que yo no podía acceder. Les hablé de mi libro Encuentros en el IV Centenario, pero como es una autopublicación no estaba registrado en los fondos. Así que me permitieron ver a la jefa del departamento, entré a su despacho, y me hizo sentar, me atendió con suma amabilidad, me preguntó: ¿Pero usted tiene libros o artículos publicados, que demuestren su labor de investigador? Mi respuesta no se hizo esperar, pues claro que sí, tengo artículos en la Comisión del IV Centenario de Aranjuez, en Monòver punto con, en Baquiana de Miami en (E.E.U.U.), puede mirar en el ordenador. Y la jefa del departamento de entrada y registro, morena y discreta, con paciencia miró en la pantalla del ordenador y que yo también lo podía ver, yo estaba contento porque aquel aparato me iba a dar el acceso que necesitaba. Y de repente, Baquiana y mi artículo recién publicado en el número 35/36 de mayo a agosto 2005, y allí estaba mi nombre y el título: «Cervantes y la filosofía española». La jefa cambió de actitud, me creyó, e imprimió una copia de lo que aparecía en la pantalla a la vez que me dijo: con este documento ya le puedo dar un pase temporal para la «Sala de Cervantes», venga conmigo que se lo hacen.

   Con aquel pasé temporal en mis manos me sentía feliz, importante, casi como una implícita recompensa a mis muchas horas en la Ruta del Quijote buscándole a usted por la Mancha, hoteles, restaurantes, lagunas, cuevas, molinos y castillos, y muchas horas en el ordenador, repasando los trabajos y con mis borradores y dibujos, en un trabajo altruista porque esto no esta pagado con nada.

   Pasé la impresionante, potente, avasalladora escultura de Menéndez y Pelayo que está sentado con un libro en la mano, y preside la entrada a seguridad. Un vigilante me dio una pegatina verde de lector, que me puse en el pecho como si hubiera ganado la mejor de las medallas, caminé por un pasillo donde había unos retratos al óleo del centenario escritor Fernando de Ayala, y pasé a una sala previa donde colgaban más retratos, todos del mismo tamaño, el de Miguel Delibes, Mario Vargas Llosa, de Camilo José Cela, del cubano Cabrera Infante, y otros, debajo la fecha en que habían sido galardonados con el Premios Cervantes. Allí, bajo la vigilancia atenta de la miradas orgullosas, casi despreciativas, altivas, omnipotentes, de los arcanos mayores de las letras hispanas, me hacía más grande por compartir la misma lengua, y pasé directo a la «Sala Miguel de Cervantes» situada junto a unos servicios con la tentación prohibida de hacerme una foto en el contraluz; no me la hice por respeto a las normas. Eras las once de la mañana.

   Una vez dentro, bajo los altos techos de las tres salas, yo veía en las cúpulas el cielo de las letras, y el cielo de La Mancha, y recordaba aquellas tardes en el paseo de las lagunas de Ruidera con mi amigo Vicente, quien había perdido el equilibrio en un accidente, o en Villanueva de los Infantes, o en Argamasilla, o en Criptana, o en Alcázar, o en Puerto Lápice, o en su Casa Museo en Monóvar. Qué lejos en el tiempo queda todo este viaje buscándole a usted por los caminos de La Mancha y Montiel.

   A la izquierda se abren las tres salas amplias, palaciegas, un tempo de libros sagrados y archivos con objetos litúrgicos, mesas grandes de maciza madera con sus reclinatorios y su focos superiores, decoradas la altas paredes con cuadros del valenciano Muñoz Degrain, que donó veinte cuadros en 1916 para esta sala tan especial, meridiano cero del mundo cervantino, cuadros con escenas de El Quijote, con duquesas, Montesinos…, actualmente hay 18 cuadros, porque dos están en la exposición de la biografía de un libro, ya descrita.

   En cada mesa había un investigador, bien tomando notas a lápiz, porque aquí hay que usar el lápiz, por si no lo sabían, o tomando notas directamente en el ordenador portátil. Apuntes de un viejo manuscrito que tiene un letra infernal, sobre cuyas hojas se me iba la mirada inquisitiva y curiosa, ojos niños perdidos en una maravilla de las letras, meta y fin de cualquier ambición bibliográfica. En una mesa había un grupo de cuatro o cinco alumnas con una profesora que les leía un incunable perfectamente decorado con letras góticas, pero que su lenguaje me era ininteligible. Otros investigadores estaban tomando notas en sus portátiles y consultando en ordenadores. Pasé al fondo de la sala, silenciosa, solemne, con ventanales que traían la luz tamizada de los palacios y alcázares del Madrid de los austrias en las Meninas, de Goya, del Greco…

   Estaba paralizado, pero por fin me atreví a tocar un libro al azar, como si me estuviera esperando en el tiempo quijotesco, y, tembloroso y tímido ante una hipotética llamada infantil de atención, saqué de los anaqueles el pesado libro, que por casualidad era el Catálogo bibliográfico de la Sección de Cervantes (1930), de don Gabriel Martín del Río y Rico, marcado con el número IN-O17.1(460)NAC. Tomé mis notas.

   Luego en un ordenador busqué en el catálogo las ediciones de su libro, La ruta de don Quijote, encontré veintisiete referencias:

   La primera es la edición de Leonardo Williams (1905); Imprenta de la revista de Archivos 1912; la de Juan Pueyes en 1916; En Aguilar de México 1951; H. Ramsden, Manchester University Press (1969), José María Martínez Cachero, Cátedra de 1984/88/95; Ramona Velasco vda. de Pérez sin año, Madrid; la de Evaristo García y María García de la Habana 1970; La editorial Edaf tiene cuatro ediciones; Editorial Atalaya de Barcelona,1996; Bueno Aires, Losada, 1974; Mauro Armino cuatro ediciones en Edaf; la última la de la Diputación Provincial de Alicante, 2005, con prólogo de José Ferrándiz Lozano e ilustrada por Joan Castejón; en las Obras Completas de Rafael Caro Raggio de 1919, y en la de Ángel Cruz Rueda de Aguilar 1947-1954 (Graficas Orbe SA).

   No estaban ni la última, editada por la Universidad Castilla la Mancha (2005), ni tampoco la de la editorial Rembrant de Alicante 1982, con prólogo de Santiago Riopérez e ilustraciones de Santiago Agustín Redondela, ni la de Biblioteca Renacimiento de 1915.

   Por la tarde regresamos mi hijo y yo en el Altaria a Alicante, en las cuatro hora de viaje me dio tiempo a poner en orden mis notas y escribir el borrador de esta última referencia a mis andanzas buscando a un Azorín cervantino. Pasamos por La Mancha a toda velocidad, no apartaba mi vista de la ventanilla blindada del vagón/coche de preferente. Por un momento hago un disparo de memoria, un tiro veloz de los recuerdos que llevo como en un macuto a la espalda, y en mi alegría lloro y me pongo triste por recordar los lugares de La Mancha buscándole a usted, señor Azorín, buscando sus huellas en las casas vetustas, en los pueblos señoriales, en los batanes, llanos y páramos, vides en ciernes, trigales, lagunas, ríos que quieren acordarse de que son ríos y de vez en cuando desparecen en el subsuelo y vuelven, en las Tablas de Daimiel, aquellos molinos de viento ahora en descanso de aspas y velas, con aquel motorista hablando por teléfono móvil, pueblos tranquilos e históricos, y de las múltiples esculturas de don Quijote y Sancho, de don Quijote y Dulcinea…

   El tren tiene una estación en su pueblo, antes de Elda-Petrel, pero no tiene ya parada Monóvar. Recuerdo que el día 8 de junio se cumplirá el 132 Aniversario de su nacimiento, no sí cantarle cumpleaños feliz, no sé si es apropiado o ni siquiera literario. Ya son cerca de las 22 horas y el tren ha pasado por debajo del puente rojo, un din-don anuncia la estación término de Alicante.

www.monover.com

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