Contra los inapetentes

Nada hay más antiguo que el hambre. Eso decía en 1845 el periodista ciudadrealeño Félix Mejía y, algunos, en su amor por las cosas viejas, terminan tan gordos que cuentan con su propio código postal. No he visto ningún político delgado, que cene sopa de sobre y pan duro y pase luego la cuenta a… ¿a quién pasa la cuenta? Acaso el hambre canina es, en el fondo, la versión más primitiva del capitalismo salvaje, y merendarnos los unos a los otros ha sido desde siempre, y no desde Atapuerca, algo ancestral y calagurritano.

Los científicos informan de que, fuera del cerebro, solo hay un lugar forrado de neuronas: el sistema digestivo. Por eso le afectan también las mismas hormonas del alma que impresionan en el cerebro los sentimientos: vomitamos de horror, nos cagamos de miedo o de risa. Incluso el léxico lo refleja, y adopta palabras de doble significado emocional/gastronómico, como dulzura o amargura, bueno o malo, ternura o acritud. Al niño simpático se le llamaba rico o salado. Incluso que estaba para comérselo. No extraña que en sus estudios de neurología el doctor Aníbal Lécter llegara a comerse los sesos.

El mamífero al que más nos parecemos genéticamente, y uno de los más inteligentes (aunque nadie lo díría por San Martín de Tours, el sangriento once de noviembre) es el cerdo; si tuvieran un aparato fonador más a propósito, incluso, podrían hablar y no gruñir como un político cansino que se lame las prebendas. Incluso hay una especie autóctona, el retinto manchego, diferenciada genéticamente y echada a perder por los responsables de tales marranadas. Para gorrinos, los españoles, como demuestra la noticia ha poco divulgada de que un estudio genético ha señalado al ibérico como la única raza de cerdo europeo que no se ha cruzado con el agridulce cerdo chino venido en el XIX; inversamente, allí, en China, triunfa el exótico churro o chullo español, «palito de la amistad», que le llaman. El hispano, pues, es un cerdo sin ictericia, hidalgo, puro y occidental; un cerdo nazi, vamos. Si queremos abrirnos el apetito y sentir una carpanta obelixiana o a lo Galactus, basta con ver sin aliño esos tremendos documentales sobre campos de exterminio, sequías del Sahel o mujeres anoréxicas que, por no tener, ni siquiera tienen diarrea. Al momento siente uno una tremenda gana de frotarse el estómago con crujiente pan y aceite, guitarras de jamón, migas con tropezones de chorizo y un abundante acompañamiento de cerveza y patatas fritas. Dinamita para el colesterol, recomendación para la trombosis, número para el cementerio. Sucumbir a la fritanga, el chocolate o el cocido hace a sus víctimas suspirar por un cerdo platónico y light.

Que los gustos han cambiado mucho: los antiguos apreciaban a las neumáticas gordas de Rubens; ahora, las de Botero son sólo una rareza comer-cial para los ávidos coleccionistas de perras gordas. Ahora hay que pasar más gazuza que un padre del yermo o de la Tebaida y hasta en los restaurantes donde se perpetran las recetas de Ferrán Adriá, el siniestro asesino de estómagos, se ha vuelto virtud la minidosis de comistrajo vulcanizado, de ajoporrodeconstruido o desdentado, las láminas etéreas y transparentes de un reciclado algo que fue queso o paté. Adiós a las pantagruélicas meriendas de negros. La mentalidad ha cambiado tanto que, para algunas mujeras, el sentido de la vida, fuera de tener la casa en orden o ver la novela, es no tener el culo gordo. Como si eso fuera malo, habiendo culos eminentes y distinguidos, culos arquitectónicos e imposibles como el tan acreditado de Jénnifer López, que imantan la imaginación más culina. Otros culos, sin embargo, son grises y tristes como los filetes de ternera a lo James Bond de mi infancia: fríos, duros y con los nervios de acero.

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