Corazón mío. Capítulo 8.

Manuel Valero.- Había decidido visitar a su padre y. siempre que tomaba esa decisión repetía todo el ritual. No vivía muy lejos de allí. Tres paradas de metro, que en una gran ciudad es un paseo. Pero antes, tenía que pasar inevitablemente por el portal de un edificio antipático. En el cuarto derecha, con las ventanas a la avenida principal, Amparo tenía su apartamento
corazonmio
No le importó la lluvia, caminó despacio, deteniéndose de vez en cuando en las tiendas de informática y, sobre todo, en una amplia librería cuyo escaparate alumbraba el tramo de acera con un arbotante de luz. Miró las últimas novedades. Entre los librosBall Gown robes de mariée expuestos había uno que le llamó la atención: Cinco minutos de gloria,  cien años de olvido, de un autor para él desconocido. Sacó la cartera para comprobar el dinero. Llevaba suficiente. Entró y lo compró. De nuevo en la calle aligeró el paso. Ya conocía las pautas: caminar deprisa y tratar de no mirar las ventanas del apartamento de Amparo, detenerse unos segundo a mirar las ventanas del apartamento de Amparo, observar si estaba en casa  por las luces encendidas, dudar unos  segundos si llamar al portero automático, desestimar esa opción, y finalmente, correr y no parar hasta que no estuviera llamando al timbre del piso de su padre.

Pero esa noche la vio casualmente. Salía de un coche del que también salió un hombre elegante y atractivo, vestido impecablemente. El hombre rodeó el automóvil por la parte delantera hasta tener a Amparo a la distancia de un abrazo. Hablaron un poco y se besaron. No fue un beso apasionado,  sino más bien un beso de despedida. El agente Peinado la observó abrir Gaine & robes de mariée colonne la puerta, perderse en el interior del edificio y ascender una pequeña escalera hasta el ascensor.  De sobra conocía ese apartamento… hasta que todo se derrumbó hacía ahora ocho meses.

Detrás del árbol tras el que se parapetaba sintió la punzada del fracaso. La luz del portal se apagó y tres minutos después las ventanas encuadraron un lienzo perfecto de luz doméstica.  Miró al suelo abatido. Era la señal para seguir a escape.

Su padre lo recibió como de costumbre.

– Hola hijo, llegas a tiempo para cenar.

El padre de Roberto Peinado, profesor de Sociología, viudo, buen conversador, tan entusiasta receptor de nuevas tendencias como decidido a condenar a la hoguera de la intelectualidad cualquier versión de populismo, le reportaba al policía la calma necesaria siempre que pasaba por un bache. Después de una cena familiar mano a mano y una conversación relajada que consistía en las preguntas de uno y en las respuestas de otro, Peinado revitalizaba la autoestima y regresaba al desorden de la calle con la mirada puesta en la lógica de las cosas.

– Cuando se está bien todo tiene sentido, incluso lo que nos parece absurdo. Precisamente cuando percibimos las cosas carentes  de toda lógica, es porque esto funciona-, le dijo a Peinado apuntándose la cabeza…

– Cuando Amparo me dejó yo andaba como un giñapo y no había nada que me pareciera lógico, papá- le respondió con la mirada perdida.

Estaban ambos sentados en cómodos butacones en el salón. El padre de Peinado, mismo nombre, giraba una copa gigante con una pequeña lámina de brandy.   El policía tomaba un café tan espeso que podía invertir la taza sin que se derramara una gota.

– En esas situaciones nosotros formamos parte del absurdo, un corazón roto es un corazón sin sentido, hijo. ¿Todavia la quieres?

– Como el primer día.

– Bien, pues en ese caso sólo hay una salida: esperar a que otra mujer vuelva a recomponer los pedazos”.

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