Corazón mío. Capítulo 18

Manuel Valero.- – Échales un vistazo. ¿Te suena esto?-. Peinado le mostró las revistas y avisó al camarero oscilando la mano.
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– Ni idea, Roberto. A ver… hace seis años yo estaba… no, en la barriga de mi madre no, que ya había nacido. Espera… ¿tomando el chocolate de la comunión?  ¡Hace demasiado tiempo, amigo! Todavía no tenía ni idea de que me iba a dedicar a este oficio-, bromeó Ortega.

– Fue mi sonado-. Peinado tomó un poco de café y dio cuenta de una tostada como la suela de un zapato, casi de un bocado. El rastreo de la noche le abrió un apetito animal.

– No es la primera persona que se suicida porque su vida no le gusta… Aunque parezca imposible. estos millonarios son así..- , respondió Ortega dando por válida la obviedad de su aserto.

Estaban los dos en una cafetería muy cerca de la comisaría, sentados junto a una amplia ventana desde la que se veía el trajín urbano de la mañana. La ciudad había activado ya todo su dinamismo y los automóviles avanzaban a trompicones entre aldabonazos acústicos de aviso o de protesta… Hacía mucho viento y el día, pese a los primeros rayos de sol de la mañana, se había encapotado con el gris precursor de la lluvia. Peinado pidió otro café…

– Está claro que fue suicidio, eso quedó probado pero… ¿por qué lo hizo? Era una muchacha muy divertida y aparentemente feliz… Que su padre fuera Samuel Cruz le reportaba el acceso directo a las páginas couchée, pero sólo eso.

– ¿Y bien…?

Ortega levantó la vista de la taza y miró a Peinado como si su compañero se encontrara en la antesala de un hallazgo. Luego, mirando las revistas le preguntó, más que preguntarle lo afirmó. “Anoche estuviste en la casa Lobera… ¿Me equivoco, poli?”.

– No pude evitarlo, amigo- se excusó-. Irene saltó de las publicaciones, digamos, nobles, al programa Alta Tensión cuando mantuvo relaciones con un futbolista y un cantante de moda… entró en ese juego, luego desapareció durante unos meses y finalmente apareció muerta en ese hotel de camioneros. ¿Tampoco recuerdas ese programa?

– Yo era uno de los cuatro espectadores de La 2, hermano. Alguna que otra vez lo vi, sí, involuntariamente, pero no…”

– ¿Sabes quien presentaba el programa?

-¿El zombi?

-Exacto. Tony Lobera-. Peinado miró al exterior a través del cristal de la cafetería.

– ¿Y bien?- Ortega repitió la pregunta con displicencia.

– Bueno, esa muchacha se suicida después de aparecer en el programa. Y a Lobera años después le pegan un tiro en la cabeza. No sé, Ortega, puede que haya alguna conexión. Algo.

– Hace seis años de eso, pero el  Loberita de los cojones puede que esté muerto o no, pero en cualquier caso hay un fiambre con la misma cara y los mismos… ¿cómo te lo diría? … los mismos ademanes-.. Gesticuló con exquisitez exagerada, con cómica precaución. Luego añadió: Eso es lo que tenemos, Peinado. Ha pasado demasiado tiempo entre una cosa y la otra… Ahora lo más urgente es la conclusión de la Científica, y si el fantasma de las rocas es realmente Tony o no… Y lo más cabreante, que no avanzamos.

-¿Sabes lo que vamos a hacer?

– ¿Pagar el desayuno? Pues ya sabes, ráscate la ingle…

– Iremos a ver al padre de esa muchacha”, sentenció Peinado con la punzada de la premonición culebreándole por la cabeza.

– ¿Vamos a ir a que el padre de esa muchacha recuerde cosas que seguramente no quiere remover sólo porque te ha dado un pálpito tomellosero?.

El tono de Ortega fue el de un policía comprensivo. Pero era policía, y esa condición incluía la entrevista con el industrial Samuel Cruz, si la investigación lo requería.

Estaban enzarzados en ese nuevo cabo cuando Peinado la vio pasar por el ventanal de la cafetería. Llevaba una gabardina elegante, un paraguas sin abrir colgado del brazo y un pañuelo anudado en la cabeza,  como una actriz de los sesenta. El policía se levantó como un autómata con intención de abordarla. Pero Ortega hizo lo mismo y lo detuvo agarrándolo amistosamente del brazo.

-Agua pasada, amigo-, le dijo mirándolo con un ápice de compasión.

En ese momento sonó el móvil. El tono del teléfono acabó por persuadir a Peinado. Luego de un rato de conversación, Ortega le pidió información.

– Es Richar, de  la Científica. Nada. Las imágenes no son de muy buena calidad y no han detectado ningún detalle que pruebe que el protagonista sea un impostor. El parecido es asombroso, tanto que no desestiman que, efectivamente, se trate del mismo Lobera..

– ¿Y la frasecita de ese travieso?-, inquirió Ortega.

– Es su voz, quien quiera que sea  lo borda. Pudo haberla montado, pero han visto las imágenes una y otra vez, ralentizadas, a velocidad normal y el movimiento de la boca está milimétricamente sincronizado… Es Lobera el que habla.

– Pero, ese zombi hablaba desde unas rocas al borde del mar… Si el corte de voz ha sido pegado…

– Se escucha todo, el viento, las olas… En planos justos, mezcla perfecta, natural, todo muy real.

– Menudo pájaro-, resopló Ortega- ¿Dónde vive ese industrial?

– En el barrio de los ricos-, rió Roberto.

Sonó el móvil de nuevo. Era el inspector Villahermosa.

– Ya vamos-, dijo Peinado, abanicando con la mano el teléfono como si se quitara de encima una bocanada de humo.

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