Corazón mío. Capítulo 19

Manuel Valero.- El destino puede estar agazapado en cualquier parte a la espera de que la secuencia de las cosas encajen el último azar.  Por la mañana, Peinado desayunaba con Ortega, le comentaba la nueva vía de investigación que abrían las revistas aparecidas en el domicilio de Lobera, la conveniencia de chequear al progenitor de Irene, y la oportunidad de transitar ese carril sin temor a toparse con una pared, para eso estaba la policía.
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Luego, en la comisaría detallaba al inspector jefe la historia de la desgraciada muchacha rica y Villahermosa no tardaba en dar el placet mientras fumaba copiosamente ya sin la tortura de la abstinencia, con las ventanas de su despacho abiertas de par en  par, por donde se colaba la lluvia. Poco después, las gestiones de contacto con Samuel Cruz, y la confirmación de la cita para el sábado, -era jueves- en su domicilio. Al mismo tiempo, la relación de detalles que dio lugar el rastreo de los sobres, éstos fueron enviados desde un despacho de mensajería de la Gran Avenida y tras un lento recuento de clientes, y a juzgar por la hora en que fueron recibidos en Rumores y MediaMil, el cerco se estrechaba en un hombre maduro con pelo espeso tachonado de canas, bigotes de Pancho Villa y gafas de miope del grosor de un codo, según recordaba una joven empleada a la que llamó la atención los destinatarios; que utilizó una identidad falsa y un número de identidad elegido al azar, como pudo comprobar la policía, y que el hombre que cumplimentó el pequeño papeleo le dijo a la empleada que llevaba unos guantes de cirujano por una extraña enfermedad que le dejaba sin riego las articulaciones apenas cambiaba el tiempo. Conclusión: que todo fue de una normalidad sin emoción en el corazón de la rutina mensajera de todos los días.

Y ahora, camino de casa, tranquilo, y dando un rodeo generoso para estirar las piernas, tenía ante sí la selva de una tienda de flores que pugnaban por su espacio vital en un escaparate donde ya no cabía ni una brizna de yerba. Se acercaba noviembre y a Peinado le gustaba llevarle flores a su madre, antes de que el cementerio se poblase de los domingueros de los difuntos con su cargamento de ramos y llantos anuales.

El lugar está más silencioso, ahora, y hace más intenso esos minutos de recogimiento que guardamos ante la tumba de un ser querido, apenas roto por los reproches sordos de la culpabilidad. Decidió, pues, entrar en la tienda y comprar un ramo de flores, ni demasiado explosivo ni miserable, algo sencillo pero evocador. Pasó a la tienda y le sorprendió el agradable repiqueteo de un racimo de campanillas de metal que bailoteaban sobre su cabeza. En el interior, la foresta se espesaba como si estuviera viva, y respiraba con una macedonia de olores. Se acercó a un pequeño mostrador que surgía desde el corazón de una enredadera y de una pila de macetas. Pero no salió nadie a atenderle. Observó que detrás del mostrador había un hueco de acceso hacia un pasillo medio oculto tras una cortina de colores plegada a uno de los lados, que llegaba hasta una sala grande iluminada cenitalmente, como si en lugar de techo esa especie de patio trasero estuviera rematado por una claraboya.

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