Corazón mío. Capítulo 38

Manuel Valero.- Todo lo ve. En la televisión y en su propia cabeza. Todo lo graba. Vuelve a ver  el numerito del programa del Teatro Moderno, las osadas palabras de Rita Rovira mientras se pasea por el escenario o se enfrenta directamente a la cámara. Se ríe con desdén y autocomplacencia. Ve la detención del funcionario autonómico al que vampirizó con maestría sorprendente, ve los amagos del oficial de policía para disuadir a los cámaras de televisión.
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Lo ve todo, todo lo registra. Tiene una capacidad de memorización contra todo test. En el ático donde vive hay cierto desorden doméstico pero no alcanza los parámetros de Diógenes, simplemente es la indolencia hogareña de un solitario. Sabe de las pesquisas de la policía, conoce por la televisión a Peinado y Ortega, y porque un par de veces los siguió con su moto con calculadas maniobras para no levantar sospechas. La policía lo busca pero eso no lo inquieta. Él es un perfecto desconocido, nadie, si sale a la calle con su aspecto natural es un alma más perdida entre las riadas de gente de la ciudad. Puede pasar a un café, al cine, puede pasear por los parques, puede tomar un taxi, puede sentarse en una parada de autobús. ¿Quién puede fijarse en él salvo las chicas porque es un hombre atractivo, con un toque de virilidad antigua, pero un hombre de su tiempo, informado, sagaz, calculador. Ahora sabe que el funcionario autonómico ha muerto para él como elemento de distracción. Sí, decidió tomar su aspecto porque le pareció el más llamativo. Lo vio por la televisión en uno de los programas de Corazón Abierto. Luego volvió a verlo reproducido en el disco. Todo lo graba. Escudriñó los planos del público y dijo ése. Pero ahora ya no lo será más. No lo considera un contratiempo. Esa añagaza, ese añadido a su estratagema no tenia otro fin que el de despistar a la policía, mantenerla entretenida, y de algún modo, era también un juego, un tétrico juego de personalidades simuladas. Ahora ya no. ¿Cuánto tiempo ha durado la farsa del mejicano miope? Suficiente. Se acabó. Pero el descubrimiento policial de la suplantación no lo perturba. Ni siquiera la consecuencia lógica, por mera deducción, de un Tony Lobera igualmente vampirizado. Bueno, la policía hace sus progresos, piensa, pero tampoco ese paso adelante lo acerca hasta él de manera preocupante. La policía ya sabe que el asesino de Tony Lobera se disfrazó de un ciudadano elegido de entre el público de un plató de televisión y que, por tanto, podría haberlo hecho adoptando la fisonomía del desdichado comunicador social. ¿Y qué? No hay otra cosa que se acerque ni a distancia sideral a su plan. Se siente a salvo. Pasan los días. Todo lo graba y todo lo ve y no se le escapa ni un sólo número de la revista Rumores. Sale a la calle, es una mañana sucia pero no demasiado fría, aunque los primeros alientos del invierno ya se notan si se queda parado en mitad de la acera. Los transeúntes van de un lado a otro, se meten en la boca del metro, cruzan los pasos de cebra, cada cual hacia su quehacer, a su ocio, a su soledad o hacia su nada. Pasa a un bar, toma una cerveza y un bocadillo diminuto de jamón. El camarero le sonríe y le hace un comentario sobre fútbol y luego sobre la Fórmula 1. Habla en voz alta para dar la impresión de su basta cultura deportiva ante la clientela. Le sonríe igualmente con un gesto de asentimiento. Coge uno de los periódicos que hay a un lado de la barra y los mira con rutina, sin interés. No hay nada que le llame la atención salvo el último disco de un cantante reliquia. Paga lo consumido y regresa al manantial callejero, como uno más. Camina por las avenidas y las calles con total seguridad, mira los anuncios de los autobuses, observa a las muchachas, alguna lo mira y él la mira sin rubor, con ojos invitadores a la lujuria, alguna muchacha baja la mirada ruborizada, alguna otra se la sostiene como en un reto. Es un momento fugaz, el que se contabiliza cuando te cruzas con una persona en la calle de una gran ciudad y a la que no volverás a ver jamás. No piensa nada, excepto en lo mecánicamente presente, es un pez urbano, uno más, en el inmenso acuario de la metrópoli. Sin apercibirse se le ha echado encima la hora de comer, pasa a un restaurante medio y después de comer regresa a casa con la misma parsimonia. En el pasillo algunos vecinos lo saludan. Luego enciende la tele y mira el programa Trapos, salta a Corazón. Luego se duerme. Al caer la noche regresa a las aceras de la ciudad, le apetece compañía. Conoce sitios. Toma una copa. Mira a un par de chicas, una de ellas se acerca a la barra y le pide cambio al camarero. La maniobra es  intencionadamente burda. Entablan conversación y después de dos horas y varias copas, se revuelcan en la parte trasera del coche de la muchacha. Cuando vuelve a casa, la mañana comienza a tiznar de gris el horizonte y antes de alcanzar el portal comienza a llover. De nuevo.

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