Corazón mío. Capítulo 72

Manuel Valero.- Eran cuatro personas. Aparecieron desde un lugar que Rita no podía ver con precisión debido a las dos lámparas que la enfocaban directamente a la cara, y que sumían la parte donde estaba aquella extraña mesa alargada, en una sombra espesa. Pero poco a poco los perfiles de tres hombres y una mujer fueron haciéndose reconocibles.
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Se sentía como una aristócrata a punto de ser juzgada por el pueblo, salvo que a su alrededor no se agolpaba la turbamulta pidiendo su cabeza, mientras algunas viejas desdentadas tricotaban y se reían, sino una soledad indefinible que ni siquiera su presencia y las de las personas que tenía enfrente, conseguían romper. Detrás de ella, de pie, como un centinela, su captor. Miraba a todas partes como si tratara de retener una visión exacta del interior de esa edificación, las columnas, las vidrieras. La pared semicircular que se curvaba detrás del ara la inquietaba mucho más. Respiró profundamente y colocó una mano sobre la otra mansamente el halda. No se atrevía a mirar hacia atrás. Las cuatro personas se sentaron cada una en su sitio colocadas a lo largo de lo que parecía un altar. Entornó los ojos para reconocer qué era aquel bajorrelieve que representaba en el interior de un círculo la cabeza de un león rugiente, en el frontal de la mesa. Había un silencio ceremonial, aterrador. Las cuatro personas encendieron  una pequeña lámpara de mesa dirigidas de tal modo que sus rostros parecían esculpidos entre luces trazadas sobre las sombras. En ese momento se apagaron las dos que la enfocaban, y Rita parpadeó en una reacción natural para acostumbrar sus ojos a la nueva iluminación. Apenas veía sus caras, unas caras serias, acentuadas por el contraste entre la luminosidad de los rasgos y la oscuridad de la que parecían emerger. Uno de aquellos rostros era el de una mujer. Lo dedujo por la boca fina y el movimiento femenino de unos labios pintados. Cualquier ruido era amplificado en medio del silencio. El sonido del agua era lo más sobrecogedor. Y el frío. Por primera vez, Rita Rovira sintió un frío glacial, y esa sensación repentina la hizo estremecer. Con un movimiento de hombros intentó superar aquella bofetada gélida que no había sentido hasta entonces debido a su permanente estado de estupor. La mujer se sentó a la derecha, en un extremo, y luego los tres hombres. Uno de ellos, el que estaba sentado junto a la mujer, carraspeó levemente y le preguntó con una voz grave.

– Rita Rovira Ramírez. La triple A, ¿no es cierto?

-Así… así me llamo y así… se me conoce popularmente-, susurró.

-Supongo que se estará preguntando el porqué de todo esto

Rita no atendió a la pregunta que se le hizo con un tono educado que no encajaba para nada en todo aquel absurdo, y comenzó a gritar.

-¡Quiero irme de aquí!¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué este ridículo ceremonial?

Al trata de levantarse, Oscar dio un paso hacia ella y la obligó a sentarse de nuevo. El hombre que había comenzado a hablar volvió a hacerlo. Su voz sonaba ahora en tono amenazante pero sin perder la compostura.

-Será mejor que colabore, señorita Rovira, y procure comportarse como es debido. Esto no es un ceremonial, y mucho menos ridículo. Mida sus palabras y no vuelva a reaccionar de la manera que lo ha hecho. Se lo repito. ¿Sabe por qué está aquí, ahora, y en sus circunstancias?

-No, no lo sé

-¿Está completamente segura?

-Le repito que no lo sé, por favor, déjenme ir

-Bien, en ese caso le refrescaremos la memoria. Cuando quiera

-¿Puedes reconocerme, Rita?-, dijo ahora una voz de mujer.

-No, no sé quien es usted, no sé quién eres-, gimoteó reprimiendo el llanto.

-Está bien-, respondió la mujer.

En ese momento, apagó la lampara de mesa que tenía a su lado y uno de los focos que antes había enfocado a Rita dirigió su haz de luz sobre la mujer que la interrogaba. Rita trató de identificarla.  Era una mujer madura de unos cuarenta y dos años, peinada con un moño, morena, y muy elegante. Vestía una chaqueta negra y una camisa de color granate con primorosos bordados verdes. Era una mujer muy guapa y aún destilaba los últimos brillos lozanos de una primera juventud.

-No, no la reconozco-, musitó.

-Soy Daniela Farto-, sentenció de una vez.

-¿Danie… Daniela Farto, pero qué… ¿qué haces aquí? Por favor dile a tus amigos que me liberen-, Rita intentó levantarse de nuevo.

-Bueno, veo que comienzas a recordar.

-Pero tú, tú… te fuiste a vivir a los Estados Unidos…

-Así es. No fue un mal exilio, pero como todo exilio, fue obligado. Tú y tus compinches de esa miserable bazofia que venís haciendo desde años, y con la que os enriquecéis me obligasteis a huir para no acabar demenciada y recluida en un sanatorio de locos…

-No… no te comprendo-” , preguntó a su vez Rita, implorando una explicación.

-Como sabes, fui una cantante muy aplaudida hace unos años, y aún lo soy, ya que no hay emisora de radio que de vez en cuando no emita alguna de mis canciones. Como sabes,  me separé de mi marido a los siete años de casarnos, y como sabes muy bien, entramos en ese jueguecito vuestro de los chismes para animar a la audiencia. Y por lo que pagabais, claro. En mi caso mucho dinero, lo admito.  Hasta que decidí cortar por lo sano porque la situación se me iba de las manos y mi vida ya no me pertenecía a mí, sino a vosotros, a ti, a Tony, a Morales, y a toda esa bandada de cuervos. ¿Y qué pasó? ¿Lo recuerdas?

– No, no, no entiendo adónde quieres ir a parar…

-El acoso que sufrí sobrepasó los límites de lo humano. Montasteis un asedio criminal en torno a mi casa, mi marido del que me separé de manera civilizada trató de presionarme para dar que hablar a vuestros tertulianos, uno de mis hijos entró en el negocio dando testimonios falsos sobre mi vida, de acuerdo con su padre, que a su vez pactaba nuevas apariciones en el plató con presuntos malos tratos, drogas… y hasta me acusasteis de urdir el asesinato por envenenamiento de mi propia madre para cobrar su herencia, haciéndome aparecer como la principal sospechosa… ¿Vas recordando, querida Rita?

La mujer que resultó ser Daniela Farto conectó una gran pantalla de televisión cuyo encendido la hizo visible en la penumbra. Todo lo que vio Rita y los extraños jueces que tenía frente a ella fue un resumen de los momentos más desalmadamente ingratos para la cantante de moda retirada. Improperios, descalificaciones, risas, amenazadas, rumores, especulaciones… todo era un gigantesco vomitorio presentado a toda la sociedad que quería verla, a veces, con su marido o su hijo, presidiendo aquella nauseabunda orgía de maledicencia y mal gusto.

Rita rompió a llorar porque algo dentro de ella también se rompió, y no era la esperanza de salir viva de aquella situación, sino el orgullo, y Rita no sabía qué le dolía más.

-Me conoces, Rita?-, dijo el hombre que estaba sentado al otro extremo de la mesa.

-Tu voz me resulta familiar…

En ese momento esa voz familiar se tradujo en un chascarrillo gracioso que era la carta de presentación de David Luis Pesares.

-¿Eres David?-, preguntó Rita.

-El mismo, Rita de mi vida y de mi corazón, el mismo que tuvo que acudir a tratamiento psiquiátrico durante una larga temporada y el mismo que se quedó sin empleo y con el matrimonio igualmente destrozado

Rita lo oyó y lloró amargamente.  Eran las 6,45 de la tarde del 31 de diciembre.

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