Meter mano

José Manuel CampilloEs posible que el título haga salivar a algún fetichista de Emmanuelle. Es más, quizá algún seguidor de la equis, no como incógnita sino como campana de Pavlov que anuncia placeres fáciles de atisbar y aún más de consumir, esté frotándose las manos. Pero no, amigos. Desilusiónense antes de comenzar. Este escrito es más casto que un conclave papal.

Yo soy de educación burguesa. Mis lecturas, mis compañías y mi educación así lo han predispuesto. He intentando rebelarme, pero me ha pasado como a Espartaco con los cristianos. Cuando la libertad mental me abandonaba, aparecía el Craso de turno en forma de reconvención para hacerme volver al redil. Así que no esperen ninguna palabra malsonante. Solo podrá escaparse de estas manos, castas de obra e impuras de pensamiento, alguna sugerencia. Como cuando le pregunta un travieso Lawrence Olivier (Craso) en Espartaco a Tony Curtis (Antonino) si comía ostras o caracoles.emmanuelle

Sí, han adivinado. Las ostras son mujeres y los caracoles hombres. Era sencillo. Mucho más que cuando me vi una noche en Madrid a las cuatro de la mañana frente a los aseos. En la inscripción de una puerta había un sol, en la otra una luna. Y yo, y mis cinco Gin-tonics, dilucidando en cuál debía entrar. Casi me pasa lo que al asno de Buridan, que se murió de hambre porque no fue capaz de elegir entre dos paquetes de heno iguales. Yo decidí, en una suerte de moneda a cara o cruz, meterme en el sol. Por lo que vi dentro, no me equivoqué. A no ser que los presentes buscaran caracoles, claro.

spartacus antoninus  Los de mi generación llamábamos «meter mano» a dar unos besos. Con o sin. Eso era lo de menos. El que nuestra inane epidermis pudiera entrar en contacto con la mano de la chica (era el paso previo) con la que hubiéramos ido al cine, confería a la película que estuviéramos viendo la categoría de inmortal. Daba igual que fuera pésima. En nuestro recuerdo estaría situada como el grupo de «la Montaña» en la revolucionaria asamblea francesa. En el lugar más alto. Y el beso, ¡ningún beso sabe igual a los de una sala de cine! premiaba a la cinta con el Oscar más inolvidable que puede recibir una cinta: el de la memoria.

Evidentemente, en las películas elegidas uno siempre buscaba, previa recomendación del amigo experto, aquella romántica que despertara en ella ese instinto cariñoso y tierno que tu mirada no era capaz de generar. Los puentes de Madison, Ghost, Pretty Woman, Tal como éramos, Memorias de África, El paciente inglés,… La película eran los cirios. Y tus palabras el fuego que los encendía. Y no piensen mal. No soy Craso.

Lo primero era salir de casa con mil pesetas de perfume encima. Mil pesetas de las de hace treinta años. La marca era importante. Eran cuatro las que manejaba entonces: Varon Dandy, Brummel, Jacs y Azur de Puig. Aunque con esta última no coseché ningún éxito. Años después comprendí por qué. Sigamos.

Después, por supuesto, la ropa adecuada. La de los domingos. Nada debía interponerse entre nosotros y la misión que debíamos cumplir. El problema era que esa «nada» se mostraba omnipresente. Aparecía de varias maneras: calcetines blancos, pantalón demasiado ajustado, paquete de tabaco entre los hombros y la camiseta, patillas que dejarían en mantillas a las de Curro Jiménez, dejar que pagara ella la entrada, seguir con las gafas de sol puestas dentro de la sala, el ajo… en fin. Había que hilar fino para que al comenzar el partido no fuéramos ya perdiendo. No era cuestión de convertirse en el Poulidor de las salas de cine. Ya lo era de las discotecas. Y no quería acaparar títulos.ghost

Se apagaban las luces, comenzaba la película y zas. A pensar qué momento era el adecuado para acercar tus temblorosas manos a las suyas. Siempre había que dejar pasar un tiempo prudencial. Una media hora. A partir de esos eternos mil ochocientos segundos ya podías desencadenar el proceloso vaivén emocional.

Decía mi padre que los libros siempre ayudan. Que había que leer mucho porque eran fuente de sabiduría. Y esta es una de esas afirmaciones patriarcales que, sin embargo, es verdad. Tuve la suerte de leer, muy joven, Rojo y Negro de Stendhal. Y esto me sirvió para acometer cada cogida de mano con una sabiduría y una decisión que no tenían mis coetáneos. Ellos también lo hacían, pero no tenían mi soporte teórico. Me explicaré. La escena en la que Julien Sorel está comiendo al lado de Louise de Renal y decide cogerle la mano fue una ingente fuente de sabiduría.  Como los segundos entre su pensamiento y su obra se dilataban cual final de copa de Europa para el Atlético de Madrid, Julien decide hacerse un juramento. Si no se la coge en los siguientes treinta segundos, se ordenará sacerdote. Una promesa que activa la palanca de su pusilánime ánimo.

Pues bien, yo siempre he hecho lo mismo. Cuando las dudas han acudido a mí como si se trataran de cantos de sirena, me he formulado una rotunda promesa que me obligara a actuar. Sabiendo que de no hacerlo me arrepentiría durante mucho tiempo. La promesa realizada se convertía en la catapulta de mi valor.

Y aquí es donde abonamos el campo de la elucubración. Ustedes se preguntarán qué tipo de promesa me hacía para que mi mano, por sí sola, tuviera fuerza decisoria. Pues bien, se lo voy  a decir. Y es más, también les diré lo que haría un ilustrado, un romántico, un moderno y un posmoderno.

Un ilustrado diría que si no le coge la mano, dejaría de leer. Un romántico, que ya no volvería a escribir más una carta de amor. Un moderno afirmaría que si no le coge la mano, se la corta (no la mano). Y un posmoderno, que se sale de las redes sociales, aunque antes lo tuitearía y se haría un selfie con la chica. Y yo…Yo dije que si no lo hacía, escribiría artículos para MiCiudadReal. Ya saben el final de mi historia.

Posdata: Ahora ya nada es igual. No se pueden repetir esas juguetonas escaramuzas de la juventud con las chicas. Innumerables obstáculos te lo impiden: las salas están numeradas, cada vez hay más luz, las películas no son románticas. Y encima mi mujer se empeña en venir conmigo al cine. Así no hay quien pueda.

Silencio, ¡se rueda!
José Manuel Campillo
www.vienafindesiglo.blogspot.com

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6 COMENTARIOS

  1. Más que la películas de las tinieblas de las salas aromatizadas por Ozonopino Rui Ram, me encantaría ver al muchacho chandunguero que describes con tino y cálculo semanal: «calcetines blancos, pantalón demasiado ajustado, paquete de tabaco entre los hombros y la camiseta, patillas que dejarían en mantillas a las de Curro Jiménez, dejar que pagara ella la entrada, seguir con las gafas de sol puestas dentro de la sala, el ajo… en fin».
    Un Tony Manero ‘avant la lettre’ o un personaje de Marsé a lo ‘Pijoaparte’. Lo raro es vivir, como decía Carmen Martín Gaite.

    • Amigo Rivero. Si es que la fauna española da para mucho.
      Este personaje sería una mezcla de Tony Manero, el Pijoaparte y Genaro el de los 14.
      Un saludo.

  2. Tan José Manuel como siempre. Ya sabía yo que tu líder espiritual fue el bergante Julien Sorel… y que la chica acogió tu mano con dulzura adolescente. No me preguntes cómo lo sé. Lo sé…!porque no eres sacerdote!

    Un saludo.

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