Julius, mon amour (Memorias de un ladrón bon vivant) Capitulo 6

Manuel Valero.- Para cuando acabé Económicas ya tenía cierta experiencia en las prácticas financieras pero tuve la oportundidad de probar suerte en una empresa filial de una compañía extranjera que se dedicaba a la informática, ciencia que por entonces comenzaba a abrirse paso en el universo natural de la vida en común con unas perspectivas muy prometedoras.
caco
Necesitaban economistas para la división económica, finaciera y contable y el ladrón bueno, o sea yo, envió sus credenciales como es debido con el retorno de una respuesta afirmativa. A los dos años, la empresea cotizó en bolsa y participé. Fueron tiempos de bonanza superlativa y mi cuenta corriente engordó como un puerco para San Antón. Me instalé en una cómoda casa y viví como un señor marqués sin ser marqués, por supuesto. Y mientras tanto fui anotando con una frecuencia increíble cuantas hazañas me salían al paso. Lo más gracioso era la prensa alabando hasta el sonrojo al heroe anómino que robaba a los ladrones para devolver el botín de manera desintereda y dejar las cosas como el principio. Eso escribían y yo sonreía, ahora sí, como un heroe de la Marvel, una vez convertido en el ciudadano Julio Tobas, mientras desayunaba.

Ya lo saben, me llamo Julio, pero una chica de la oficina financiera con la que tuve un rollete, me llamó Julius cuando en cierta ocasión estábamos colocados los dos solitos, en la soledad de mi habitación, como las dos partes del pan de un bocadillo, esto es, exactamente como se lo imaginan. “Te llamaré Julius, te hace mas interesante”, me decía entre los dulces quejidos del amor. ¿”Sabes latín”?, le dije contribuyendo con mi talento natural a la producción de los dulces quejidos del amor. “Vini, vidi, vinci…” susurró. “Pero eso lo sabe todo el mundo”, le dije sin desconcentrarme de la faena. Y ella me espetó: Amicule, Julius, num is sum qui mentiar tibi?”. Ohhhh, Anita, (se llamaba Ana), respondí con un subidón entre el delirio, el placer y la sorpresa. Me contuve… “¿Y eso qué quiere decir?”. Y ella me dijo, con los ojos entornados debajo de sus gafas (sólo llevaba puestas las gafas, ¡¡guau!!) “Julio, amor, crees que te mentiría?” Y todo se desencadenó como la naturaleza tiene dicho que se desencadene. A partir de ese día me llamaba Julius en la oficina con mirada pícara y sonrisa lasciva. Y todos acabaron llamándome Julius y uno se acostumbró a la latinización asombrosa de su nombre que parecía aún más vivo en aquella lengua muerta.

Fueron pasando cosas y casos. Algunos pequeños, otros de formato medio. En el metro, por ejemplo, cuando mi instinto de observación me ponía a tiro un hurgador en bolsos ajenos, me iba hacia él con sigilo, le robaba con sigilo, con una destreza que ya era una costumbre casi aburrida y se lo devolvía a su víctima sin que ésta se diera cuenta. La cara que debía poner el ladrón cuando descubriera que le habían robado la cartera robada. Objetos como bolsos, relojes, teléfonos móviles (ya habia móviles como ladrillos), joyas y hasta automóviles… todos regresaban gracias a mi arte a mi mano y de mi mano a la mano dueña. La gente enviaba cartas a los periódicos agradecida al anómino restaurador. Otro día tuve suerte. Estaba en una farmacia y entró un muchacho nervioso con un cuchillo de cocina que me lo puso en el pecho cuando no se lo ponía a la chica que atendía la botica. En realidad, a la chica no hacía falta intimidarla porque se había quedado bloqueada como un estatuta y obedecía las órdenes del caco como una autómata. Cuando le dio el dinero se desmayó. El muchacho iba salir a escape. Le puse una zancadilla de libro y se dio de bruces contra el suelo. El cuchillo se le escapó y vino a mi pie como un perrito faldero. Lo cogí y me limpié la mugre de las uñas con una pose de autosuficiencia tal que el pobre chico pensó que estaba loco. Entonces, sí, salió de allí como alma que llva el diablo. Cogí el dinero y lo deposité en la caja. Luego reanimé a la dependienta. “Despierte, señorita”, le dije, mientras la incorporé y le ofrecí un vaso de agua. “¿Qué me ha pasado? ¿Y el ladrón? ?Es usted el ladrón?” “No señorita, no hay ningún ladrón. Me estaba atendiendo cuando de repente se desmayó. Mire la caja y lo comprobará.” La chica hizo lo que le dije y se quedó más calmada pero sin salir de la perplejidad. “Es… es verdad. No… no sé que me ha pasado. Juraría… que…” Cuando me marché la bella manceba (de farmacia) todavía seguía rascándose la cabeza y mirando una y otra vez el dinero de la caja….

Hasta que llegó el gran golpe que debería hacerme famoso del todo y trascender los límites de la notoriedad más allá de la gran ciudad donde vivía. Pero esta historia se lo cuento otro día.

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