Francisco Nieva: oro, plata y furia

José RiveroEn junio de 1960, Rafael Galiana publica un encomiástico artículo sobre la cultura provincial, que denomina pomposamente  La década aurea, 1950-1960. Y que resulta clarificador leer hoy, cincuenta y seis  años después y casi en vísperas de las bendiciones políticas en curso de las celebraciones de los XXV Años de Paz, superado el viento de la Autarquía, abordado el Plan de Estabilización y abiertas las puertecillas de la normalización política.
Texto el de Galiana en clave provincial, encaminado a realizar una exaltación de la cultura producida en esos años de inflexión político-social y de despegue cultural, merced a la visualización de todos (o de casi todos) sus artífices. En el recuento aparecen creadores plásticos y literarios, curiosamente nacidos en la década de los veinte. Con alguna salvedad, como García Pavón (1919) o Eladio Cabañero (1930). Pero el grueso de los restantes, Ortega, Guijarro, López Villaseñor, Úbeda, García Donaire, Parra, Fernández Molina, Pepe Díaz, Crespo, Gloria Merino, Fernández Arroyo, Fernando Calatayud y, por supuesto, Paco Nieva. Todos ellos, son y representan la pura cosecha de los años veinte. Una Década central en el devenir de la cultura española  y que años más tarde, daría pie a José Carlos Mainer  para llamar a esos años proto-republicanos como La edad de plata.

1memoriasEl caso de Francisco Morales Nieva (Valdepeñas 1927-Madrid 2016) es uno de los anotados en el recuento áureo de Galiana y resulta doblemente significativo en la medida en que el primer Nieva se mueve, inicialmente, en el ámbito de las artes plásticas, donde es capturado tempranamente por Ángel Crespo en la tomellosera revista Albores de espíritu, en 1948. Tiempos de aproximaciones postistas y tiempos de colaboraciones en Deucalión, la revista que dirigiera Crespo en Ciudad Real.

El salto de Madrid, donde huye de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, su interés inicial por la escenografía y de rebote por el teatro, quizás haya que seguirlo en el relato de Nieva en sus memorias Las cosas como fueron, publicadas en 2002. De igual forma que nos permite otear su estancia en París primero y más tarde en Venecia. Las referidas memorias de Pa­co Nieva, Las cosas como fueron  deben escrutarse desde la centralidad del recuerdo escrito y del olvido hablado, ya que se abrían, como suele ocurrir en este género literario, con no pocos in­terrogantes y se cerraban con algunas hipóte­sis desplegadas en torno a la valora­ción crítica del autor de Valdepeñas.

Interrogantes de muy diverso calado, porque no en balde con la visión es­crita del pasado, se sancionan mu­chas interpretaciones y se fija una vi­sión que se pretende definitiva. In­cluso el propio autor que revuelve en su pasado -con dificultad y con dolor según confesaba ese año, en las páginas de El País– y que trataba de ordenarlo desde el presente; ya establecía su diagnóstico y formulaba su propia síntesis en el horizonte de 2002. Que puede que sea similar al que podría haberse desplegado hasta ayer mismo.nieva1

Frente a esta reconstrucción memorialística del pasado –incluso del pasado desconocido, que no puede construirse, si no es desde premisas de un mestizaje con la ficción: “no me han pasado tantas cosas, sólo que las recuerdo muy bien” –contrasta la brevedad otorgada a sus años formativos. Esos años, madrileños ya, en los que Nieva es, tempranamente retratado por Ángel Crespo en el texto, ya citado, de Albores de espíritu en 1948, como un pintor ya ex-surrealista y hoy postista, y que ha labrado en su ciudad natal una amistad de añil y barro con el poeta Juan Alcaide. El surrealismo de Nieva que ­latiría, años después, en su Pintura del caos y en su Teatro furioso, era captado ya como una pieza fresca y temprana, por Crespo de forma anticipada. Años formativos recorridos por las miradas cruzadas por sus amistades con Ory, Chicharro, Fernández Molina, Ginés Liébana o con sus aproximaciones cinematográficas y escenográficas en el mundo CIFESA.

Tal vez por eso, por su impronta estética y su capacidad de aunar lo aparentemente diverso, Nieva, a juicio de García Garzón, resulta “un heredero contemporáneo y teatral de Goya. Un ilustrado que disfrutaba tanto con la ópera como con él género chico”. Justamente al que, el 29 de abril de 1990, dedicara su discurso de ingreso en la Real Academia Española –Esencia y paradigma del género chico– donde ocupó la silla J.

Y este carácter dual de lo popular y lo vanguardista, permanecen en el mundo de Nieva como parte de un conflicto. Y es que en su mundo creativo, vibran, el  progresismo racionalista del siglo XVIII, con el individualismo del Romanticismo y, termina con el deje rompedor de las vanguardias. Mientras, Nieva asume la escritura teatral como un gesto furioso e introspectivo. Autor casi secreto hasta 1971, cuando logró publicar Es bueno no tener cabeza.nieva-kovb-620x349abc

En 1976 aparece con un montaje, dirigido por Alonso, y  escenografía de Nieva, uniendo dos piezas de 1972, La carroza de plomo candente y El combate de Opalos y Tasia. Más tarde llegarían obras que lo lanzan al primer plano, como Sombra y quimera de Larra (1976), Malditas sean Coronada y sus hijas (1980), Coronada y el toro (1982), Te quiero, zorra (1988), Corazón de arpía (1989), El baile de los ardientes (1990) Entre sus últimos estrenos, destacan Pelo de tormenta, en 1997, aunque la obra fuera escrita en 1972.

Más tarde, el tercio final del  texto memorialístico citado, ya en forma de desenlace y conquista, y así lo denomina Residencia en el otro. De todos es ya conocido de sobra: un Nieva premiado y asentado en la Academia, autor teatral de éxito y escritor que formula, curiosamente, una fuerte transgresión dramática y escenográfica; pero que sigue siendo tercamente antimodemo en su prtensi´ñon romántica y elitista. Véanse sus lanzadas contra Antonio Saura: “toda la vida pintando con la misma estampilla”. O sus barruntos arquitectónicos, como demostraba hace unos años a propósito de la ar­quitectura moderna (Arquitectura del diablo); condenada esa Arquitectura moderna e incomprensible, desde el sillón académico al más feroz de los infiernos pantaélicos; al tiempo que establecía la brillantez (¿…?) de un arquitecto como Fernando Hi­gueras, autor del consistorio (¿brillante, también…?) de Ciudad Real.

Periferia sentimental
José Rivero

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