De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (16)

Manuel Cabezas Velasco.- Sancho miraba la ciudad de Valencia, cuando iniciaban su partida, con cierta melancolía. Se alejaban de tierra firme para comenzar una travesía con destino incierto. La posibilidad de arribar a las costas de Italia podía ser un primer paso. No obstante, el destino que estaba en la mente del heresiarca eran las tierras de Turquía, al otro lado del Mediterráneo. Mas aún quedaban en su memoria los postreros momentos en que tuvo que despedirse de la joven pareja, no sin cierto pesar. Y más lejos quedaba su tierra, mucho más lejos…

Plano de la Horca en la Plaza del Mercado (Valencia)
Plano de la Horca en la Plaza del Mercado (Valencia)

– ¿Sancho, dónde estás? ¿En qué piensas? – le preguntaba su amigo y consuegro Pedro González, aquel que pusiese en manos de su vástago Juan a su más preciada joya, su hija Isabel.

– Recuerdo a los muchachos que abandonamos a su suerte, pues nosotros sí hemos vivido lo suficiente para saber lo que se sufre. Ellos están en el comienzo de su vida – manifestó Sancho un poco pesaroso.

– Entiendo viejo amigo, aunque no podíamos hacer mucho más, pues en esta nave apenas teníamos espacio para nosotros y menos aún la travesía sería la más adecuada para la joven madre y su niño – respondía el converso Pedro tratando de animar al apesadumbrado Sancho.

Pedro González recordaba la relevancia del hombre que le acompañaba. Era poco antes de los preparativos de los esponsales de sus dos vástagos. Nunca creería que alguien tan importante hubiese estado obligado a huir de la justicia. Sin embargo, no desconocía las envidias despertadas entre los cristianos viejos y su arma arrojadiza, la muchedumbre de campesinos fáciles de exacerbar.

– Buenas tardes señor de Ciudad, ¿qué desea? – preguntó Pedro González de Teva al heresiarca Sancho de Ciudad.

– Como bien sabe, el hijo que me acompaña, Juan, está interesado en contraer matrimonio con su hermosa hija, Isabel, y querría ponerme de acuerdo con usted para iniciar los trámites de la ketubbá, siempre manteniendo la discreción necesaria, pues algunos de los que creemos nuestros amigos, no lo son tanto – Sancho le indicaba a su correligionario Pedro cómo tendrían que ser las negociaciones de la boda de sus hijos no dando pábulo a que los cristianos nuevos chivatos conociesen los detalles del compromiso, que debía celebrarse con ciertas medidas precautorias.

– No hay inconveniente en que se inicien las gestiones, puesto que tengo muy buenas referencias de vuestro retoño, señor De Ciudad – respondió cordialmente Pedro González al regidor y recaudador Sancho, teniendo muy en cuenta que el compromiso que iban a adquirir de emparentarse no debía estar en boca de personas que no fuesen de su más plena confianza.

– Estamos, pues, de acuerdo en comenzar a redactar el contrato, ya que mi joven hijo no para de dar vueltas por la casa pensando en su hermosa y, más aún, joven Isabel – respondió Sancho estando de acuerdo, y emplazando a González de Teva para verse en otra ocasión, pues en ese momento había asuntos que le requerían en el concejo y el resto de sus variadas actividades.

La fusta se adentraba en las tranquilas aguas del Mar Mediterráneo, tratando de iniciar un itinerario de huida sin billete de vuelta. La voz de alarma de los fugados estaba en conocimiento de la justicia civil. La Inquisición también estaba al acecho de los fugitivos. La cabeza del jefe de herejes, Sancho de Ciudad, era muy apreciada por los jueces del Santo Oficio. La suerte de los huidos dependía de que su fuga tuviese un final feliz. Demasiados enemigos se había granjeado el heresiarca como para no acelerar su escapada. Era ahora responsable de sus familiares más directos, su mujer, su hijo y esposa, y sus consuegros.

– Sancho, ¿en qué piensas? – le preguntaba María Díaz, su amada esposa, pues sabía que su rostro tan cabizbajo era causado por algún problema que él mismo quería resolver.

– ¡María, tú siempre tan atenta! Nunca se te escapa nada – reconoció el converso la preocupación de su dama.

– ¿Cómo no habría de ocuparme y preocuparme de quien ha sido el timón y el ancla de mi vida y de nuestra familia? ¡Siempre has estado presto para ayudar a los tuyos, dando la cara frente a cualquier problema! – respondía su señora emocionadamente, pues desde niña se había fijado en la valía de su marido. No había dudado en ningún momento de que era el amor de su vida. Tampoco que era un hombre muy especial. A pesar de su rigor, sobre todo en el cumplimiento de la ley mosaica, nunca había abandonado a su suerte a quien le pidió ayuda.

– ¡Mujer, sólo cumplía con mi obligación! Tenía que proteger lo más valioso que poseía: mi familia. No se trataba de las posesiones, nuestra torre, las viñas, las prebendas recibidas por los impuestos o mis negocios, eráis vosotros lo primero… y aún sigue siéndolo – contestó tajante a la par que agradecido.

– Está bien, pero ¿me dirás lo que ahora te preocupa? – insistía mirándole a los ojos y de forma cariñosa.

– Cuando hablaba con Pedro le referí que no sabía qué suerte les depararía a los jóvenes Ismael y Cinta, que aún tenían un largo trecho que recorrer en sus vidas. Luego ya nuestra conversación continuó por otros derroteros y estoy recordando cómo estarán nuestros hijos, aquellos que no pudieron venir. Sólo con ver a Juan, ya los echo de menos – la melancolía había teñido la respuesta del esposo a su amada.

– Siempre serás lo más importante de mi vida. Los jóvenes que abandonamos quizá no tendrán buena suerte o quizás sí. Eso ya no depende de nosotros. Tomaste una decisión, que fue dura. Yo siempre te apoyaré en todo. Los que te acompañamos siempre confiaremos en ti. Nunca lo dudes – Sancho recibió con gozo las enormes palabras de apoyo de su amada.

La conversación entre los esposos concluyó con un cariñoso y prolongado abrazo, pues ambos sabían las dificultades del trayecto que estaban iniciando. Llevaban muchos recuerdos a sus espaldas, pero habían salvado sus vidas de un proceso inquisitorial gracias a unos amigos. Los Hombres de la Cruz no dudarían de quemarles en la hoguera en cuanto tuviesen ocasión de apresarles. Además, la Inquisición no estaba demasiado lejos, pues apenas llevaba un año de su llegaba a la localidad levantina. Por todo ello, la huida se hacía inevitable, sin mirar atrás. Las zonas de ajusticiamiento, la horca, están cerca. Ellos surcaban el mar, aún en calma, pero alejándose poco a poco de aquellas amenazas.

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– ¡Padre, padre, están llamando a la puerta! ¡Parecen ser los del brazo secular! – avisaba con premura y asustado el joven al maduro impresor.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué gritas tanto a estas horas de la noche? – le respondió malhumorado el adormilado responsable de la imprenta.

En ese momento, con un gesto de guardar silencio, el joven se dirigió a su padre en voz baja:

– ¡Padre, guardad silencio un momento, nos buscan! – le indicaba con sigilo el hijo a su padre. Con un gesto afirmativo el padre comprendió y le indicó que permaneciesen en silencio.

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