Novelista de hoy, poeta de siempre

Juan Van-Halen.- “Es muy grato para mí intervenir en este acto, en el que me he reencontrado con viejos y entrañables amigos, y cito en representación de todos, por no cansaros con una enumeración precisa, a Rafael Soler, excelente escritor y gran persona”. (Juan Van-Halen en el Café Comercial de Madrid)
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Escribió Cervantes que había que considerar la gratitud entre los placeres; esta tarde adquiere, una vez más, veracidad ese juicio. Mis primeras palabras deben ser un testimonio del placer de mi gratitud a Miguel Galanes, viejo y buen amigo, compañero de tantas aventuras literarias, por haberme invitado a participar en este acto del bautismo madrileño de su primera novela “Cauce de la desolación”. Gracias, Miguel.

El primer compromiso de un presentador ha de ser no desvelar la trama de la novela que presenta; supondría algo parecido a adelantar al futuro lector quién es el asesino en una obra de Agatha Christie. No caeré en ese error impropio y descortés, pero no es menos cierto que el amable auditorio espera algunas claves y reflexiones, por pobres que sean, sobre el autor y la obra que, por así decirlo, se viste de largo esta tarde.

Nuestro novelista de hoy es el poeta de siempre. No es la primera vez que apunto que los poetas suelen ser buenos novelistas y en menos ocasiones ocurre lo contrario. Serían muchos los ejemplos a recordar desde aquella confesión del impar creador, no ya de historias sino de mundos, que fue Cervantes: “Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo…”. O Baroja, cuya obra poética es prescindible. O, para mirar más acá, Auster que se inició en el verso y, por fortuna para los lectores y admiradores de sus novelas entre los que me cuento, no ha logrado emocionar en sus intermitentes regresos a la poesía.

Miguel Galanes es un poeta veterano y celebrado, con obra importante y de muy ricos registros. Un poeta que sabe bien con Gerardo Diego que “la poesía es verdad o no es”, coincidiendo con Vicente Aleixandre que nos dejó dicho: “No hay artificio; hay verdad; nada queda en sombras; el poema es claridad”. Esa verdad, esa claridad del Miguel Galanes poeta, se traslada al Miguel Galanes novelista. Pero incluso en el título de su novela se ha acogido a las claves de su poesía ya que “cauce de la desolación” aparece en un verso definitivo y definitorio, de su libro “Añil”, que en aquel momento fue una voz de alarma, casi una provocación. Ese “cauce de la desolación” no sólo invoca a un rio y su peripecia desolada; invoca a la vida, a la tierra, a los hombres de esa tierra que la miman, la trabajan, la padecen, la aman.

Presentamos una novela cuajada de autenticidad. Y es una narración compleja, difícil en cauce y desembocadura. No coincido con Borges cuando nos habla de “la facilidad de lo complejo”. Lo complejo aparenta ser fácil, cuando el autor acierta, como es el caso, pero sólo a quien crea le es dado conocer el coste y las angustias del alumbramiento de su criatura. Y ello es aún más evidente cuando hablamos de una novela ligada expresamente con la tierra que es nuestra tierra, la tierra del autor, con los desvelos, angus-tias, esperanzas e ilusiones que han hecho madeja de nuestras vivencias y sueños para desovillarse en unas páginas que ya no son de uno, de quien las escribe, sino de todos, en el ejercicio cómplice de la lectura.

El autor ha ido construyendo esta historia a través de no pocos años, como un reto. Recordemos de nuevo a Borges: “Si no escribo siento una especie de remordimiento”. Miguel Galanes tenía que escribir esta novela. Se la debía a él mismo y probablemente nos la debía a todos. A sus lectores y a los hombres de su tierra, de su tiempo, de su vida. Se la debía a Lemiday, su pueblo ficticio pero evidente y que él conoce tan bien, tanto como él García Márquez conocía Macondo, o Clarín conocía Vetusta. En ambos casos -las novelas de Macondo y la novela de Vetusta- se ha escrito que fueron palancas de expiación, de purificación para una realidad y unas circunstancias vividas muy en lo hondo que sus autores no se permitieron obviar. “Cauce de la desolación” tiene mucho de ese grito interior.

La novela que presentamos hoy es de las que Baroja llamaba de “gran cabotaje”, él que prefirió normalmente las que no superaban las trescientas páginas. Ahora se llevan las novelas gruesas, a veces por mero interés edito-rial, por el mercantilismo rampante y desolador de nuestra realidad, de nues-tra sociedad, que también y tan bien se refleja en “Cauce de la desolación”, pero no es el caso de la novela protagonista junto a nosotros de esta tarde. Miguel Galanes ha escrito una historia y ha llegado hasta dónde debía. Ha llegado en un viaje eminente de gran literatura. Hablando con un novelista muy amigo, compañero hace años en lides periodísticas, me permití comentarle que en sus últimas novelas podía prescindirse de un centenar de páginas que, sin sobrar, no añadían situaciones fundamentales a la trama. Él es quien me habló de los intereses editoriales que, como digo, nada tienen que ver con “Cauce de la desolación” en la que no sobra una página. Esa es otra virtud de la narrativa de Miguel Galanes: trenza una historia sin fisuras, que encaja como un puzle, resulta verosímil, real, y nos lleva en volandas a través de cada una de sus páginas, comprometidos con lo que se nos cuenta en ella y desde ella. Son trozos bien ahormados de una realidad que no pierde nunca interés.

“Cauce de la desolación” es una novela coral, a la manera de “Manhattan transfer” de Dos Passos, o de “La colmena” de Cela. Una novela-río que so-bre los protagonistas: Pedro, Iluminado de Néminis, tantos otros y tan bien trenzados física y psicológicamente en la ficción, tiene como protagonistas esenciales y conductores a la Naturaleza y al tiempo. La defensa de la Natu-raleza es una responsabilidad de nuestra época, una llamada ineludible. Como Miguel Galanes, sentí esa llamada hace muchos años, cuando a principios de los ochenta fundé “Ecología y Sociedad”, una revista que perdió dinero pero movilizó voluntades cuando aún el medio ambiente no es-taba de moda.

El narrador de “Cauce de la desolación” está ahí, en tercera persona, avizorando la realidad y contándola; sólo al final se nos presenta en primera persona, desde el propio protagonismo de la desolación, la frustración, la de-manda no escuchada. Es como si -contrapunto de Pedro- Iluminado de Néminis, el poeta, el de los “visos volanderos”, que tiene mucho que ver con el autor de “Añil”, hubiese desembocado de pronto, vivito y coleando, en la trama de la que forma parte y dándole un tirón de la manga a Miguel Gala-nes le hubiese exigido más papel.

La Mancha está presente, diría omnipresente, en la novela, de modo que el autor sólo podría ser manchego. Paisaje, paisanaje, incluso decires, palabras, seguiriyas manchegas que el tiempo mimó, afloran en sus páginas que guardan jugosas reflexiones oportunas -supongo que inoportunas para los políticamente correctos- sobre las interrogantes que encierra el progreso, y que nos desvelan con sabiduría el contraste entre la vida rural, muchos de cuyos valores se apagan o se han apagado ya, y la vida urbana, ese carna-val de hipocresía, avaricia y apariencia que no sabemos en qué dará pero nos lo tememos.

Miguel Galanes sabe de lo que escribe y lo escribe muy bien. La tensión narrativa se mantiene, los personajes están vivos, no son de cartón piedra, y lo que nos cuentan tiene el sentido de lo vivido. José Hierro nos dijo: “Lo que yo he escrito son fotografías de momentos de mi vida”. El poeta Miguel Galanes pudo haber dicho lo mismo, y como novelista puede reiterarlo. Estas páginas son vida. ¿Qué debe ser una buena novela sino eso?

Recuerdo una entrevista primeriza que le hice a Camilo José Cela hace muchos años, cientos, y que gustó mucho en el diario ya desaparecido al que iba destinada -que por cierto se editaba a menos de cien metros de este histórico y literario Café Comercial-, y gustó sin duda porque dejé hablar al escritor y me limité a transcribirlo, pues ya se sabe que las entrevistas afortunadas las salva el entrevistado y las cobra el entrevistador. El más de veinte años después Premio Nobel me dijo que las novelas se escriben a sí mismas, los personajes toman la batuta de la narración y al final las situaciones sor-prenden al propio autor. En mi única experiencia como novelista con una obra que tuvo fortuna al final de los ochenta en el Premio Plaza & Janés, comprobé que Cela tenía razón. Probablemente Miguel Galanes haya conocido esa misma experiencia, que sorprende más al autor cuando es un poeta pasado a novelista.

Desde “Cauce de la desolación” Miguel Galanes ya no es sólo el gran poeta admirado; es, además, el novelista autor de una excelente novela que debe llevarnos a esperar otras. Miguel: no seas perezoso como lo fui yo que tras aquella novela de los ochenta no culminé ninguna otra, por más que empecé varias y avancé en alguna. Ofrécenos tu poesía pero no nos prives de tu narrativa.

La que presentamos esta tarde es una gran novela, una obra, además, cuya lectura nos hace mejores; por así decirlo, nos conciencia. Porque tiene mu-cho de filosofía de la vida en un tiempo ralo de ideas, desnortado y en tantos aspectos hueco. “Cauce de la desolación” es un grito que resulta vivificador escuchar. Da vida, como el agua acallada por los hombres que la Naturaleza echa de menos en tu tierra que, no lo dudes, es la tierra de todos.

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