De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (37)

Manuel Cabezas Velasco.- La conversación continuaba entre Sancho y María allá en la torre del heresiarca. De ella se desprendían los anhelos de tornar a tierras orientales en las que poder ser judío sin necesidad de ocultamientos. De Sancho ya eran conocidas sus manifestaciones de profesión de fe mosaica, incluso poniendo en riesgo su propia vida. De María era más conocida entre la comunidad conversa dicho deseo de tornarse judía para alcanzar las costas de Constantinopla. Esa fe en ambos les haría ser respetados entre los suyos, aunque también levantaría aún más odios y rencillas en los cristianos nuevos, e incluso en algunos de sus correligionarios.

Restos del Palacio Ducal de Híjar
Restos del Palacio Ducal de Híjar

La planificación de una posible marcha de Ciudad Real había sido transmitida a Sancho por parte de María. El peso de ambos en la comunidad les hacía tenerse un respeto mutuo a la hora de tomar ciertas decisiones que afectaban a sus compañeros de fe. María había dejado clara su posible destino, pero Sancho acababa de regresar de Toledo y aún se tenía que poner al corriente de sus diversos asuntos pendientes. Era regidor, arrendador de alcabalas y tercias, propietario de viñas y otras tierras. Todo ello debía quedar en buenas manos en el caso de una nueva ausencia, pero cuál sería su destino. Esa pregunta le había lanzado “la Cerera” al anfitrión cuando el siempre locuaz y oportuno Juanillo había hecho acto de presencia.

– Respecto a tu pregunta, María, ¡aún no veo clara la necesidad de abandonar a mi familia e irme en tan larga huida! ¡Acaso me fuese posible encontrar algún destino más cercano! ¡Aún tendría que consultarlo con los míos y comprobar los pros y los contras de mi nueva decisión! ¡Te tendré al corriente de alguna y hora forma, aunque ya sabes que debemos mantener ciertas medidas de discreción para que nadie diese aviso de nuestro posible paradero! ¡El joven Juanillo te entregaría alguna información al respecto si no nos viésemos antes! – con ello respondía a la decidida pregunta de María.

La noche había transcurrido en un suspiro, entre chanzas y anécdotas que contar. Los contertulios no paraban de profesarse respeto mutuo y gran admiración, a pesar de que las formas cómo manifestaban su fe tuviesen, a veces, notas discordantes.

Los primeros rayos del día habían iluminado las calles de Ciudad Real. Poco antes de tan magnífico fenómeno diario, María Díaz había emprendido el regreso a su casa de Monteagudo, no sin antes despedirse de su compañero de armas, Sancho de Ciudad. En la torre homónima, el heresiarca habíase quedado pensando en cuál sería el posible destino si la situación en la ciudad le abocaba de nuevo a ello. Tendría que hablar con su amada María. Si buscaba la protección cercana de los calatravos, debíase poner en contacto con sus amigos Diego y Rodrigo para que le informasen de la posible protección con la que podría contar. Acercóse al dormitorio cuando la dama de la casa comenzaba a contemplar cómo la luz de un nuevo día penetraba en dicha estancia. Al estar frente a frente, su amada le esbozó una sonrisa y con un leve gesto con la mano le invitó a acompañarla al lecho.

Había sido mucho tiempo de ausencia el que María estaba sin tener entre sus brazos a su amado esposo. No quería volver a perder más tiempo, pues sabía que las diversas visitas que recibía últimamente le hacían torcer el gesto nada más salía de su despacho. Entonces le dio un enorme beso y ambos se hicieron uno durante las horas que transcurrían de la mañana.

No sería necesaria la interrupción en la estancia principal de los esposos, pues Juanillo ya había avisado a todos los que trabajaban a las órdenes de los dueños, de que no fuesen molestados salvo si la ocasión lo requería. Cuando llegó la hora de la comida, María y Sancho aparecieron con un renovado semblante para reponer las energías consumidas. En la cocina ya se sabían los gustos certeros de los comensales. Doña María era muy concienzuda y tenía por costumbre planificar las diversas comidas para días posteriores. La ingesta de ambos transcurrió sin apenas articular palabra. Ya se había dicho todo con un gesto, una mirada, una caricia o un beso. Habían soportado durante años la incomprensión de muchos enemigos y agradecido la admiración de muchos de sus vecinos. Debían estar preparados para una nueva huida. Quizá fuese a la cercana Almagro, aunque debían tener todo preparado para travesías de mayor distancia.

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El trajín de los tipos hebraicos no hacía que Eliezer se rindiese jamás en pos de poder ver impresa la Torah en la localidad de Ixar. Su joven discípulo siempre estaba cerca de él, para todo lo que necesitase. Siempre recordaba cómo sus malos actos de juventud le habían llevado a tan remota población. En un principio hubiese parecido de todo menos suerte el encontrar allí su nueva vocación tipográfica, además del ejercicio de la medicina para el que siempre se vio destinado.

– ¡Muchacho, acércate, hagamos un pequeño descanso y me vas contando la suerte que corriste en la huida con tu amada! – dirigióse a Ismael que andaba enfrascado en no sé sabía qué cosa. La noche le había parecido placentera, quizá demasiado, pues en el nuevo día su cabeza apenas se encontraba lejos del lecho en el que, con su hijo y su amada, había reposado la noche anterior.

– ¡Cierto es, Eliezer, que la nuestra fue una suerte inesperada! ¡Marchábamos unas leguas lejos de la ciudad donde residía mi amada, Ciudad Real, cuando algunas acémilas y carromatos llegaron hasta nuestra altura! ¡La sonrisa de una dama surgió tras de un cortinaje que la cubría y, tras comentar algunas palabras al oído de un hombre serio y que parecía ser su esposo, haciéndonos un guiño nos indicó que nos acercáramos! ¡Así era, pues el que llevaba las riendas del carromato era su esposo! ¡Era conocido como Sancho de Ciudad! ¡Su fama de hombre recto y fiel a su religión le precedían, aunque su gesto en un principio nos hiciese pensar, a Cinta y a mí, en lo peor! ¡Nada más lejos de la realidad, de los labios de la dama, que era conocida como María Díaz y esposa del caballero en cuestión, se había desprendido la petición de que fuésemos acogidos en su carromato, sobre todo al ver la figura de mi amada y, como mujer experta que era, el estado avanzado de gestación en el que parecía encontrarse! ¡Después vendrían días de mucho trasiego, hasta que llegó el momento en que mi amada Cinta necesitó parar y traer al mundo a la criatura que nos llena de gozo desde entonces! ¡Cómo no, la persona que se encargó de que la futura madre no tuviese ningún problema con el bebé, sería doña María, la esposa del que estaba a la cabeza de un grupo de conversos que también estaban huyendo!

– ¡Dichoso eres, muchacho! ¡Cuida lo que tienes, pues con los tiempos que corren y, como ya decía el poeta romano Horario: Carpe diem, quam minimum credula postero! ¡Para que lo entiendas, que exprimas cada momento de tu vida como si del último se tratara, tanto con tu amada como con tu hijo! ¡… Y enhorabuena! ¡Cierto es que aún me das envidia! Pero si no estáis casados ¿cómo os conocisteis y dónde está el marido de la joven madre? – Alantansi, aunque inquisitivo, estaba gozoso por la azarosa situación que favorablemente habían superado los jóvenes, sin embargo deseaba conocer mucho más.

¡Gracias maestro, mas quizás también lo podríamos aplicar a la imprenta y a su gran anhelo: la impresión de un Pentateuco! ¡Aunque ya sabe que esos signos no los conozco, aunque estaré encantado de ayudarle! – respondió presto y solícito, provocando una leve sonrisa primero, a sabiendas que la conversación y el asueto duraban demasiado, y una enorme carcajada después en el maduro impresor al ver que los consejos dados nunca caían en saco roto si iban destinado al joven Ismael, tal y como le había advertido su gran amiga Mariam.

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