De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (51)

Manuel Cabezas Velasco.- El pronóstico del avezado marinero se tiñó del peor de los designios. El cielo no terminaba de despejarse. El avance de la fusta abocábales a tener que lidiar con una más que posible tormenta. Nada bueno parecía vislumbrarse entonces para los que ocupaban la embarcación.

Imprenta de Gutenberg
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– ¡Don Sancho, necesito su ayuda! – oyóse una voz al otro lado de la nave. La voz era familiar para el heresiarca. No podía ser otro que el patrón que trataba de avisarle.

En ese momento, los conversos vieron cómo se erigía Sancho y dirigía sus pasos hacia la llamada de Núñez. Las sonrisas que habían llenado los rostros de los integrantes del grupo se tornaron en gestos mucho más serios. María, la esposa de Sancho, empezó a preocuparse, aunque bien sabía que su esposo nunca dejaba nada al azar y que de la anterior conversación con el marinero las noticias no habían sido nada halagüeñas, por lo que ahora parecía que todo podría complicarse.

– Aquí me tenéis, señor Núñez. Me imagino que los peores pronósticos se han cumplido. Las nubes no se disipan y nos enfrentaremos a una tormenta. – dirigióse Sancho al patrón de la fusta.

– Así es, mi señor De Ciudad. No lo puedo contradecir pues eso mismo es lo que podría ocurrir. Debe avisar a los suyos para que estén bien resguardados y bien sujetos para evitar cualquier caída fuera de la embarcación. Aún quedan unas horas para que nos sobrevengan aquellas nubes tan negras, pero sólo las podríamos evitar si diésemos marcha atrás, lo que no está en sus planes, tal como me indicó en el puerto – respondió preocupado Juan Núñez.

– Cierto es que debemos avanzar, no quedan otras opciones. Habrá que disminuir en lo posible aquellos daños que la tormenta nos provoque. Os agradezco vuestra presteza. Voy, pues, a decírselo a los míos – entendiendo la complicada situación, Sancho dejó solo al patrón del barco, por unos instantes, para regresar más tarde en cuanto diese la triste noticia.

A paso acelerado atravesó la embarcación el preocupado jefe de herejes. El grupo de conversos habían contemplado la escena entre el marinero y su correligionario. Esperaban cualquier tipo de noticia, pero nada bueno llevaba reflejado en el rostro el otrora regidor y arrendador de alcabalas y tercias.

Llegando a la altura del grupo, su amada María levantóse y se convirtió en la portavoz que inquiriría una respuesta sincera a su marido.

– ¿Qué ocurre, amado mío? ¿A qué tantas conversaciones con el señor Núñez últimamente y con gesto tan preocupado?

– Nos adentramos en una más que probable tormenta entre esta noche y mañana. Difíciles serán las circunstancias. Debemos ponernos a buen recaudado. Hay que atar todos los enseres que merezcan la pena conservar y, en cuanto a nosotros, asirnos lo más fuerte posible y esperar que Adonai nos proteja – manteniendo el imperturbable gesto, Sancho comunicó las malas noticias a sus compañeros de fuga sin entrar en lindezas y poniendo todos los puntos sobre las íes.

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“Tortuosas fueron las circunstancias que nos acontecieron cuando el marqués de Villena levantóse para combatir las pretensiones de los monarcas católicos de ceñirse el trono de Castilla para sí, defendiendo igualmente la legitimidad de derechos al marquesado de Santiago que creía tener tras la muerte de su difunto padre don Juan Pacheco.

Tras el deceso del otrora soberano Enrique el cuarto, su hija conocida como la Beltraneja, doña Juana, había sido cuestionada en sus aspiraciones a la corona del reino que la vio nacer.

La protección de la que gozábamos por parte del maestre de Calatrava nos hizo inclinarnos a luchar por la causa de la joven en contra de su tía Isabel.

Los vaivenes de los últimos años de su padre don Enrique habían puesto a nuestra comunidad en cierta desventaja respecto al ejercicio de cargos públicos, viéndonos arrebatados de los mismos, que serían ocupados por otros conocidos como cristianos viejos. En mi caso, parece ser que un tal Álvaro Gaytán tuvo esa dicha.

Mas nuestras dificultades no se ceñían sólo a la pérdida del cargo de regidor en el concejo municipal. Nuestras posesiones, bienes tanto muebles como inmuebles, los arriendos que obraban en nuestro poder, las tierras, todo estuvo sujeto a la confiscación por habernos sumado a la causa beltranista. Y, sobre todo, por ser fieles a nuestras creencias judaicas.

A pesar de ello, no consiguieron hacernos amedrentar ni renunciar a nuestras convicciones, aunque hubiese deshonrosas excepciones. Nuestra ley mosaica seguía gobernando nuestras vidas. Con ciertas reservas seguíamos nuestras festividades: el Sabat, el Purim, leíamos la Torah, orábamos cuando teníamos ocasión.

Así transcurrían nuestras vidas, aunque ya habíamos tenido que abandonar nuestra amada Ciudad Real y ampararnos bajo el cobijo de los amigos almagreños. Nunca podré agradecer lo suficiente la inestimable ayuda de mis muy apreciados Diego de Villarreal y Rodrigo de Oviedo. Jamás podría pagar en lo que me reste de vida la protección que nos brindó el maestre…”

Nuevamente el joven Ismael había aprovechado un pequeño descanso en el taller tipográfico para bucear en la historia que Sancho de Ciudad contaba en los papeles que le confió. Y de nuevo se vio sorprendido por aquel que ya consideraba como un hijo: Eliezer.

– Muchacho, volvamos con el presente, pues lo que se encuentran en esas páginas nadie lo puede remediar. Algún día haremos sentido homenaje a la figura de hombre tan insigne. Regresa pues al hogar en el que hoy estás: Ixar. Al lugar donde hoy trabajas: la imprenta. Acompáñame, pues debo contarte algo – reclamando su atención, el maduro impresor recargó su discurso para que el aprendiz continuase con las tareas que había abandonado.

– Perdóneme, Eliezer. Siempre que me enfrasco en algunas de estas hojas es como si me transportaran a aquella ciudad y las vidas que conocí estos años atrás. Don Sancho era un hombre de una talla sin igual. No parecía tener miedo a pesar de los enemigos que le acechaban. Pero, aun así, de poco le sirvió pues tuvo que huir para salvar su propia vida. Bien sabe Dios que le deseo que en su viaje por el mar la fortuna les haya llevado a buen puerto – volviendo a la conversación con su maestro, explicaba el por qué de sus ensoñaciones.

Ambos se pusieron manos a la obra, aunque había otras miradas que no eran tan condescendientes en el taller. Tanto Zalmati como ben David le habían prevenido de que la relación con el cristiano no le causaría nada más que problemas a Alantansi. Aunque el médico – impresor no podía dejar en la estacada a un muchacho tan leal, por muy cristiano que fuese. Además, Zalmati era un auténtico hombre de negocios que se había instalado en Játiva. Se había dedicado al comercio de tejidos, pieles o esclavos. También sabía de oro y piedras preciosas. El que fuese el socio capitalista en una empresa en ciernes como la de un taller tipográfico no era para perder su dinero – la presencia del muchacho no siempre le era de su agrado –, pues ya tenía experiencia en estas lides tanto en Valencia como en Murcia de la mano del orfebre e impresor Alfonso Fernández de Córdoba. Aunque sus vidas se habían separado y el orfebre continuaba por tierras levantinas cuando Zalmati emprendería la aventura que le llevó a Ixar.

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El enrarecido clima que se había adueñado de la vida de Ciudad Real en octubre del año de nuestro señor de mil cuatrocientos setenta y cuatro, parecía que tenía visos de una pronta solución. Se establecieron medidas para que los cristianos viejos y los nuevos desarrollasen una vida en común con cierta normalidad. Se habían restituido los bienes y posesiones que los conversos habían perdido en los motines.

Sin embargo, la tranquilidad no llegó a Ciudad Real en esos momentos, más bien todo lo contrario: el hijo del difunto don Juan Pacheco, Diego López Pacheco, actual marqués de Villena, se había levantado en armas contra los poseedores del trono castellano: Isabel y Fernando. En su ayuda habían acudido tanto sus primos, hijos ambos de don Pedro Girón, el maestre calatravo, Rodrigo Téllez Girón, y el Conde de Ureña, don Alonso, como su tío, el arzobispo toledano don Alonso Carrillo, a los que se sumarían algunos nobles del reino.

Y, además, su primo, el maestre de Calatrava, recordaría cómo Sancho IV hizo donación de la otrora Villa Real a la Orden cuando él era infante, allá por el año de mil doscientos ochenta, para reivindicar la conquista de Ciudad Real. Dentro de la misma contaba con algunos partidarios, sobre todo conversos, que habían sido depuestos de sus cargos públicos. Entre ellos se hallaban hombres tan destacados como Juan González Pintado, Sancho de Ciudad, Diego de Villarreal o Fernando de Torres.

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