De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (59)

Manuel Cabezas Velasco.- Sancho aún le daba vueltas al futuro que les depararía su regreso a tierra firme. Habían pasado casi cinco jornadas desde que se alejasen de las costas levantinas, partiendo de su puerto en la fusta, llenos de esperanza y alegría. El destino no parecía haberles llevado a su Tierra Prometida, sino más bien todo lo contrario. El regreso a tierras de las que huían parecía como una más de las pruebas a las que Adonay había sometido a este grupo de conversos.

Impresor en la prensa
Impresor en la prensa

Por ello, la fe en su suerte no debía mostrar ahora ningún signo de flaqueza, alejando para ello cualquier sombra de duda y de temor que se propagase al resto de los tripulantes. A pesar de todo, en la cabeza de Sancho rondaba un posible triste final a tan azaroso viaje en cuanto pusiesen los pies en el suelo que abandonó días atrás. La vida de enfrentamientos con aquellos que trataban de imponer el credo cristiano y de los que simulaban profesar la fe siguiendo los preceptos mosaicos que habían resultado traidores a la misma, le había llevado a tener enconados rivales entre los lindos y sus secuaces.

Sin embargo, ya poco podía hacer el heresiarca para camuflar la adversa situación en las que se encontraban sumidos. Sólo cabía una solución firme para enfrentar el forzado retorno a la ciudad de Valencia, y el grupo estaba expectante, a la espera de la decisión que su líder habría de proponerles.

– Queridos y estimados esposa, hijo, hija, consuegra y consuegro. Poco os podré mostrar como novedoso y esperanzador a pesar de la confianza que tengáis depositada en mí. Debemos ser realistas ante lo ocurrido. Valencia nos espera sin remisión. No sabemos si para acogernos como a unos hijos descarriados que regresan al hogar en busca de cobijo o para recibir un severo castigo por las acciones realizadas – en un tono serio, más bien pesaroso, se dirigió Sancho a sus compañeros de travesía.

– Entendemos la realidad de la situación, querido padre. Asumiremos la responsabilidad de nuestros actos, aunque, si es posible, deberíamos resguardarnos de aquellos que mal nos deseen e infrinjan. Habrá que pensar en el nuevo miembro de la familia que está por llegar, mi hijo, y en la salud de la futura madre, mi esposa. Sólo pido a vos que, haciendo uso de su habitual buen juicio, nos conduzca a un lugar seguro para ello. Siempre estaré eternamente agradecido por el amor que mi madre y usted han volcado en su progenie, y más aún por el voto de confianza hacia mí refrendando al ser elegido para acompañarle en esta travesía que tantos buenos auspicios nos brindaba – intervino animoso el joven Juan, hijo de Sancho y María, esposo de Isabel.

– No puedo nada más que respaldar lo que acaba de decir tu hijo, amigo Sancho. Mi hija Isabel y el futuro retoño es lo más importante en estos momentos. Tu fortaleza y buen juicio por el que siempre has liderado cualquier empresa en la que te hallabas es de sobra conocida. No hay ninguna objeción a cómo nos condujiste hasta aquí. Las pruebas a las que Adonay a veces nos somete nos han llevado, en esta ocasión, a regresar a puerto. La fusta en la que partíamos hacia el Oriente necesita serias reparaciones que nos obligan a tomar tan ineludible decisión. Totalmente de acuerdo en refrendar lo que tengas a bien proponernos. Mi familia es la tuya, no cabe más que decir – el tercer miembro varón, serenamente don Pedro González intervino entonces.

Presentes se hallaban igualmente María, Isabel y su madre y corroboraron la decisión que habían tomado sus esposos respectivos. La joven tenía demasiado en qué pensar, pues su estado era quien hacía de guía a la hora de tomar las decisiones y los varones del grupo habían estado de acuerdo en esa cuestión. Las futuras abuelas, mientras tanto, sólo pensaban en mimar a la futura madre primeriza para evitar cualquier cambio brusco en el estado de salud de la joven.

Mientras el grupo de judeoconversos estaba pensado en las consecuencias que su forzado regreso les depararía, el naviero cántabro Maese Núñez trataba de encauzar la llegada al puerto, manteniendo a flote la nave a pesar de los cuantiosos daños sufridos.

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Mientras María Díaz “la Cerera” se había convertido en la líder espiritual del grupo de conversos ciudarrealeños que abandonaron su tierra con dirección hacia tierras cordobesas – a pesar de las envidias que había despertado en el rabí Fernando de Trujillo, y de que había otros miembros destacados de la comunidad entre ellos –, los preparativos de la marcha de Sancho de Ciudad, Juan González y Juan Martínez habían comenzado eligiendo por destino la vecina Almagro. Entre otros, allí les esperaban sus amigos Diego de Villareal y Rodrigo de Oviedo.

Sin embargo, a pesar de las cautelas que debían guardarse por el peligro que suponían, la estricta fe de Sancho aún la ponía de manifiesto haciendo gala de sus creencias en la ley mosaica, de ahí cómo las visitas que grupos de conversos a la torre existente en su residencia así lo atestiguaran donde rezaban como judíos, entre otros, Sancho y su mujer María Díaz, su hija Isabel, mujer de Alonso de Hoces, su hijo Juan, su sobrina, mujer de Alvar Díaz el lencero, o Inés, señora de Juan de la Maza.

Igualmente sucedía cuando él mismo visitaba otras casas. Así ocurriría en la casa de Juan Calvillo, reconocido creador de zapatos y borceguíes y fiel observador de las miswot, en la que, habiendo sido acompañado por Diego de Hinojosa, pidiera agua a la entrada de la misma. Una vez más, Sancho no renunciaba a sus principios. Era judío, puro judío. No importaba que le confiscaran bienes procedentes de las alcabalas. Que estuviese perseguido por el recién llegado licenciado don Tomás de Cuenca. Era él mismo. Su naturaleza le conducía a seguir adelante por aquella senda. Pertenecía a la estirpe judaica y no había más que decir. Todos los que le conocían sabían de su carácter inquebrantable. La primera su propia amada María. Los demás, tanto los más cercanos como los que le conocían de oídas, también sabían de sus convicciones. Todo ello suponía un duro pesar para los que pensaban en que algún día algo le podría suceder, pues cada vez los enemigos que se había granjeado eran más numerosos. Incluso entre sus propios compañeros de fe.

A la espera de noticias procedentes de Ciudad Real, se hallaban los vecinos de Almagro. Algunos sabían la próxima llegada de nuevos vecinos, aunque sólo era una información que estaba reservada para los más cercanos, manteniendo la mayor de las cautelas.

En aquel momento la noche había llegado a las calles de Ciudad Real. La morada del heresiarca permanecía en silencio. Los señores de la casa yacían en su dormitorio. El servicio en las diversas dependencias que tenían por acomodo. Entre ellos se hallaba el joven Juanillo que tan largas jornadas había acometido en los últimos días. Apenas se oía algún gato callejero maullar. No eran tiempos en los que la noche sirviese de abrigo protector sino más bien para esconder entre las sombras las fechorías de cualquier hombre de mal vivir.

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Transcurrida la noche en la que el retoño de los padres primerizos había dado un pequeño susto, los primeros rayos de la mañana parecieron aplacar cualquier pesar al respecto y el estado de ánimo de los allí presentes había mejorado sobremanera al observar cómo el pequeño angelito dormía plácidamente sin dar señales de ningún tipo de dolencia.

Poco antes, el médico Eliezer se había acercado a la cunita para tomar la temperatura de su frente y tranquilizó a Cinta e Ismael:

– Todo es normal. El pequeño apenas tuvo fiebre por la noche y la intranquilidad en el dormir o el babeo, entre otras cosas, son normales puesto que parece asomarle el primer diente. Eso sí, por cómo está de empapado, veo que sudó por la noche, y el olor le delata que también ha dejado escapar involuntariamente algo del alimento que tenía en su estómago – de forma pausada y, conteniendo una pequeña sonrisa ante la fechoría del infante, dejó la estancia para dirigirse a su casa y más tarde emprender el camino hacia el taller tipográfico.

– Gracias de nuevo, Eliezer, no sé qué haría sin tu ayuda – mostró agradecido y en deuda, una vez más el joven padre Ismael ante los desvelos del maduro impresor y médico. Con un gesto de gratitud, la joven Cinta también se dirigió hacia Alantansi. Enseguida me dirijo hacia la imprenta para continuar con lo que dejamos ayer – añadió el aprendiz.

– No te preocupes, muchacho, pues he visto que apenas has pegado ojo a lo largo de la noche. Descansa esta mañana y, a mediodía, con las fuerzas renovadas me ayudas. Mientras he de resolver otros asuntos. Muchacha, nada tengo que exigir a una joven madre que se desvela tanto por su retoño – habiendo dejado a Ismael y a Cinta en las dependencias que la cocinera Esther había facilitado para acoger al retoño, sus pensamientos se alejaron de los temas médicos para ser ocupados por la llegada de un nuevo colaborador para Zalmati, el orfebre Fernández de Córdoba.

Había transcurrido apenas una hora desde que Alantansi fuese en dirección a su taller, cuando ya estaba franqueando su misma entrada. Allí aguardaban algunos operarios y el corrector Ben David. De Zalmati y Fernández de Córdoba no había ningún rastro.

Acercóse el impresor a su socio para preguntar por las ausencias:

– ¿Qué sabes, Isaac, de Zalmati y el nuevo visitante?

– Sé lo mismo que usted, Eliezer. Nadie se ha pasado por aquí desde que abandonasen la imprenta en el día de ayer. Parecía como si tuviesen muchas cosas que recordar y las urgencias de nuestro taller siempre preocupasen a los mismos. Seguiré con mis correcciones y, cuando tengas algo más preparado, avanzaré. Si no hay más novedades, hoy poco más podemos hacer. ¿Y tu joven aprendiz donde se halla? – respondió Ben David, el corrector.

– Veo que es lo mejor que podemos hacer. Los tiempos que corren no están para que perdamos ningún cliente. Por lo que respecta al muchacho, le he dejado descansar esta mañana, pues el bebé les ha vuelto a dar un nuevo sobresalto al asomar su primer diente. Poca cosa es, pero son unos padres demasiados jóvenes para tan magna responsabilidad. Haré lo que tengo pendiente y, cuando llegue, acabaremos con lo que mañana quizá ya esté listo para que lo puedas corregir.

– Continuemos pues, amigo Eliezer.

– Sea.

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