De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (61)

Manuel Cabezas Velasco.- La permanencia en la vecina población de Almagro se había prolongado durante un período cercano a los tres años. El cumplimiento de los preceptos mosaicos no se seguía en el marco que Sancho de Ciudad y los suyos habían estado acostumbrados a usar como espacio de oración, la torre de su añorada morada. shabatUnas veces había hecho de anfitrión para celebrar las festividades judías o seguir con la oración el criado del Maestre; en otras lo hacía su también socio Diego de Villarreal. Ambos siempre se habían sentido honrados al tener por amigo – y también en calidad de socio – a tan importante miembro de la comunidad conversa ciudadrealeña. Ningún huésped podría haberles honrado de mejor manera al sentarse a su mesa, llegándose incluso a serle cedido el honor de presidir ciertas fiestas como el Shabat, la fiesta de Pésah o Pesaj o el Yom Kippur, festividades que requerían de un rigor por el que todos conocían al jefe de herejes Sancho de Ciudad. Era habitual ver al sin par regidor y arrendador de alcabalas y tercias, llegada la medianoche, hacer la berajá o baraha. Con ello podía prolongar la oración durante unas dos horas bendiciendo a Dios y dando a entender el gran papel que había ejercido como rabí.

Había comenzado el anochecer en las tierras de Almagro. Allá en la villa un viernes por la noche, lejos de miradas inquisitivas, habían llegado puntuales a la cita todos los convocados. Tras cumplir con el ritual de la oración, todos estaban presentes y habían accedido a la casa de don Diego de Villarreal de forma discreta. ¡Shabat shalom!, se escuchaba entre susurros. ¡Shabat shalom umevoraj!, al momento resonaba como respuesta. La condición de la melajá debía cumplirse entonces, no realizándose todos los trabajos contrarios al Shabat, pues así lo decía la Torah: “Seis días trabajarás y harás toda tu labor”.

Los buenos deseos de celebrar un nuevo día de descanso que fuese bendecido por Adonay reunieron en la casa del socio de Sancho de Ciudad a un número de personas mayor de lo habitual. La discreción se hacía, pues, aún más necesaria en ese momento. Los silencios para protegerse de las escuchas de vecinos curiosos seguían siendo de lo más necesario. Las familias de Diego de Villarreal, Rodrigo de Oviedo – ambas entrelazadas tanto por líneas de sangre en la propia población y con otras familias conversas como por otros vínculos más banales – y de los huéspedes Sancho de Ciudad y sus acompañantes, habían cumplido con los ritos que establecían los preceptos judaicos. El Shabat seguía su curso, aunque en ese momento, y antes de que comenzasen los prolegómenos para iniciar la cena, el jefe de herejes dirigióse a los que allí asistían jubilosos:

– Nunca olvidaré lo ocurrido durante este tiempo en esta población almagreña que nos ha servido de abrigo y, más aún, por la acogida brindada por todos vosotros. Las puertas de mi casa siempre quedarán abiertas para todos, y aunque las dificultades no hayan desaparecido del todo, parece que las circunstancias se han calmado en parte y hemos de regresar a nuestra amada Ciudad Real para retomar la vida que nos obligaron a abandonar. Allí os espero para cualquier cosa, sea fiesta, alojamiento o incluso comida. Nada debemos olvidar de lo ocurrido en estos años, pues los causantes de nuestro pesar aún desean los bienes más preciados que poseemos, ya que recelan de nuestras creencias y más aún si cabe ansían los cargos que ostentamos porque los consideran de su exclusiva propiedad. En esta noche de viernes tan especial, en la que me habéis invitado a que presida vuestra mesa, siendo un mero huésped, os quiero agradecer vuestra amistad pues está próximo el día en que iniciemos nuestro regreso. Disculpas he de pedir a los presentes por tan dilatada verborrea que no hace sino demorar la ingesta de los alimentos que muchos estáis deseosos de llevaros a la boca. Por mí, recordando a Adonay y recibiendo todas sus bendiciones, no os impido ya compartir estos preciados manjares que tan amorosamente nos ha preparado la señora de la casa, fiel esposa de mi amigo Diego – la emoción embargó y encogió el corazón del siempre imperturbable heresiarca, aquel que nunca se daba por vencido y que desde muy joven se había enfrentado con precoz madurez a la lectura de la Torah, dirigiéndose emocionado a los que allí le contemplaban. Esa misma imagen se le atravesaba por la mente en esos momentos a la que era su compañera de vida, su querida María, la madre de sus vástagos, que tan cerca de él se hallaba, reflejándose en el guiño que ella le dirigió con su mirada.

– Cierto es que las desventuras a las que el Señor nos ha puesto a prueba aún no se pueden dar por concluidas. Sin embargo, amigo Sancho – expresaba Diego de Villarreal, anfitrión de la celebración – nada más lejos estamos del rechazo a tender la mano a un auténtico amigo como sois, que tanta generosidad has demostrado en numerosas ocasiones, ya que te has convertido en el blanco de todas las saetas que los envidiosos lindos nos arrojaban, no esquivando la responsabilidad que el liderazgo de la comunidad siempre te ha reconocido y nunca ha cuestionado, sino más bien envidiado. El honor que nos otorgas en esta celebración de Shabat reafirma aún más el respeto que sentimos por vuestra persona, aquel que en muchas ocasiones ha servido de faro aunque con ello tuvieses que enfrentarte a los sujetos más viles e indeseables de nuestro vecindario. Por mí, estimado compañero de penalidades y de alegrías, queda todo dicho, y emplazo a los aquí presentes a iniciar gozosos el ritual del shabat.

La respuesta era unánime. Los discursos del anfitrión y quien esa noche presidía la mesa enaltecieron los corazones de todos. Los gestos de aprobación de sucedieron. El cariño y el respeto flotaba en el aire de aquella casa almagreña, el palacio de los Villarreal, que tenía muy cercano a unos vecinos que no habían querido perder la ocasión tan singular: los Oviedo, ambos residentes en la misma calle que gozaban de la protección del maestre calatravo y a través del cual habían obtenido los terrenos sobre los que ahora edificaban sus envidiados palacios.

La esposa del de Villarreal había organizado todo para tan magno día. La limpieza de la casa así lo reflejaba. La comida debía ser realizada antes de que llegara el Shabat, como así estaba prescrito. Los que iban llegando a la cita recibían las bendiciones, honrando la festividad con las vestimentas oportunas para la ocasión.

La víspera del Shabat, erev Shabat, se vería coronada con el magnífico orden con que velas, panes y vino aparecían distribuidos por la mesa familiar. Antes de caer el sol llegaría el encendido de las velas por parte de las mujeres, el conocido como hadlakat nerot, escuchándose la bendición expresada por la anfitriona:

– ¡Baruj atá Ado-nai, E-lo-he-un Melej…  (Bendito eres, oh Señor, Dios nuestro…)!

Prendidas sólo las velas de “recordar” (zajor) y de “cuidar” (shamor) el Shabat, pues no había suficientes para tantos asistentes, para expiar el pecado, más adelante llegaría la bendición del vino (kidush), que esa noche correspondió recitar a Sancho de Ciudad para honrarle y despedirle ante su próxima marcha. Y dijo él:

– Iom HaShishí: Vaijulu hashamaim vehaaretz vejol tzevaam. Vaijal e-lo-him baiom hashevií melatjó asher assá… (En el día sexto terminaron (de ser creados) los cielos y la tierra, y todos sus ejércitos. Y terminó Dios en el día séptimo la obra que había hecho y descansó…).

Fueron entonces bendecidos los hijos, tanto varones como mujeres, para proceder, antes de la toma de los panes, al lavado de manos, como prescribía la halajá. Bendícese entonces de nuevo:

¡Baruj Atá A-do-nai. E-lo-he-nu Melej HaOlam asher kideshanu bemitzvotav vetzivanu al netilat iadaim! (¡Bendito eres, Oh Señor, Dios nuestro, Rey del Universo, que nos has santificado con tus preceptos y nos ordenaste la ablución de las manos!).

Llegó entonces el jalot, tomando el heresiarca dos panes y expresando una nueva bendición:

¡Baruj Atá A-do-nai. E-lo-he-nu Melej HaOlam HaMotzí Lejem Moin HaAretz! (¡Bendito eres, Oh Señor, Dios Nuestro, Rey del Universo, que extraes el pan de la tierra!).

El comienzo de la festividad había llegado hasta el banquete. La bendición del kidush y las restantes daría paso a que iniciase la primera ingesta el que había pronunciado la berajá, el ilustre invitado Sancho de Ciudad. No hizo esperar al resto y tomó su porción de pan, iniciándose así un ambiente festivo en el que las alabanzas al Shabat, las palabras de la Torah o los recitados versos con sentimientos se verían amenizados con melodías y canciones especiales. Algunos zemirot resonaban recordando algunas anécdotas de su pasado. La comida

El fulgor de las velas fue disminuyendo. Los alegres asistentes comenzaban a ser presos de su propia algarabía. Algunas fuerzas comenzaban a flaquear. Otros, los más ancianos, sabían de los rituales de la fiesta y continuaban en pie, recordando entre chanzas tiempos pasados. Los negocios, el dinero, las persecuciones a las que eran sometidos, eran temas no incluidos en las conversaciones. Después, los asistentes fueron alejándose del bullicio, los solteros para su morada y los casados para cumplir con sus relaciones maritales.

A la comida de la noche, en la que algunos cometerían algún que otro exceso a pesar de lo recomendado preceptualmente, le sucedería una segunda comida y casi al finalizar la festividad del Shabat se asistiría a la tercera. Entonces llegaría la ceremonia de Havdalá, donde se daría fin al merecido descanso y comienzo de una nueva semana.

En ese momento se comenzaría con un vela especial encendida con varias mechas, y Sancho bendijo con una copa de vino siguiendo las prescripciones de los alimentos kosher. Usáronse entonces algunas especias o ramas de plantas aromáticas para embellecer y honrar a Mitzvah, entregándoselas a todos los presentes para que disfrutasen de su olor. Recitóse entonces unas palabras al tiempo que los que allí hacían acto de presencia sostenían sus manos hacia la vela, contemplando el reflejo de la luz en sus uñas. Las palabras decían: “¡Baruj Atá A-do-nai. E-lo-he-nu Melej HaOlam bo’re m’orei ha’esh!”.

Vertióse el vino sobrante sobre un pequeño plato, dejando que la vela se extinguiera en él. Así era la señal de que dicha vela sólo fue encendida para la mitzvá de Havdalá.

Tras la ceremonia de Havdalá, se oyeron cantares en honor al profeta y bendiciones para que la semana fuese lo más próspera posible.

Esta ceremonia en casa de los Villarreal sería una fecha muy especial y recordada por y para todos los que allí se reunieron. Algunos quizá no encontrasen otra ocasión para verse de nuevo. Otros comenzaban a entrar en la vida adulta y debían encauzar sus proyectos de vida, constituyendo su propia familia. Los de mayor edad, entre los que se hallaba Sancho, trataban de mantener la compostura ante los joviales rostros de los más pequeños. Eran aquellos tiempos difíciles que no parecían verse paliados con el regreso a su amada Ciudad Real. La morada esperaba. Algunos allí quedaban en el cuidado de la casa, aunque se hubiesen mantenido a escondidas, sobreviviendo y lejos de las miradas de aquellos que tanto envidiaban al señor de la casa. Uno de aquellos que permaneció oculto hasta el regreso de Sancho, fue su leal criado, Juanillo.

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El retorno a tierra cada vez estaba más cerca. La costa se divisaba a lo lejos. Los que se hallaba en la fusta veían como su esperanzador futuro hacia las tierras del otro lado del Mare Nostrum quedaba ya lejos. Sus pensamientos parecían ahora verse abocados hacia un final inesperado. También incierto. Todo era cuestión de horas. Los nervios hacían mella. El líder del grupo, el heresiarca, trataba de consolar a su amada María, aunque no eran las cualidades que más le caracterizaban. Su rudeza y combatividad era de sobra conocidas, mas no su ternura, aunque su querida esposa sí conocía los puntos débiles de su marido. Detrás de aquella dura e imperturbable fachada, se hallaba un hombre fiel a sus convicciones, leal a los suyos, protector de los que quería.

– Recordad este día en el que nos hallamos de regreso a tierra firme. Nada más lejos de la realidad que Adonay nos somete, una vez más, a una prueba. Sin más quiere reforzar y endurecer nuestro carácter y convicciones para que sigamos siendo fieles a los preceptos en los que creemos, la ley mosaica. Lo que nos depare el futuro nos hará más fuertes. Debemos mantenernos tranquilos ante esta adversidad. Elegiremos otra ocasión para volver a intentarlo – insuflaba con sus palabras el ánimo que parecía que todos habían olvidado, la fuerza que pocos habían tenido y las esperanzas que todos habían perdido.

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La nueva jornada en el taller de Ixar había concluido. Apenas unas horas habían transcurrido desde que el joven aprendiz franquease la puerta de la imprenta para dar nuevas del estado de salud de su retoño. Todo parecía que estaba mejorando. La protección de la que gozaba la comunidad conversa hacía albergar esperanzas a los integrantes del taller para que los nuevos proyectos de impresión pudieran llevarse a cabo sin ningún tipo de inconvenientes. Sin embargo, aún Zalmati no parecía tener motivos para regresar a informar a sus socios de las novedades que le había traído el nuevo visitante de la población, el impresor Alfonso Fernández de Córdoba. Su ausencia, a ojos de todos sus socios parecía injustificada, pero las nuevas de su otrora socio sí que le habían obligado a salir de la localidad de forma urgente.

Llegó entonces una mañana en la que Salomón ben Zalmati franqueó la entrada del taller, y sin apenas demora, reunió a sus socios:

– ¡Nuestra permanencia en Ixar está sujeta al mayor de los peligros! ¡Debemos preparar la huida en cuanto los trabajos pendientes nos lo hagan posible! – con gesto contrariado se dirigió a Alantansi y Ben David.

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