Buscando a Azorín por La Mancha (12)

Ramón Fernández Palmeral
Refutaciones a su viaje desde Madrid a Argamasilla

Señor Azorín:

   Su libro La ruta de don Quijote, es el más traducido y el más famoso de todos cuantos escribiera usted, un libro de poca extensión resultado de un carro, una mula y un lápiz, humildes instrumentos componen la flor de su obra cervantina, esos modestos instrumentos casi quijotescos por una región que los romanos llamaron Espartaria y que los árabes tradujeron por Manxa (tierra seca, productora de esparto). Vargas Llosa ya lo dejó escrito en su discurso de ingreso en la RAE en 1993: «Aunque hubiera sido el único libro que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua…». ¿Sabes usted quién es Mario Vargas Llosa? Uno de los más importantes escritores hispanoamericanos actuales, escribidor peruano, como a él le gusta llamarse, autor de un celebre libro La ciudad y los perros, y, que además se ha llevado todos los premios que hay en España, entre ellos el Cervantes en 1994, con el discurso: «La tentación de los imposible». Me viene a la memoria el único libro del mexicano Juan Rulfo, ese libro que le dio fama universal, Pedro Páramo, y fue tanta la gloria que le dio y tanto el miedo a no escribir otra novela que le igualara que, asustado, no escribió más, aunque los relatos El llano en llamas, también son muy dignos.

   Sin embargo, y perdón por mi atrevimiento, y después de haber leído su libro una docena de veces, me han llegado algunas dudas que se traducen en preguntas: ¿por qué está usted triste y melancólico por tener que hacer un viaje por encargo a la Mancha para escribir crónicas del III Centenario en «la cumbre», o sea, en El Imparcial de Madrid. En donde «sólo llegaban a publicar algunos felices mortales», o «accedían los aupados escritores» era como doctorarse en periodismo. Las crónicas se las iban a publicar, nada más y nada menos, que en la primera página, excepto la del décimo día, publicó desde el día 4 al 15 de marzo. Además el día 3 le presentaron muy bien: «El notable escritor Azorín colabora desde hoy en las columnas de El Imparcial». Nos repite usted por dos veces el sentir ante el viaje: «gesto de cansancio, de tristeza y de resignación» (línea 4 y línea 16), empieza uno a leer una crónica de abatimiento y melancolía, posiblemente debido a su desagrado a viajar, aunque los trenes le encantan, es sabido que ante un viaje uno se llena de miedos infundados, también nos dice que «tengo una profunda melancolía». Empieza diciendo que se encuentra en Madrid en un cuarto diminuto, otras veces un modesto mechinal o habitación muy pequeña. Vive en una pensión de Madrid que regenta doña Isabel, la casera o patrona como se solía llamar, una anciana enlutada, limpia y pálida. No nos informa de si es viuda o casada. Nos la describe con detalle como es propio, en estilo minucioso descriptivo de un paisaje íntimo, con sumo cuidado, la modesta habitación: tiene tres o cuatro pasos, es cuadrada, hay una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda y una cama, hay un balcón desde el que se ve un patio limpio y blanco. En Charivari, cuenta que desde la ventana de la habitación de su pensión veía usted la imprenta del periódico El Imparcial y muchas veces escribir a Mariano de Cavia.

   Usted llama a gritos a doña Isabel, no se sabe muy bien para qué le llama, una anciana mujer venerable, seguramente, me imagino que de pelo blanco liado en un moño y delantal largo, a cuadritos de servilletas, que calza unas zapatillas gastadas por las puntas de ambos dedos gordos, sube a la habitación y mantiene una banal conversación con usted, ella pregunta que a dónde se marcha, puesto que ha visto «la maleta [de cartón] que aparece en el centro del cuarto» y le responde con pesar, entristecido y resignado, que no lo sabe, luego ella le advierte casi como una enfermera de cabecera que «esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando». Quiera o no, aquí evoca usted la locura a causa de las lecturas del molino de los libros: «En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro (sic), de manera que vino a perder el juicio» (Cap. I). Usted le responde a doña Isabel con sus altos ideales mesiánicos «tengo que realizar una misión sobre la tierra». Esta respuesta implica la responsabilidad de una alta misión divina, la de un enviado, o la de un viajero en el tiempo, como la de un profeta elegido, un chamán, un vidente, un iluminado, pero usted comenta que doña Isabel no comprende nada de esta misión.

   Usted se siente condenado por tener que escribir, encadenado al destino de escribir cual Prometeo, y escribe: «con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días».

   Un suspiro largo, quejumbroso, lastimero de doña Isabel «¡Ay, señor!» y que a ella le vale para recordar su propia infancia y adolescencia de algún pueblo muerto, sombrío. Este suspiro le evoca a usted el pensamiento de ella. Este es un artificio que me llamó la atención: describir los posibles pensamientos de su interlocutor. ¿Acaso su libro, no es también novela psicológica? Y repasa la visión de los viejos pueblos y caserones vetustos, ese vocablo es repetidísimo por usted hasta dieciséis veces a lo largo de las 15 crónicas. Vetusto es una de las palabras del léxico usado por su amigo y protector Leopoldo Alas “Clarín” (1852-1901), en La Regenta: «Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo…», segundo párrafo de la primera página (Edición Alianza Editorial, nº 8, Madrid, edición de 1978 ), que además de novelista fue un severo crítico literario, y que cuando usted llegó a Madrid en 1897 recibió “encomiástico juicio” del maestro. (Página 24 a la introducción de Una hora de España de José Montero Padilla.

   Finaliza este magistral I Capítulo «La partida», sin duda una lección de narrativa y novela, con modestia «yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada». Frase que nos recuerda al artículo de Marino Larra, con aquella frase «Yo vengo a ser lo que se llama en el mundo un buen hombre, un infeliz, un pobrecillo…» («Artículos de Costumbres», El Pobrecito Hablador, 17 agosto 1832). Porque sin duda alguna usted fue un gran lector de Larra. Hoy en día, en 2005, esta forma de expresión suena a falsa modestia. Y es que uno escribe para que le quieran.

   Yo tengo algunas dudas sobre su viaje desde Madrid a Argamasilla en tren, no sé si atreverme a preguntárselo, quizás por el respeto que le tengo a su libro, a pesar de que todas mis reticencias se asientan en que usted incurre en contradicciones. Según nos cuenta en La ruta…, sale de una estación de Madrid que no nombra, que debe ser la antigua de Mediodía, hasta Cinco Casas, que según dice en la pag. 83: «Argamasilla es Cinco Casas, pero todos le llaman Cinco Casas». Más adelante, al final de la página 84 una voz acaba de gritar: «-¡Argamasilla, dos minutos». Lo que podemos pensar es que los viajeros que van a Argamasilla son avisados previamente en la estación de Cisco Casas para que bajen en ella.

   Usted narra que una vez en la estación de Cinco Casas hay una enorme diligencia de las que encantaban a los viajeros franceses que llegaban a España. Al lado de la diligencia hay un coche venerable, un coche simpático, uno de estos coches de pueblo en que todos hemos paseado siendo niños. Este coche, le informa un viajero «es de la Pacheca, una dama fina, elegante, majestuosa, enlutada, sale de la estación y sube en este coche». Usted toma la diligencia por la llanura y entráis en la villa ilustre, la distancia real es de 13 kilómetros, y se aposenta en la fonda de la Xantipa. Argamasilla no es Cinco Casas, en aquel tiempo no había tren hasta Argamasilla porque se construyó en 1914 hasta Tomelloso, gracias al político y escritor Francisco Martínez, y lamentablemente, suprimido al servio de viajeros en 1971.

   Bien, dicho esto, usted no sabe muy bien la distancia que hay entre Cinco Casas y Argamasilla, por ello toma una diligencia que, no sabemos si está tirada por tracción animal o a motor de benceno, no nos cuenta nada de los viajeros que van en la diligencia, ni del conductor, ni cuanto le cuesta el billete.

   Pero años después, usted confiesa en su libro Madrid (IV) de 1941, que «El viaje por la Mancha, siguiendo a don Quijote, es encantador. Viajo en un carrito tirado por una mula, que gobierna Miguel, carretero de Alcázar de San Juan, antiguo confitero –la suerte tiene estos viceversas- en la famosa Mahonesa de Madrid». Que debía ser una pastelería famosa de Madrid. Es decir, que usted no llegó a Cinco Casas, sino que se bajo en Alcázar de san Juan.

   En 1958, el periodista Mariano Gómez Sanchos, le hace una entrevista que publica en Diálogos literarios. Le hace una pregunta: «¿Cómo hizo usted el viaje», a lo que responde «Solo –contesto el viejo escritor-. Es el viaje más pintoresco de todos cuantos he hecho. No era entonces fácil viajar en automóvil por los caminejos de la Mancha». Vuelve el periodista a la carga: «¿Lo hizo usted a pie?». Contestación: «No, alquilé en Alcázar de San Juan un carro pequeño. El equipaje que llevaba, una maleta y dentro de la maleta una poca de ropa».

   A 53 años del viaje ya no aparece el carretero de Alcázar, usted viaja solo con una maleta, y en Alcázar de San Juan alquila un carrito tirado por una mula. Entonces por qué nos cuenta que fue a Cinco Casas como si fuera Argamasilla, si no es verdad. Con el tiempo todas las mentiras se descubren. Por eso yo en estas crónicas voy a decir la verdad y sólo la verdad. Porque es sabido, que el lector quiere al escritor que más y mejor le miente y engaña, ya que el escritor es un mago de narración y no deja ver sus trucos. Pero yo no quiero mentir.

   Usted viaja solo, sin carretero, no los vuelve a confirmar en el siguiente diálogo que mantiene con don José Ortega: «Y diciendo esto, don José Ortega Munilla abre un cajón, saca de él un chiquito revólver y lo pone en mis manos. Le miro atónito. No sé que decirle. —No le extrañe a usted —me dice le maestro—. No sabemos lo que puede pasar. Va usted a viajar solo por campos y montañas. En todo viaje hay una legua de mal camino. Y ahí tiene usted este chisme por lo que puede tronar» (Madrid IV). Es evidente que don José Ortega no le asigna un ayudante ni le dice cómo ha de viajar. Por lo tanto no le acompaña ningún carretero, el llamado Miguel de Alcázar. Además ésta sospecha es ratificada por José Payá en su artículo «Cervantes en Azorín», cuando escribe: «Con motivo de la conmemoración del III Centenario de El Quijote, Ortega Munilla le mandó realizar un viaje por la Mancha. Le entregó un carro, una mula y un pequeño revólver para el trayecto». Nada del carretero de Alcázar.

   No le han pagado tanto como para contratar a un ayudante. Se nos va desvaneciendo la posibilidad de Miguel el carretero de Alcázar como guía y escudero, su escudero era el pequeño revólver que le entregó don José Ortega Munilla. Ahora mis preguntas lógicas son: 1º) Si es verdad que el carretero fue con usted, ¿cuánto le pagó al carretero por los 15 días de viajes? 2º) ¿Dónde dormía el carretero si vivía en Alcázar, no podía ir y venir desde Alcázar todo los días porque los separaba 60 kilómetros de distancia? 3º). ¿Estaba casado o soltero el carretero? Quince días con el carretero dan mucha conversación. 4º) Tenía cuadra la fonda de la Xantipa, y si es así, que era lo lógico, debía tener «un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera», que cuidara de dar el pienso a la mula. «A las seis de la mañana, allá en Argamasilla ha llegado a la puerta de mi posada Miguel, son su carrillo». ¿Dónde había dormido Miguel si vive y es de Alcázar?

   Hay otras contradicciones en el animal de tiro, en La ruta… nos dice en el capítulo VII: «Y yo he subido en un diminuto y destartalado carro; la jaca —una jaquita microscópica— ha comenzado a trotar vivaracha y nerviosa» Más adelante: «la jaca corre desesperada, impetuosa». Bien, no es lo mismo una jaca (yegua o caballo de pequeña alzada) que una mula, como cualquiera puede distinguir.

   Además me queda otra pregunta; cómo se traslada usted de un punto a otro, acaso no sería en las diligencias que tanto gustaban a los franceses y que unían los pueblos. Usted iba solo. Si el carrito lo conducía usted, el asunto de aparejar y desaparejar la mula tiene sus mañas y es trabajo de arrieros y hay que conocer el oficio y el trato con las testarudas acémilas, estos animales también comen, tenían y tienen su cartilla ganadera y su documentación y sus nombres propios, y a veces, se ponen tan tercos que les cuesta obedecer o se le mete una piedra dentro del casco y qué hace usted. Usted, un hombre de ciudad, elegante, de traje con doble cruce, no sabe gobernar un carrito con mula por los caminos manchegos. Por lo tanto he de sospechar que hizo el viaje unas veces en tren y otras en las diligencias de los pueblos. Por qué nos miente, nos miente porque todo lector necesita que le disfracen la realidad, más humorística, más asombrosa a los lectores.

   Hace unos días de este mes de junio, he visto en la televisión a un señor que está realizando la ruta con carrito y mula, lleva provisiones, un jamón de pata negra y duerme en el carro.

—Tú que crees, cariño —le pregunto a mi mujer que es una persona sumamente práctica— ¿Azorín viajo en carro tirado por una mula o no?

—Si yo hubiera ido a La Mancha en aquel tiempo lo hubiera hecho lo más cómoda posible —responde mi mujer con suma claridad, porque ella nunca miente.

Fuente: www.monover.com

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