En compañía de Billie

Ramón Gallego Gil

  

Andar es con frecuencia un ejercicio solitario. Es como si de vez en cuando tuviéramos la necesidad de comprobar que esto de vivir es cosa de cada uno. Andando se van marcando los tiempos: uno, dos, tres… y nuestras pisadas marcan los segundos de un trascurrir que buscamos para pensar, para cavilar.

   Hace unos días volví a oír a Billie. Como no podía ser de otra forma, fue en una cafetería. Billie, desde que lo hizo la primera vez en “Pod’s and Jerry’s”, en cualquier local donde ella cante, se interrumpen las conversaciones y se le presta atención. Siempre se percibe, hasta por los más duros e insensibles, su sentimiento. Al oír los compases de la canción, el bajo marca los tiempos en un lento caminar, mientras ella va repitiendo, con insistencia: “Say it isn’t so”. (Advierte con delicadeza que no se lo tome mal, que no diga eso). Inmediatamente, cuidando en el tono empleado, hace que nos sintamos todos sus confidentes. Es una cercana amistad. Vi a Billie en muchas fotos. En todas ellas sus ojos miraban con la intensidad de quien el sufrimiento ha dejado huellas indelebles. Es la voz de una persona que abre su atormentada alma a los que le oyen y lo hace llevando su enorme humanidad hasta la dignidad suprema. Contagió a los músicos que le acompañaban a marchar en instantes de sinceridad. La voz de Billie es delicada, casi como la de una niña que ha madurado deprisa, forzada por los acontecimientos que le han sobrevenido; pero siempre una niña, inocente y con una tremenda humanidad. Hablando al oído, suavemente. En todas sus canciones se muestra esa mirada suya, la que reconocemos en las personas que se han hartado de llorar, pero que pueden esbozar una sonrisa.

   Lady Day, así la llamaron, cubrió mi infancia de voces altamente cálidas, llenando los silencios interminables que trae la soledad, para un momento de pausa, de andar en solitario. Billie Holiday viene siempre con su amable voz a susurrar al oído evocaciones que calman cualquier clase de pena o ansiedad. El timbre del saxo que acompaña a Billie, fuera Paul Quinichette o cualquier otro de los muchos que tocaron con ella, se transforma y evoluciona suavemente como las volutas de humo del tabaco de un cigarro que reposa en el cenicero, abandonado por quien le estaba consumiendo, entregado como está al efecto seductor de su voz cálida. Desde el fondo de mi memoria, ella hace revivir aquellos años de la infancia en que tuve que estar convaleciente largo tiempo. Las tardes, con Billie, sin entender ni una sola palabra de inglés, se llenaron de compañía.

   La pausa que se busca en los largos y, a veces angustiosos, minutos del día pueden ser los mejores momentos que justifiquen el seguir adelante. Una pausa con la voz, con ese precioso instrumento musical en que la convirtió Billie Holiday, es un buen motivo para ver la bondad del arte. Una parada para pensar, mejor improvisada, conduce a tomar la perspectiva; desde donde se ve todo cuanto nos interesa, para marchar luego mejor.

   Cumplir lo previsto y lo que nos es necesario es ser eficaz; para ello necesitamos estar con los pies en el suelo y, con la ansiedad, con el estrés, con la angustia y la tristeza nunca se puede estar pisando firme. Una pausa, en el ambiente de un café puede ser una hermosa manera de empezar a cambiar el rumbo, cuando sea necesario. Pausas, necesarias, que cada uno las toma como mejor le viene. En el coche, oyendo la música preferida; en un paseo tomado con tranquilidad sin destino fijo y viendo cómo bulle la ciudad. Especialmente cuando nuestras pisadas marcan el paso con el ruido de las hojas secas, sonido igual que las escobillas de la batería y el bajo marcando el tiempo justo, para que Billie nos confíe su gran corazón.

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