Anoche soñé contigo

PabormiPabormi

Los bolillos tamborileaban sobre el  cuadriculado trozo de hule que abrazaba la almohadilla. El suceder no cesaba, de vez en cuando la mano derecha detenía el cruce de bolillos e hilos y cambiaba una de las agujillas, desde lo alto del dibujo a los bajos. El encaje se hace de arriba abajo ¡ curioso!  al revés que casi todo.

A la hora mas taurina, el olor a chocolate, inundaba el pasillo de la gran casa, a unos metros de donde la almohadilla repicaba, el sol daba latigazos continuos (uno cada décima de segundo), pero el friso absorbía y ya en el portal se respiraba medianamente.

La radio vomitaba las venturas y desventuras de una tal Lucecita, razón por la cual a mi tía y abuela, se les había desarrollado, de forma anormal la oreja derecha que se asemejaba a una antena  parabólica.

El principio de Agosto siempre es sangrante, por aquello de que julio muere siempre navajeado y despedido con alegría,  en el Campo de Calatrava.

Los  ancianos y cansados ojos de la abuela,  habían visto muchos amaneceres, pero después de conseguir la “octogenariedad”,  solo se fijaban y seguían el anodino repicar de los bolillos, que su hija tan magistralmente manejaba.
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La sonrisa figuraba de forma sempiterna en su boca, daba igual de lo que se hablara o incluso si se hablaba, a dicha edad, ella sabía que debía dibujar la sonrisa hasta el último de sus días.

Corrían los años 70 y según sus cálculos ya pasaban diez  años de la  fatídica fecha, en la que, de pequeña, apostaba  con sus hermanas,  sobre el año aproximado  de la muerte de las tres.

Juntas habían nacido y juntas deberían terminar, pero el destino quiso que Llanos viviera una decena mas, sin hermanas con las que compartir secretos, pero con una hija a la que ayudar, sostener y sobre todo acompañar.

A veces, aquella sonrisa, a su nieto le parecía querer decir que si… que estaba preparada para cuando la guadaña la visitara, que había sido feliz, con sus padres primero, con su esposo después, con los hijos, varón y hembra con los que la vida la obsequió, con aquella casa, con aquel gran patio, de la que tan orgullosa se sentía, con ciento doce plantas que respiraban y crecían cada verano a pesar del maligno, que se esforzaba por descabezarlas con la fuerza de sus rayos, pero que necesario era aquel  “jodio” astro, con su luz… ¿que maldita gracia tendría el dinero destinado al toldo si el sol,  no existiera?

Y  es que es lo de siempre –decía- ¡a mala enfermedad, buen  remedio!

El sol ,reina… pues el toldo, anula, ¡ya puedes apretar , ya   -le gritaba- dirigiendo su mirada al  grueso toldo, -detrás del cual se pertrechaba-, con aquellos vestidos negros que portaba, de forma sempiterna, desde la muerte de su marido, veinte años atrás.

Y es que mi abuela, no se complicaba mucho la vida, simplemente se amoldaba a las circunstancias…¡y si no le gustaban, pues las cambiaba!

Sobre las cinco, me miraba de reojo, haciéndose la interesante y guardando silencio, pero a las cinco y uno, daba tres palmadas, que yo esperaba como el pistoletazo de salida y… carrera a través del patio y la larga galería, hasta la cocina que reinaba antes del corral y al final de la casa.  Aquella alacena era como el tesoro del pirata, ¡había de todo!.

 Mermelada de tomate, torrijas, melocotón en almíbar, asadillo, melones, sandias frescas, berenjenas, y sobre todo el manjar mas deseado: tabletas y mas tabletas de chocolate, cuyo envoltorio enseñaba a  tres cocineros, portando  grandes tazas humeantes  ¡el oro perseguido!

Allí la recuerdo, cuando después de perder la carrera, intencionadamente (o porque ya sus articulaciones no daban mas de si), se plantaba a la entrada de la cocina, con la figura arqueada y una mano postrada en sus lumbares,  quizás por aquello de que psicológicamente, apoyar la muñeca en la espalda calma las molestias, observándome,  devorando  el ansiado premio.

 Ahora la sonrisa era pletorica, estaba en el máximo apogeo y yo me preguntaba…¿prefiere mirarme a comer chocolate?

 Esto se lo contaré a mi padre cuando llegue a casa –pensaba para mi-  y efectivamente se lo contaba, ante lo cual,  él, se partía de risa, sin saber yo muy bien el motivo.

Aquella anciana, quizás  simplemente disfrutaba del disfrute  disfrutado por  sus pequeños nietos, sin que esto sea en absoluto una redundancia, sino la regla mas sencilla de la felicidad mas simple y en estado puro.

Los ojillos le brillaban de una forma especial y a la vez una sempiterna agüilla resbalaba por sus lagrimales, quizás recordando tiempos, en los que lejos de comer chocolate, apenas si tenían un duro mendrugo que roer, por aquello de afilar los dientes principales,  pero eso solo lo pensaba, nunca lo pronunció su boca.

Ahora, su muy tensado moño, que regentaba su canosa nuca, era el archivo de los recuerdos amargos, que nunca acudían ya a su frente, pues cada vez la distancia entre ambos era mayor.

Una vez devorada la merienda, abría los brazos esperando el premio y unas tardes si y otras también, yo me escurría por debajo de ellos, esquivando así el abrazo que ella esperaba. ¡Que  “jodios” ,los crios!

 Aun así, antes de marchar a  casa, la obsequiaba, con un ligero beso, que ella  llevaba rogando de cinco y cuarto a siete de la tarde,  de todas y cada una de las tardes  y siempre a cambio de un duro que prometía y pagaba por cada beso flojo que yo le daba  y dos duros por los fuertes, con los cuales yo hice una inmensa fortuna, con la que me compré un xcalextric a los catorce.

Y fíjense que curioso, que cuando el coche verde ganaba, o el rojo, o el que fuera, yo le recibía en meta con los brazos abiertos, para que me agradeciera el esfuerzo, pero el maldito  coche, siempre me esquivaba, sin darme el abrazo; exactamente igual que yo hacia con mi abuela, cuando sin decírmelo,  rogaba que mis pequeños  y canijos brazos,  rodearan su cuello  con agradecimiento después de devorar la  media libra de chocolate, con la que ella se sentía tan orgullosa de poder obsequiarme, en aquellos tiempos tan difíciles.

Y es que quizás en la vida, al final queramos o no, recibes y recoges  aquello que has sembrado.

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