LETRAS COLADAS: La casa de la señora Rábago (4)

LETRAS COLADAS: La casa de la señora RábagoManuel Valero

Al día siguiente, a primera hora, unas voces acabaron de despertar a Aurora que disfrutaba de los minutos finales del sueño mirando el vigamen del techo y desperezándose con suavidad felina. Se levantó y se asomó a la ventana. Vio una camioneta de portes y un lujoso coche, aparcados junto al automóvil de la familia.

Había cuatro hombres vestidos con monos idénticos que llevaban en el peto el logotipo de la camioneta, y junto a ellos, otro, vestido con vaqueros y una camisa azul turquesa tan ancha que su delgado cuerpo parecía el astil de una bandera flameante. Distinguió que se trataba del ilustre músico, no por su atuendo juvenil que lucía con un feliz casamiento entre edad y moda, sino por el copioso y aleonado pelo blanco, su rasgo más característico junto a su esbelta delgadez y su gran altura. Luego vio a la señora Rábago que lo recibió con su peculiar familiaridad.

Aurora se dio media vuelta, se peinó con las manos y se frotó ambos muslos como si se estuviera preparando para ser recibida en aquel momento y zarandeó a su marido.

-Gregorio, despierta, que ya está aquí el señor Liébana… –fue una orden susurrada. Como vio que su marido permaneció con la cabeza hundida en la almohada con una expresión en la cara que en el youtube hubiera dado la vuelta al mundo, se la retiró con energía (de enfermera). Fue suficiente. Gregorio se incorporó masticando la modorra.

{mosgoogle}-Que ya está aquí ese señor…

-Pues sí que ha madrugado para ser director de orquesta –se quejó. La almohada le había esculpido en el cabello una forma abstracta e irregular.

-¿Y qué tiene que ver eso con la hora de levantarse? Anda, ponte cualquier cosa y baja por si puedes ser útil?

-¿Qué baje para ver si puedo ser útil?- preguntó con perezosa extrañeza mientras se colocaba sus partes, gesto que Aurora odiaba sobre todas las cosas-.

-¿Pues qué…?

-Hay una furgoneta abajo, deduzco que el señor Liébana ha traído un piano…

-¿Un piano? No me jodas…
Cuando lanzó el coloquial exabrupto tenía sobre la cabeza la ropa que su mujer le había lanzado con destreza.

-Me pongo un poco decente y bajo ahora mismo. Avisa a los niños –dijo Aurora.

-Bueno, pero no te pongas demasiado decente que no me motivas…

-¡¡Largo!!
Efectivamente, la furgoneta había trasladado de Madrid un piano vertical no demasiado aparatoso.

-Buenos días a todos-gritó Gregorio desde la puerta.

La señora Rábago se apresuró a presentarlos…

-Es un placer conocer a los inquilinos favoritos de la señora Rábago –dijo el señor Liébana.

-No de ningún modo, el placer es nuestro. No siempre se comparte casa con una celebridad como usted –respondió Gregorio.

-No exagere. Recuerde que lo mío es la música clásica y eso nos hace igual de célebres pero menos populares, gracias a Dios.

-Mi mujer y mis hijos están dentro. Acabamos de levantarnos… ¿Puedo echar una mano?

-De ninguna manera –terció el músico ante la cara de disgusto de uno de los porteadores al que le hubiera encantado la colaboración de aquel mastodonte que acababa de salir de la casa con los últimas esquirlas del sueño aventadas por la suave brisa de la mañana.

-Bien –ordenó la señora Rábago- Lleven el piano al salón y colóquenlo en la pared, junto a la puerta que da acceso al porche. Tengan cuidado hay un pequeño escalón.
Luego que los hombres hicieron su trabajo, el señor Liébana les firmó la factura y les pagó. Y el músico y el cabeza de familia de los Tena fueron invitados a pasar a la casa conducidos amablemente por la señora Rábago.

-Insisto en que disculpen mi presencia, así, tan de improviso, pero en ningún otro sitio estaría mejor. Créame si le digo que confiaba en que Aurelita –el señor Liébana siempre llamaba por el diminutivo a las personas que quería- no tuviera huéspedes. Prefiero la soledad, pero Aurelita me ha hablado bien de ustedes. Incluso me ha dicho que les gusta la música, sobre todo a su esposa y a su hija…   

-Así es, señor Liébana…

Poco después tras las presentaciones de rigor estaban todos de nuevo alrededor de la mesa sobre la que la señora Rábago había preparado el desayuno. Luis miraba al músico con una extraña curiosidad. Diríase que imaginaba a ese tipo de músicos, más graves, más funerales, más petulantes y más acartonados, pero le divirtió el aspecto juvenil de aquel vejestorio a quien vio una vez en la tele, durante un concierto de no sé qué al que había asistido la mismísima Reina. Bueno, en realidad eran su madre y su hermana las que estaban viendo el concierto y el pasó por el salón a recoger algo que se había olvidado en su habitación. ¿Qué era? ¡Ah, sí, las entradas del concierto de Extremoduro! ¡Eso sí era música! Y no la que escuchaban en ese momento, su madre y su hermana.

-Y dígame, señor Liébana, ¿en qué está trabajando ahora?, si puede saberse. –preguntó Aurora crecida al considerarse una entendida en la materia.

El director de la Orquesta Sinfónica Nacional miró a derecha e izquierda como si, precavidamente, quisiera cerciorarse de que en la casa no había nadie más que ellos.

Luego dijo:

-¡Es broma! Miraba si había algún periodista por ahí escondido…

-Ja, ja, já- se rió sin protocolos Gregorio.

Alba lo escrutaba silenciosamente. Tenía algo especial aquel señor que vestía como un adolescente, un toque de atractiva distinción. Debió estar como un queso. Manchego, por supuesto.

-Bien Aurorita, y permíteme la licencia…

-Faltaba más…

-Quiero componer la melodía más bella jamás compuesta, una obra que al escucharla a uno se le vaya el alma del cuerpo. Si no lo consigo será la constatación de que ya no hay nada más que rascar y me lanzaré al mar desde los acantilados…

-Ja, ja, ja –rió Gregorio.

El director de orquesta lo miró condescendiente y sentenció.

-Hablo en serio. En cuanto a la composición, digo. Respecto a dejarme caer al mar a lo mejor  le pido a esa bonita muchacha que me ayude a darme un empujoncito.

Alba se incorporó de un respingo y se quedó tiesa sentada en la silla como una estatua.

Luego Gregorio volvió a reir, Aurora a sonreir y todos acabaron el desayuno felices.

Los Tena se fueron a la playa y el señor Liébana a acostarse porque estaba cansado del viaje…     
            
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