LETRAS COLADAS: La casa de la señora Rábago (5)

LETRAS COLADAS: La casa de la señora RábagoManuel Valero

-Esa de ahí es muy bonita, mamá. ¿Cuánto vale ésa?

-Quince euros, señorita

-¿Me la deja ver?

-Claro, señorita.

Alba cogió una especie de bonitas piedras rojas sujetas entre ellas por un hilo de cuentas dorado y la anudó a la muñeca de su madre con cuidado. Aurora estiró el brazo a la distancia en que las mujeres analizan el efecto de los abalorios y comprueban si ganan o pierden en belleza cuando se los ponen, y lanzó un lacónico, bueno, no está mal.

-Te queda muy bien –el juicio de Alba fue inapelable. -¿Qué son esas piedras, señor?

-Obsidianas, señoritas…

{mosgoogle}Alba se encogió de hombros indiferente al material de la pulsera, fueran o no fueran obsidianas, así fueran cantos del camino lacados en rojo, el caso es que la pulsera le quedaba de perlas a su madre y si su madre no se animaba se la compraba ella, que era en realidad lo que quería, y por eso fueron al pueblo aquella mañana tan soleada como el primer día en que llegaron.

-A ver –dijo-.

Le quitó la pulsera a su madre y si la puso ella. Hizo exactamente el mismo gesto que Aurora.

-Parece mentira lo que cambian algunas cosas cuando están por ahí, en cualquier sitio, olvidadas, inanimadas, y cuando se las pone una mujer bonita.

La aparición repentina del señor Liébana sorprendió a madre e hija en pleno examen de la bisutería del tenderete que junto a otros coloreaban y animaban aún más la calle principal del pueblo todos los sábados de todos los veranos.

-Señor Liébana, qué sorpresa –exclamó Aurora.

-Tenga –el músico extendió el dinero al hombre del tenderete.

-Muchas gracias –sonrió Alba un poco ruborizada.

-No me lo agradezcas, niña. Esa pulsera estaba ahí esperando tu muñeca. Y hubiera sido una verdadera injusticia haber condenado a esa baratija al destino cruel de permanecer amontonada junto a las demás. Ahora es cuando cobra sentido todo. Quienes la hicieron, este señor que habrá dado mil vueltas con ella y nosotros. En realidad todo está engarzado como en una sinfonía. Venga, las invito a tomar algo. Nos sentaremos allí…

Mientras caminaban en dirección a unas mesas de un bar cercano, Aurora se empavonaba ante la sola idea de que alguien reconociera al famoso director y le reverenciara con la mirada curiosa que se les regala a las personas ilustres. Pero no ocurrió tal cosa. Los naturales del pueblo iban a lo suyo mezclados entre los turistas, que no eran demasiados. Aquella zona aún no había sido tomada por el virus vacacional. Unas cuantas pensiones y dos casas rurales en los contornos era toda la oferta. Y la casa de la señora Rábago, por supuesto.

-¿Ha empezado ya el trabajo? –preguntó Aurora una vez fueron atendidos por el camarero.

-Depende del punto de vista, Aurorita. El hecho de cargar con el piano y trasladarme aquí con esa intención ya es un buen comienzo. Pero si se refiere a si he anotado algo en el pentagrama, aún no… Aun tengo tiempo para domeñar a esas cucarachas, tiempo de estar en casa de la señora Rábago, que del otro no tanto…     

-¿A esas cucarachas, señor Liébana? –una expresión divertida entornó los bellos ojos de Alba.

-Las notas. Las hermosas y malditas notas. Apenas un puñado y un millón de combinaciones. Cada una libre por ahí, hasta que a uno le da por inspirarse, las va atrapando, ordenando y apresándolas en el pentagrama. ¿Sabes, niña? El pentagrama es una cárcel para la música, es la mazmorra donde permanecen esas condenadas cucarachas hasta que llega alguien con un instrumento y las libera…

-Y las cucarachas se convierten en mariposas, en cormoranes, en águilas majestuosas –lanzó de corrido Aurora tras un suspiro liberador ante la aprobación filial de Alba y la sorpresa de Don Alfonso.

-Exactamente, así es. Ya me lo dijo doña Aurelia, son encantadores mis inquilinos. Ahora veo por qué le gusta la música clásica…

-¿Por qué, señor Liebana?

-Usted es una mujer sensible y tiene imaginación. Hubiera sido una inexplicable contradicción que hubiera sido de otro modo.

-Yo toco un poco el piano –terció Alba…

-Hasta que dejaste de tocarlo –le recriminó su madre-. Cosas de chiquillos, señor Liébana, conoció a un chico en el instituto que tocaba la batería en uno de esos grupos que en lugar de cantar escupen como si estuvieran…

-¿Cabreados? –apostilló el músico- Música es, al fin y al cabo. La ameba de la música fue la propia naturaleza, el silbido del viento, la tormenta, el rumor de una corriente y la percusión. Cuando el hombre empezó a golpear algo, con cierto sentido del ritmo, inventó la música. De modo que la batería son los verdaderos ancestros…

El director de la Orquesta Filarmónica Nacional guiñó un ojo a Alba y ésta le devolvió la complicidad.

-¡Qué divertido!- exclamó Alba, muy bella, con aquel vestido pistacho de tirantes, tan informal que parecía elegante.

-Bueno, nos tenemos que marchar. Espero que empiece usted pronto a componer. ¿Ha traído su coche? –dijo Aurora.

-¡Ni pensarlo! Un par de kilómetros de ida y otros dos de vuelta, siempre vienen bien.

-De acuerdo…

-Que tengan una buena mañana de playa…

-Seguro que Gregorio y los chicos ya se han dado sus buenos chapuzones. Adiós, señor Liébana.

– Adiós –saludó el músico con una elegante reverencia de cabeza…       


Capítulos [4] , [5], [6]

                

Relacionados

ESCRIBE UN COMENTARIO

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí


spot_img
spot_img
spot_img
spot_img
spot_img