LETRAS COLADAS: La casa de la señora Rábago (12)

LETRAS COLADAS: La casa de la señora RábagoManuel Valero

 
Los días siguientes hasta el cumpleaños de Alba, en pleno meridiano agosteño, fueron como capítulos inalterables de la misma historia, y sin embargo, los Tena, que no sólo habían comprobado que había vida sin televisión sino que incluso podía ofrecer nuevas perspectivas, sabían sacarle a cada jornada hasta su último jugo. Allí afuera, el mundo escribía también su relato inabarcable y allí estaba la televisión, para mostrar al mundo lo que el mundo paría a diario en cualquier parte del mundo.

 

No había día en que el mundo no apareciera con su vómito de violenta actualidad. Pero los Tena decidieron blindarse por un sólo mes. Aún no habían ido a la ciudad, aunque estaba en el programa, para comprarse ropa, que la ropa del norte es, no sé, como más estilosa, decía Alba y decía su madre haciendo confesión pública de una misma opinión a ese respecto. Y cuando iban al pueblo a pie o en coche, se limitaban a pasear o a sentarse en alguna terraza después que Aurora inspeccionara primero el local y comprobara que la televisión no llegaba hasta ellos. También buscaban un sitio sin demasiada gente para no contaminarse con comentarios esporádicos que rompieran la ilusión de un aislamiento que era como un verdadero reconstituyente. Qué habrá pasado estos días, no sé, nada bueno, nos enteraremos, ya lo creo que nos enteraremos. Me siento, no sé raro, estupendamente raro, lo único que nos falta es esconder los relojes, ¿mami, escondemos los relojes? No, eso no. ¿Por qué no? Tenemos el mejor, el sol…

{mosgoogle}Así estaban los Tena, saludables, con un aspecto inmejorable producto del aire y el agua del mar, las buenas caminatas, la mejor cocina, las plácidas conversaciones y los espectáculos domésticos con que se regalaban cada noche después de cenar. Y desde que los móviles fueron apagados y amontonados en un cajón el mismo día de la cuarentena televisiva, que ése sí que es un buen invento pese a los idiotas que se tiran todo el día pegados al móvil como si creyeran que el mundo depende de ellos, pero, bueno, te puede sacar de un apuro y eso es suficiente.

El señor Liébana trabajaba cuando los Tena estaban fuera de casa, e incluso, de noche, cuando lo tomaban al asalto las musas, tan esquivas a veces. Para ello conectaba al piano unos cascos para no molestarlos. Por lo demás, el paraje, e incluso la buena compañía de aquella familia lo estimulaban para su creación. Alba, sobre todo, la joven y atractiva Alba, que le traía a la memoria el recuerdo de Ursula. Don Alfonso la evocaba en su último encuentro en Madrid, al que se agarraba con desesperación de náufrago para espantar el recuerdo de aquella otra mujer que fue al camerino, en Buenos Aires, después de un concierto, para ponerlo al cabo de su peripecia pero sin rastro de ternura en sus ojos ni en su voz.

Cuando llegó a la casa de la señora Rábago después de su encuentro con Alba en la playa, esperó a que los Tena se marcharan a vivir su aventura diaria, y a que Marina llegara a la casa para llevarse a doña Aurelia a la ciudad a hacer los preparativos del cumpleaños de Alba, apenas quedaban dos días. Sí, se cercioró, y miró un calendario de citas que la señora Rábago le había puesto sobre el piano. La cita decia: La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio. Era de Cicerón. Y la fecha, el 12 de agosto. El señor Liébana garabateó en el pentagrama la algarabía de notas e instrumentos que se le ordenaron como por ensalmo frente al mar. Aquello fue el comienzo. Para cuando llegó el día del cumpleaños de Alba, la obra que el director de la Orquesta Sinfónica Nacional había ido a componer a casa de la señora Rábago empezaba a cobrar forma, y a medida, que componía, el músico se dejaba llevar por su fuerza creativa, tocaba, definía, tachaba, volvía a tocar, buscaba el acorde perfecto, incluso ensayaba alguna composición imposible entre la armonía y la disonancia, volvía a tachar, a tocar, hasta que todo cuadraba en un discurrir perfecto. Entonces el maestro, reproducía al piano cuanto había escrito, escuchando en su mente la perfecta combinación de instrumentos. Sólo escuchaba el piano pero en su mente sonaban con meridiana claridad todos y cada uno de los instrumentos. De vez en cuando se levantaba, salía al porche, contemplaba el horizonte, tarareando y repitiendo corcheas y regresaba de nuevo ante el piano para proseguir y añadir algún matiz que había atrapado en ese momento. Se había propuesto poner todo su conocimiento y talento al servicio de la historia que estaba escribiendo con el lenguaje universal de la música. Un neopoema sinfónico, lo había definido pero no estaba seguro, como tampoco lo estaba en su hechura definitiva, pues de vez en cuando, le asaltaba la duda entre una obra clásica, tal y como el común entiende la música clásica, una fusión clásica –feliz término inventado por él, ahora que las fusiones imperaban en los pentagramas de todos los estilos-, en cuyo caso no deberían faltar Beethoven, Brahms, Debussy y Stravinski, que eran sus preferidos de todo el elenco clásico. Tampoco desestimaba la posibilidad de incluir en la coctelera, instrumentación y texturas modernas, sobre todo cuando escuchó la obra de un joven músico llamado José Sil, que regentaba un estudio de grabación y componía una música complicada pero tensa, intensa y, sobre todo, personalísima.

En cualquier caso, la obra del señor Liébana iba ganando terreno y materializándose en el cuaderno como una majestuosa arquitectura…    

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