Selección natural

conlosojosbienabiertosSalí a la calle con el entusiasmo propio de quien va a recorrer los rincones de su ciudad. Había cogido la cámara de fotos para llevarme a casa algún recuerdo de esa mañana. Y justo, al doblar una esquina aparece ante mis ojos un espectáculo magnífico. Oculto bajo un manto de objetos de esparto, serijos, cestos,… que nadie quiere ni utiliza ya, avanza un vetusto espartero. Dando muestra de su oficio, exhibe el fruto de su industria haciendo, él mismo, las veces de variado, pletórico y felicísimo escaparate. No parece perdido, pero tampoco que tenga un rumbo determinado.
Un impulso me mueve a hablar con él, a preguntarle si, acaso, no andará perdido en el tiempo ya que no parece estarlo en el espacio. Si me acerco, quizás me pregunte por tal o cual instante del tiempo, y me temo que no voy a saber qué contestarle. “Es que me he perdido, sabe usted” diría quedamente. “Estaba elaborando estas piezas y, cuando alcé la cabeza, ya era otro siglo. Y vi aceleradas a las personas, ignorantes de sí mismas”. Abandono mi abstracción y me acercó a él.. Le pido permiso para hacerle una foto. “¿Es para una cámara oculta?”, me pregunta, y yo, asombrado por tan inverosímil e ingenua cuestión le reveló la verdad mientras esbozo una sonrisa. “Es sólo un deseo particular”. Él, por supuesto, no lo entiende pues desconoce el interés de lo sencillo y original en un mundo estandarizado y uniformado por la moda y el pensamiento único. “Esto ya no se ve” le digo mientras sus rasgos componen un gesto escéptico. Da media vuelta y avanza mientras murmura alguna cosa a las primitivas creaciones que lo camuflan.

{mosgoogle}Reconfortado, sigo paseando. Le robo la imagen a alguno de esos escasos edificios que pronto sucumbirán ante el necesario pero mal entendido progreso. Junto a uno de ellos, como componiendo un delicado y excéntrico dúo de prodigiosas maravillas, se halla quien fuera el último limpiabotas de la ciudad. Está, como casi siempre, sentado al sol, del que toma el calor que su sangre ya no puede proporcionarle. Hoy viste traje azul ajado y sombrero de paja. En un arrebato de nostalgia inconsciente ha ido a sentarse delante de una zapatería. Me aposto detrás de un camión, extiendo el zum hacia él, y ya está, inmortalizado justo en el instante de su acceso místico. Ninguno de los que se ofrecen en el lujoso escaparate caerá ya en sus manos. Esta revelación severa y profunda lo conmueve y, quizás por ello, se levanta y se marcha.

Tras la lección aprendida, decido perderme por las calles. Pronto descubro algo imposible. Por un cúmulo de circunstancias extravagantes y debidas, sin duda, al Ángel de lo singular, mis ojos se han encontrado en ese punto irrepetible desde el que es posible ver un cruce de calles flanqueadas sólo y exclusivamente por edificaciones antiguas. Ni un ladrillo, ni un portal comunitario, ni un dúplex atroz. Sólo blanco, sobre superficie irregular y desconchada. Este acontecimiento sublime, sólo comparable al Aleph borgiano, me sobrecoge hasta el punto de congelar el espacio, de detener el tiempo. Allí a la derecha está la casa. Di, al fin, con su emplazamiento. Su dueño me la muestra generosamente. De lo que vi en su interior no puedo dar noticia ahora. Lo haré en su debido momento.

Absorto, aún, por el viaje iniciático experimentado emprendí el camino de vuelta. Unas calles más tarde encuentro de nuevo a aquel hombre de esparto. Ignorado por las hordas ciudadanas avanza como hacia el infinito. Después de dos horas, no ha vendido nada. Justo enfrente hay una famosa ropería que aglutina multitudes ávidas de consumir prendas hechas en serie por una industria impersonal. ¿A quién puede interesarle un serijo o una cesta de esparto? Aquel vetusto artesano es como el milagro arquitectónico que acababa de presenciar. Irrepetible, raro y condenado a la extinción por una sociedad que no quiere saber nada de manos, sudores, sacrificios y desperfectos. Y, lo cierto es que, aunque los brazos del espartero casi pueden rozar las espaldas de unos jóvenes extasiados ante una moda clónica, entre ambos hay un abismo insalvable. Él mira de soslayo el espectáculo y no alcanza a entenderlo. Pero es fácil. Se resume todo en esa estética vacía y aséptica del escaparate que hay delante de él: ocho metros cuadrados sirven de peana a unas zapatillas. Justo en ese instante las puertas del establecimiento se abren al público, y, como si de las del cielo se tratara, los individuos se precipitan en su interior para asegurarse su porción de felicidad. Atónito, vuelvo la vista. El artesano había desaparecido.

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