Relato de Invierno – La Lotería (2)

Relato de Invierno - La Lotería (2) Manuel Valero .- Roque Félix salió de su casa, se detuvo bajo el porche circular de arquitectura neoclásica, se abotonó la impecable americana, respiró profundo el aire de la mañana y se dirigió al coche. El chófer acudió raudo para liberarlo de la carga del maletín, le dio los buenos días con una leve reverencia y le abrió la puerta. No amaba a su esposa a la que mantenía olvidada en aquella ciudadela de lujo, y a los tres hijos desperdigados por las universidades más prestigiosas del mundo, les prodigaba un afecto oficial, casi ceremonioso. Tan sólo la pequeña y dos lebreles afganos que le regaló en su quinto cumpleaños despertaban en él un sentimiento sincero de dilección.

El chófer salió de aquel edén particular tras activar la célula que abría una verja artesanalmente forjada, con alabardas doradas y sus iniciales en el centro: RF. Poco después se confundió en el tumulto del tráfico.

Acomodado en el asiento de atrás del confortable automóvil –uno de ellos-, Roque Félix hojeó los periódicos económicos del día. Todo estaba en orden. Constató que un día más las finanzas nacionales no habían dado un paso sin que él tuviera cumplida información. Había dos cosas que odiaba por encima de todo: los sindicatos y Hacienda. El primer asunto lo resolvió creando un sindicato ficticio, que siempre estaba de su parte con alguna que otra disimulada reivindicación para darle un toque de credibilidad. Y en cuanto a Hacienda, el Gobierno conservador velaba por sus intereses con una legislación laxa y neoliberal y su ejército de asesores le construían una ingeniería financiera que lo exoneraba de pagos importantes. Hasta tal punto llegó la pericia de sus hombres que un año debía cobrar del Estado. Él sonrió, satisfecho de su equipo, pero no lo admitió. ¿Qué iba a decir la prensa? ¿Prensa, que prensa, Roque?

Iba cómodamente arrellanado en el asiento, los diarios entre las manos, cuando le llamó la atención una noticia: daba cuenta de un suculento bote de 800 millones de euros de la Lotería Primitiva.

{mosgoogle}-Bonita suma –susurró.

-¿Desea alguna cosa, señor? Le preguntó el chófer mirándolo por el espejo retrovisor.

-No. Ponga la radio –le dijo.

Casualmente el locutor se refería en ese momento al mismo asunto: “La falta de acertantes absolutos de la combinación de esta semana eleva  el bote de la lotería primitiva a 800 millones de euros, lo que supone el mayor premio…

-Apáguelo –ordenó.

-¿Le pongo su música, señor?

-Hágalo.

Y comenzó a sonar el concierto número 20 para piano de Mozart. Durante el allegro no pensó en nada importante, se dejaba llevar por la melodía. A través de las ventanas del automóvil, claras para él, oscuras para el mundo, Roque Félix, observaba la geometría urbana de los edificios pasar cadenciosamente al compás de la música. Cuando sonó la romanza, telefoneó a Antón Asís. Una conversación trivial. Pero cuando el rondó inundó el amplio espacio del automóvil con una exquisita fidelidad de sonido, le vinieron a la memoria los 800 millones de euros del premio. Dejó atrás un par de bancos de su propiedad y un gran edificio que se cimentaba sobre una manzana, uno más, que levantaba su propia constructora. Un día bromeó con su segundo: Banco Feliz en lugar de Banco Felix, pero su segundo le dijo que la usura legal era una cosa muy seria, impropia además para adjetivar algo tan escaso como la felicidad. “Por eso, querido Antón”.

De pronto se fijó en una oficina de lotería. En la fachada, una noria de neón con cangilones de colores que descendían vacíos y ascendían repletos de billetes. De noche era más espectacular porque la iluminación sincronizada animaba los cangilones. Había tanta gente que la fila salía del interior de la oficina hasta la calle a lo largo de un buen trecho de acera. ¿Qué demonios haría un miserable albañil con esa cantidad de dinero? ¿O un camionero blasfemo y zafio? Se lo imaginó en una subasta de arte en la casa Sothebyes?

-¡Qué horror!

-¿Alguna cosa, señor?

El multimillonario se palpó inconscientemente el pecho y notó la solidez de algo alargado que guardaba en el bolsillo interior de la americana. Era un caramillo de plata del siglo XVIII que un orfebre convirtió en estilográfica por encargo del magnate. La extrajo del bolsillo y comenzó a trazar números invisibles en el aire. ¿Y si jugara?

Capítulo [1] – Capítulo [3]      

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