Contra natura

-No es mi intención tratar de hacer leña del árbol caído (bueno, si no caído, al menos un poco ladeado). Ya hay suficiente revuelo, opiniones en los medios y comentarios de todo tipo sobre los últimos y dolorosos sucesos de abusos y maltratos a niños y jóvenes sacados a la luz pública en Irlanda por ese informe que cifra en unos 35.000 los casos demostrados de tales abusos ocurridos a lo largo de las últimas décadas en instituciones educativas gestionadas por congregaciones católicas, en especial por la denominada Christians Brothers, en ese país. No hace tanto hemos sabido de casos similares en Estados Unidos y en otros lugares que, en su conjunto, van a suponer cuantiosas indemnizaciones monetarias que saldrán de las arcas de la Iglesia, y en ocasiones también -por qué no decirlo- de las arcas públicas de los estados. El asunto es tanto más doloroso por cuanto se sabe que, en muchos de estos casos, la jerarquía eclesial estaba más o menos al tanto de tales hechos y no tuvo una actuación decidida y responsable para evitarlos y dednunciarlos; muy al contrario, en ocasiones actuó con tácticas encubridoras, dificultando incluso la actuación de denunciantes, testigos y jueces que pretendían investigarlos y castigarlos.
Una reflexión me parece, no obstante, inevitable: la diferente vara de medir que tantas veces emplea la Iglesia respecto a las “inmoralidades” que persigue –a veces de forma obsesiva- en la sociedad civil (que no son todas las que nuestro mundo padece ni se denuncian con la misma fuerza, ya lo sabemos) y las que debería descubrir e intentar resolver, actuando con todo rigor, dentro de su propio redil…, y por las que tendría que hacer, tal vez, acto público de contrición. Y ésta, en concreto, podría ser una buena ocasión para demostrar humildad, coherencia con su doctrina y, sobre todo, sentido de la reparación y acompañamiento en el dolor a tanto inocente maltratado.

Pero con ser todo ello importante yo quería destacar otro aspecto de este asunto que siempre me llamó la atención: lo inhumana que me parece la abstinencia sexual y la exigencia de celibato para sacerdotes y religiosos, o religiosas, de ésta o de cualquier otra confesión. Sé positivamente hasta qué punto les resulta difícil, a muchos de ellos y ellas -hombres y mujeres al fin y al cabo- el puntual cumplimiento de estas normas que podríamos denominar contra natura, por muchos votos de castidad que en su día hubieran aceptado. Estoy seguro de que un instinto tan poderoso, y tan sabiamente incluido en nuestra propia naturaleza, no puede ser reprimido ad aeternam sin que se produzca algún tipo de daño. Entre otros, tantas  conductas farisaicas, y a veces públicamente conocidas, consistentes en predicar una cosa y hacer, en la intimidad, otra radicalmente distinta (aunque, eso sí, procurando siempre mantener las apariencias); o los casos más extremos en los que saltan por los aires todos los diques de contención, como los que estamos conociendo estos días y sirven de motivo para este comentario, que no sólo se refieren a agresiones sexuales, sino a diferentes formas de violencia física –tal vez proveniente también de esa misma autorrepresión- ejercida con saña y crueldad contra niños indefensos (muchos de ellos, para más inri, víctimas desde su nacimiento de situaciones familiares y sociales de privación, pobreza y marginalidad, y recluidos desde muy pequeños en orfanatos o reformatorios). Se podrá argumentar que otros muchos sacerdotes y religiosos viven la castidad de manera ejemplar, aunque creo que sólo ellos –y ellas- saben a costa de cuánto sufrimiento, renuncia y desgarro propio; o a costa de cuántas visitas al psiquiatra (no son pocos los casos que conocemos también en este sentido). Otros, que van siendo legión, simplemente han abandonado, se han casado en su mayor parte y, como me decía uno de ellos, amigo desde hace muchos años, “se han convertido en gente normal”. Por otro lado me pregunto si no habrá alguna relación entre la creciente crisis de vocaciones sacerdotales y la exigencia de celibato, más allá de ese “coco” del laicismo social al que siempre alude la jerarquía.

Sinceramente pienso que es una barbaridad exigir semejante condena, más aún teniendo en cuenta que el celibato no es algo sustancial desde el punto de vista doctrinario ni fue considerado como condición para el sacerdocio desde los primeros tiempos del cristianismo. Pienso además –corríjanme en su caso los expertos- que la dimensión religiosa de la persona no debe negar ni reprimir ningún aspecto de su naturaleza humana (a no ser que se quiera una religión para seres sobre-humanos y no para hombres y mujeres corrientes y molientes). En todo caso debería servir para mejorar, o para dar un sentido de cierta transcendencia a esa naturaleza humana. Desde mi punto de vista considero una enorme debilidad y un tremendo error de la mayoría de las religiones el hecho de que sus ministros –y en cierta medida también sus fieles- tengan que renunciar a algunos de sus atributos humanos para practicarlas o para ejercer en ellas determinadas responsabilidades. Y no me refiero sólo a la dimensión sexual. Más grave todavía me parece ese “forzamiento de la razón”, esa obsesión combativa que parece mantener la fe en contra del libre pensamiento humano que intenta buscar el origen, la razón y la relación entre las cosas; en contra, en definitiva, de la ciencia, pretendiendo someterla y dominarla y llegando hasta la negación grotesca de muchas verdades evidentes a lo largo de la historia… ¡Y en ello seguimos!

Para mi todo esto lleva a una conclusión: las religiones, sobre todo las más extendidas, no buscan verdaderamente ese “religare” con el ser supremo en el que cada una cree, ni esa pretendida transcendencia de la naturaleza humana hacia una dimensión espiritual o inmaterial de la persona. Por el contrario yo creo que lo que buscan la mayoría de las religiones es el sometimiento irreflexivo y dócil (es decir, inhumano) a un poder -¡terrenal, desde luego!- que, como todo poder que se precie, tiene vocación absolutista.

Por eso estoy cada vez más lejos de todas ellas.

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