Un vampiro del pueblo (FIN)

Un vampiro del pueblo (FIN)¿Dónde dejé la historia? Maldita memoria. La memoria sólo es buena si vale para recordar lo que se olvida porque de otra manera no es necesaria. ¿Para qué recordar el tibio olor a colonia juvenil del entrepecho de nuestra primera novia si es algo que nos acompaña permanentemente como un perro fiel? Nunca te recuerdo porque jamás te olvido, le escribí en cierta ocasión a otro amor huidizo de mocedad… Pero la historia que les andaba contando se ha ido deshilachando como las hebras evanescentes del humo de un cigarro. De modo que, amigos lectores, si es que todavía queda por ahí algún resistente de este cuento, llegado es el momento de contarles el final y me ahorro así la fatigosa  tarea de narrarles las mil y una peripecias que nos ocurrieron al señor Perharps y al hijo de la Wencesláa durante la guerra que libramos con el espantoso Conde Cópula.
No se crean, no fue nada original. Aquella tarde había sido presentada en sociedad la hija mayor de uno de los dirigentes del Partido Conservador, un tal Thomas Hardface, y para entonces nuestro villano ya se había despachado a unas cuantas mocitas de belleza inapelable. A la que dejaba más reconocible, pues parecían muñecas deshinchadas de tan exangües, lo hacía con la firma de una media luna, perfectamente grapada en la piel a mordisco vivo. El caso es que por más vigilancia que desplegaron las autoridades, las chicas de buen ver y buena familia –tan solo se machacó a una beldad proletaria la criatura cuatricolmillada-, vivían en riesgo permanente, dado que toda la seguridad activada para darle muerte o caza al monstruo había sido de todo modo infructuosa. Nosotros tuvimos un par de ocasiones de oro para trincarlo pero se nos escabulló. La última vez me tiré a por a él con la boca abierta cual perro rabioso, pero me esquivó y fui a dar con los piños en una tubería. Fue ver mi sangre y el Conde salió espantado como alma que lleva el diablo. Ya no teníamos ninguna duda: en cuanto su sangre se fundiera con la mía, el Conde Cópula acabaría más manso que una oveja recluido en un sanatorio  en el mejor de los casos, si no terminaba sus días de criatura fenómeno en un circo ambulante, sobre una alfombra de saldo mirando hacia la Meca.

O sea que nos metimos en la fiesta, como parte del personal de seguridad con el único objetivo de vencer o morir en la empresa. De esta noche no pasa, dijo Perhaps. O él o nosotros, Antonio. No hay estrategia, a la menor oportunidad te lanzas sobre él. Dijo apretando entre sus manos su arma mortífera. ¿Qué en qué consistía el arma? En una pequeña cerbatana en cuyo interior había un diminuto dardo emponzoñado con mi sangre. Perhaps era un virtuoso soplador de cerbatanas y el plan era sencillo. Él lo veía, le disparaba, le acertaba, lo obnubilaba y lo debilitaba con mi sangre tan noble de ideales como plebeya de origen. Y entonces entraba yo a saco, directo a su cuello, hasta dejarlo más blanco que la cera… Fácil. Perhaps soñaba con un ataque abierto, en plena fiesta, en el centro de los salones llenos de gente, o corriendo entre las majestuosas escalinatas de mármol, pero que lo viera la gente, mucha gente. Quería ver su foto en el periódico condecorado por la propia reina. Y pásmense, pasó, exactamente como el profesor Perhaps deseaba.

Pintemos el marco y el ambiente. Mucha gente en un edificio nobilísimo, salones iluminados por un alarde lámparas de araña y sin arañar, candelabros de pared primorosamente labrados, gente principal aseadísima y elegantemente vestida, formas suaves en el trato social, gestos calculados, sonrisas, murmullos… Entre las damas y las señoritas vestidas con telas gaseosas de colores pálidos y con sombreros alucinantes y los hombres de frac, camareros displicentes con copas de champán, jerez y otras ambrosías para la ocasión. Y desde un pequeño ambigú, las notas de la orquesta. Mozart, no podía ser otro, la música de Mozart, quiero decir. El señor Perhaps y yo con nuestros trajes de alquiler, deambulando como dos invitados más. Nos separamos. Yo voy mirando aquí y allá. Una chica de unos veinte, con un escote hasta donde empieza el botón, me mira y me sonríe. En ese momento paso del vampiro malo y me voy para ella para hacerle lo que le haría el vampiro malo pero en plan bueno, es decir, comérmela pero no a mordiscos sino a lametones. Pasan unos minutos, hablamos, todo en calma. Mi condición de hombre empieza con sus aldabonazos en la entrepierna. No espero más, con mucha educación dirijo mi cara a su oído y le susurro algo así como, ¿por qué no nos vamos afuera a mirar la luna entre empujón y empujón? Oh, yes, my darling. Pos venga… Y hete aquí que apenas salimos del gran salón a una espaciosa balconada, apenas cruzamos la húmeda un par de veces, apenas me hurga la señorita en la cárcel del badajo…   cuando de repente, en lo alto de la escalinata de mármol, apareció el inoportuno mostruíto de los cojones. Lo hizo sin protocolo, ni miramientos, se subió al frío barandal de mármol al tiempo que se abrían de par en par las grandes puertas del salón, y entre el silencio mortal de los convidados a la fiesta social de alta sociedad gritó:

Hola, hola, hola ¿dónde está la capullita que me la voy a comer viva? Y se lanzó desde lo alto, capa desplegada, planeando sobre el respetable buscando la joyita de la conservaduría británica como hace el águila cuando otea la presa. Así iba cuando el doctor Perhaps le disparó el aguijón, así estaba ya el monstruo a un metro de la cabeza rubia de la muchacha. Lanzó un alarido y comenzó a girar en tirabuzones. Yo, dejé a la señorita “darling” con el pecho sofocado y me fui para el aterrahembras como asno al pilancón. No le dejé ni una gota. Me sentí tan bién que empecé a volar, allí mismo delante de todo el mundo, pero era un vuelo angelical, sin capas ni atrezzos falsos, con mi traje alquilado, los ojos entreabiertos y la sonrisa de los estúpidos.

Al día siguiente salimos en todos los periódicos, la Reina Abuela, nos recibió y la Reina Madre y la Reina Niña, como si fueran la misma Trinidad.

A los dos días de aquello me despedí del señor Perhaps y de Walpole. Walpole tenía hipo, pero no era de risa sino de rabia. Pensé que me odiaba por haber neutralizado al Conde Cópula. Yo creo que era su soplón pero nunca lo comprobé.

Y así regresé a mi país. El haber cazado al vampiro malo extendió mi fama por toda Europa y me dediqué a la caza de todas las especies de vampiros que en la taxonomía hay. Hasta que se extinguieron para sobrevivir en la forma más invencible de todas: la de la normalidad democrática y la admiración social.

Pero esto, amigos, es otra historia…    

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