Democracia 2010

Manuel ValeroDice AltermundistaCR que “en España no hay democracia”. Lo mismo que escribe en un libro el héroe-villano, Jesús Neira, cuya intervención en la defensa de una mujer que presuntamente estaba siendo maltratada –ella lo niega- lo mandó durante un par de meses al mismo quicio de la muerte.

Neira es además profesor de Derecho Constitucional y su hazaña, elogiada por los cuatro puntos cardinales de la prensa escrita, vista, oída y mixta, le supuso la presidencia del Observatorio  contra la Violencia de Género de Madrid, hasta que vino a decir lo que escribió y a largar por su boca lo que ya está escrito. Si AltermundistaCR lleva razón, en su aserto, necesariamente al profesor Neira también le asiste algo de consistencia racional en lo que mantiene. La diferencia quizá estribe en el trazo grueso de las declaraciones del profesor universitario en las que mezcló el insulto directo, desabrido, sobre todo contra dirigentes del PSOE, así  históricos como en activo, y en la asombrosa paradoja de entender como un derecho la posesión de armas (¿) cuando se está al frente de una institución contra la violencia. AltermundistaCR sostiene que el sistema surgido de la laureada Transición no fue sino una Plutocracia bendecida por los padres de la Constitución que recogió los escombros de la Dictadura franquista para reciclar los materiales con los que construyó “un patético sistema de participación cuatrianual”. Y yo añado que con la cobertura legal de una Ley Electoral de doble finalidad: apaciguar el nacionalismo periférico y darle a los nacionalistas apaciguados el papel de bisagra que ningún partido con implantación nacional ha logrado conseguir hasta ahora. En la Transición, todos se despojaron de las armas con las que podrían desbaratar no sólo una evolución pacífica hacia la democracia sino el propio sistema. Felipe González adjuró del marxismo; Carrillo del republicanismo –“hoy la cuestión no es si Monarquía o República sino Democracia o Dictadura”-. La oficialidad franquista se suicidó solemnemente –Adolfo Suárez- para converger en un centro homologable con las democracias civilizadas, o se había trasmutado en partidos de derecha-derecha nostálgica –Fraga Iribarne-, o mantenido las esencias del anterior régimen –Blas Piñar. Los nacionalistas catalanes atemperados por Papá Pujol, por un lado, y los peneuvistas vascos, por otro, se comprometieron a contener a los radicales y violentos, con el inmenso poder que les ofrecía el nuevo escenario, y condenados a bregar con su ensoñación independentista en una sociedad profundamente dividida casi por la mitad. (Resulta chocante comprobar que ha sido en los territorios con anhelos secesionistas donde la sociedad civil ha actuado con mayor contundencia, no sólo desde los partidos políticos, sino desde la sociedad  civil, en uno y otro bando).

 Al final, la mesa de operaciones fue diezmando a unos y engordando a otros, y mandado a la pléyade de partidos a la izquierda del PCE, literalmente al olvido, aunque algunos de sus dirigentes hayan tenido la habilidad de sobrevivir, y sobrevivir muy bien, en el sistema. Pactada la Transición, los exámenes cuatrienales fueron superados con mayor o menor nota sobre todo por los tres actores principales: socialistas, populares y nacionalistas. Todo aparentemente correcto. Admirablemente democrático.

   Y en todo este conglomerado ¿cual ha sido la energía desplegada por  la sociedad civil? Pasados los años se comprueba que los cambios postdemocráticos han venido de arriba abajo al contrario de lo que ocurrió con el desmantelamiento de la Dictadura cuando la calle –el pueblo- era un clamor, animado, sí, por las organizaciones democráticas, pero frente a una sociología generosa y rebosante de energía que sólo había que canalizar.         

Sin embargo, si logramos apartar el ramaje de la verborrea de grueso calibre y sus derivados, y nos enfrentamos a la pregunta de si en España y por inclusión en Castilla-La Mancha existe una verdadera democracia, al menos deberemos pensar unos segundos antes de contestar. Si damos por buena la definición que considera la democracia como aquel el régimen en el que único soberano es el pueblo, parece que pedirle la palabra cada cuatro años para que se pronuncie sobre las ofertas que se le presentan, solventa sobre el papel esa condición inexcusable. Pero no deja de ser un espejismo. La clave está, precisamente, en esa  sociedad, en el pueblo. En el modo en que  a través de mil y un resortes puede ser conducido hacia un lugar u otro, a través de promesas, compromisos, soflamas y propaganda, y el sentido patrimonialista del poder, ejercido en demasiadas ocasiones como un reparto selectivo de prebendas y la creación de una tupida celosía de intereses cuya finalidad es mantenerlo a toda costa una vez conquistado. El voto en bloque en las Cortes, y no en conciencia de cada parlamentario, aparece hoy como una aberración.  Es verdad que aún en una democracia imperfecta, el poder mantiene permanentemente la cualidad de interinidad, pero la pulsión de continuidad está presente de manera palmaria. Es como si una vez depositado el voto, la sociedad se desentendiese de la carga de mantenerse ojo avizor. Esa sociedad que, por ejemplo, desconoce, Miguel Angel Martínez, dixit, que el Parlamento Europeo le pertenece. Si una sociedad ignora que los parlamentos son los depositarios de su voluntad, sobre qué clase de sociedad se ejerce la responsabilidad de gobernar? ¿No es sobre la desidia, la ignorancia, la comodidad y la pereza social sobre la que interesa precisamente gobernar? Así se explica cómo un personaje como José Bono llegó a barrer literalmente al adversario en seis ocasiones. ¿O fueron siete?

Llevamos ya 32 años de democracia, los cuales nos dan una perspectiva, para considerar sus aciertos, que los tiene, y muchos, pero también sus carencias. Estamos a ocho años de amortizar el franquismo y la democracia española necesita vitaminas de democracia. La arquitectura de partidos políticos en cuyo seno está ausente el debate y la discrepancia porque se consideran crisis graves –he ahí una curiosa forma de entender la democracia-, los congresos a la búlgara, las listas cerradas a las cuales sólo acceden los incondicionales, el desajuste entre representatividad real y representatividad formal (legal, según la Ley), el maniqueísmo de los medios de comunicación y su control, la dependencia entre poderes, el calculado juego de intereses exponencialmente disparado en el nuevo marco de la España autonómica, la frivolidad de la gestión presupuestaria y los caudales públicos, el sentido patrimonialista del poder, y sobre todo la falta de vigor de la sociedad civil, nos conducen a una certeza: afortunadamente España y Castilla-La Mancha, son un Estado y una comunidad autónoma democráticos y democrática, pero que están pidiendo a gritos una buena ración de estimulantes.

Si democracia es aquel régimen en el que la soberanía reside en la sociedad que no se conforma con hacer de jurado cada cuatro años sino que vigila, fiscaliza, denuncia y activa todos los resortes de esa soberanía de manera  permanente, tendremos que reconocer que es más la atonía que la militancia activa en el ejercicio de los derechos ciudadanos y el control soberano de quienes sólo están a nuestro servicio.

Para quien manda, no hay mejor democracia que aquella que pasa por la legitimidad cuatrienal y la que se asienta sobre una masa ciudadana acrítica, o narcotizada por una espoleada cultura del consumo. Pero la responsabilidad última no descansa en quienes nos gobiernan sino en los gobernados. Cada sociedad tiene los dirigentes que merece, aunque muchos dirigentes no sean merecedores del pueblo que les toca gobernar. La última prueba de cargo: la Constitución de 1978. No resiste un simple cotejo con la realidad de hoy y sin embargo, ¿a quien le interesa el gran debate que desemboque en una nueva Constitución o en una Constitución actualizada? ¿El gran debate que suponga el  amejoramiento del sistema?

Contra el parecer de Neira y AltermundistaCR, creo que tenemos democracia, sí, pero una democracia que a sus 32 años parece la tonta del bote, el bote que unos llenan y otros vacían a su interesado albedrío.

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