Sicavrios

Los impuestos son una obligación sobre todo moral: lo que cada cual mete en la hucha común para que toda la comunidad disponga de una recursos con que sostener el bienestar colectivo, el disfrute de servicios básicos de calidad y el calafateo de las brechas del desamparo. Pero una cosa es la simpleza contumaz de este principio y otra el endiablado álgebra fiscal en el que se enrocan  los más favorecidos por la fortuna con el único objetivo de disfrutar lo más posible del propio capital a cambio de rebajar su contribución a la caja general. Y precisamente porque son una exigencia moral los impuestos tienen la propiedad justiciera de calibrar la calidad solidaria de los contribuyentes. Por supuesto que una cosa son los impuestos, y otra la política fiscal -quiénes y cuánto pagan- y otra la gestión de la recaudación. El punto de equilibrio reside en ese intermedio ingrávido en que la Administración no es voraz pero tampoco dilipendiosa. Las rentas del trabajo son la que más se acercan al principio solidario colectivo y amortiguan en parte, la insensibilidad de los impuestos indirectos iguales para todos los bolsillos. De modo que a la hora de pagar a la caja de resistencia para los tiempos de crisis es cuando cada cual se retrata ante los demás y ante sí mismo. El egoísmo  es consustancial a la naturaleza humana pero en la medida en que las leyes refrenan esa pulsión por la calidad de vida general, así configuran una sociedad más o menos justa. Es aquí cuando aparece la tentación de burlar lo máximo que cada contribuyente puede poner a disposición del común. A la hora de apontocar, son innumerables las fórmulas para escamotear esa obligación o reducirla al máximo de manera que no quede dañada la impostura. Apaños los hay, a resguardo de  la más rentable de las ingenierías: la financiera. Desde la evasión pura y dura hasta el blindaje capitalista tras la puerta blindada de una SICAV con las bendiciones legales. El argumento del Gobierno para no subir la presión fiscal sobre estas sociedades que especulan con el capital y que actualmente pagan el 1% de los beneficios, es que mejor que las grandes fortunas se queden aquí antes que crucen la fronteras. Pues bien, aquí es donde aparece el verdadero carácter desenmascarador de los impuestos ya que quien se lleve el dinero fuera de su país para evadir la presión fiscal se está revelando como un insolidario miserable. Independientemente del acierto o no de un Gobierno a la hora de dictar su política fiscal lo que sigue siendo de una simpleza contumaz es el principio moral de los impuestos. Quien amparado en el laberinto societario financiero con el fin de pagar menos de lo que moralmente le corresponde, aunque tenga todas las  bendiciones benditas, no es un buen ciudadano, es un sicavrio. El Gobierno, en estos momentos confusos, tiene un plantel de posibilidades para demostrar su verdadero carácter socialdemócrata y si después de esto necesita de un empujón más, ahí va mi 5 por ciento, o lo que me corresponda. Lo bueno de cuanto está ocurriendo por  este tropezón del sistema es que está calando en el contribuyente de a pie, que no sólo en momentos de dificultad sino en tiempos felices,  la hucha  tiene que estar generosamente abierta para todos pero con la ranura más generosamente abierta para las rentas del capital, tan copiosas ellas y tan ingenieras. Tan sicavrias. 

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