Qué necesidad tiene un español de gritar la obviedad de que lo es en el maremagnum de un coro masivo al albur de un éxito deportivo nacional? No recuerdo que desde el 66 del siglo pasado hasta el domingo que son los mundiales que tengo registrados en la memoria, la victoria fuese coreada con la confesión pública de la nacionalidad de los triunfadores. Ni a los ingleses en el 66, ni a los brasileiros en el 70, ni a los alemanes en el 74, ni a los argentinos en el 78… ni a los franceses en el 98. Ganaban, los propios se alegraban con los suyos, y como era un campeonato mundial de selecciones nacionales, se echaban a la calle con la bandera de su país. Normal. El Mundial del 82 andaba yo por Cullera. La localidad veraniega se llenó de italianos con la enseña de la República de Garibaldi. Ni se me pasó por la imaginación hacer una transposición de tamaña exaltación patriótica y tan bello banderío. Eso me hubiera transportado a los años en que la rojigualda era patrimonio de un españolismo achulado y dictatorial. Y sin embargo, el soy español, ha sido una de las cantinelas con la que miles de personas han celebrado el vertiginoso ascenso de sus compatriotas en el sur casi polar de Sudáfrica hasta la victoria final. Esa necesidad de ratificar lo obvio es uno de los detalles que nos hace ser un parís raro. ¿Por qué? ¿Estaba arrumbado en el inconsciente colectivo como una vergüenza? Ser español es una circunstancia tan fungible como ser rumano o vietnamita. ¿Porqué se canta ahora y porqué todavía hoy hay quien es alérgico a confesar circunstancia tan natural? Con centenares de elecciones libres en todos los niveles del Estado en los últimos 33 años democráticos -estamos a poco más de un lustro para amortizar los 40 que no lo fueron- descubrimos que la obviedad cantada se ha liberado de la vieja connotación. La vergüenza no la alimenta la propia nacionalidad, sino la legitimidad o ilegitimidad de quienes están al frente de un Estado. Y ni así. Cuando un pueblo se da a si mismo el Gobierno que quiere, libremente, y ese Gobierno se somete al juicio sumarísimo de las urnas, la nacionalidad propia se torna en un matiz sin valor épico Es con los avances en todos los órdenes como pueblo que puede surgir un orgullo espontáneo, aglutinador, cosmopolita y afortunadamente descontrolado. Yo soy español, de Castilla-La Mancha. Como Iniesta. No lo puedo evitar salvo que me nacionalice malayo, cosa que no está en mi agenda. Y sobre la cuestión de los nacionalismos periféricos hace tiempo que defiendo la celebración de referéndums con todas las consecuencias. Si los catalanes, por ejemplo, quieren ser más felices y hacernos más felices a nosotros, a bordo de su balsa de piedra, es algo que no me desvela. Pero mientras la Historia escribe lo que tenga que escribir, me descubro ante la vertebral catalana de La Roja. Feliz, mundialista y españolísimo verano.
La obviedad cantada
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