Homenaje al 15-M

Quien escribe este homenaje se siente partícipe de ese manantial de esperanza que ha inundado las plazas de las principales ciudades españolas. Pero que no está dispuesto a que la euforia le impida repensar en profundidad, más allá del espacio inmediato del ágora, los déficit de la llamada democracia liberal, la crisis del concepto de representación y las causas del creciente desafecto que los ciudadanos experimentan hacia las instituciones democráticas. Incluyendo, en positivo, una propuesta viable con los mecanismos de control y participación que permitirían al súbdito de hoy convertirse en ciudadano real.

La asamblea de indignados debe saber que sin dicha reflexión en profundidad sobre el concepto de democracia se corre el riesgo de limitar la potencia transformadora del movimiento a unas cuantas propuestas de escaso calado, que apenas rozan los cimientos del actual paradigma. De igual modo, un arraigado desprecio al concepto mismo de agrupación política, como fuerza social organizada, puede dejar el futuro de la revuelta a merced de caprichosos vientos mediáticos. Los sentimientos, inclusive la indignación, son naturalmente efímeros salvo que cristalicen en estructuras políticas (que no tienen por qué adoptar la forma de partidos). Tan importante fue en la antigüedad el descubrimiento del fuego como el poder comunitario de sostenerlo y alimentarlo.

Es preciso establecer un conjunto de dispositivos de participación, deliberación y representación que se correspondan con lo que podría denominarse socialismo autogestionario, que nada tiene que ver con el felizmente finiquitado totalitarismo soviético ni con socialismo liberal, sumido en el bochorno de su decepcionante connivencia con lo real. No encuentro mejor forma de resistir pacíficamente desde la frágil trinchera del pensamiento cuando el desierto crece y la aflicción arrecia. Pues una reflexión sin acción es impotente; y una acción sin reflexión, agitación vana.

Los indignados comparten la percepción de que el orden político actual, con su bipartidismo excluyente, lejos de canalizar las demandas de las personas, lejos de garantizar derechos y libertades, lejos de proteger a los sectores más vulnerables, se ha convertido en la principal herramienta de los mercados para disciplinar a la población, poniendo a los seres humanos al servicio de su codicia sin fin. Políticos y mercaderes, visiblemente cómplices, juegan sus apuestas sin complejos en el casino global.

Sería una imperdonable ingenuidad olvidar que las nuevas formas de dominación tienen su origen en un proceso que va más allá de nuestras fronteras, y que no es otro que la conversión del planeta en un mercado cuyo control debe correr a cargo de las empresas trasnacionales. Éstas, en palabras de U. Bech, aprovechando la movilidad de los capitales, especialmente el financiero, y la competencia entre Estados para atraer inversiones, imponen la reducción al mínimo de las intervenciones y reglamentaciones que puedan limitar su interés, iniciativa y beneficio. Lo que rompe el equilibrio de poder que dio origen al Estado de Bienestar. Ello obliga al 15 M a promover como telos final del movimiento la creación de un vasto sujeto, un poder constituyente, primero europeo y después transnacional, capaz de instituir una democracia real cosmopolita en el ámbito planetario.

En España, las nupcias entre el poder político y económico, tras un largo noviazgo clandestino, se anunciaron solemnemente a sus víctimas el día 13 de mayo de 2010. Ese día, un presidente que hasta esa fecha parecía practicar un izquierdismo convicto, cabizbajo –es fácil imaginar por qué–, firmó la rendición sin condiciones ante el poder de los mercados, a quienes pasó a representar frente al poder legítimo de los electores. Tuvo suficiente cinismo todavía para vender el paquete de recortes sociales no como traición a sus principios, sino como un acto de responsabilidad heroica. Ese día España dejó de ser una democracia real. El adjetivo se desgajó del sustantivo. El pueblo fue desalojado de su soberanía y su máximo representante, en servil genuflexión, juró pleitesía al nuevo soberano. Ese día, oficialmente, dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en mercancías.

Sería injusto dejar de reconocer que vivimos en uno de los mejores sistemas políticos de la historia, que se mantiene todavía un grado importante de prosperidad material a la par que procedimientos y garantías que apuntalan nuestras libertades. Pero sería igual de injusto llamar democracia, en sentido estricto, a este sistema. Más propio sería el de plutocracia, gobierno de los ricos; democracia elitista; u oligarquía liberal, es decir, gobierno de las minorías pudientes, banqueros y políticos, con un amplio espectro de derechos individuales para las clases medias y el poder de elegir cada cuatro años entre dos opciones sustancialmente idénticas.

Los sacrificios impuestos a los ciudadanos y a las capas más débiles de la sociedad, a falta de mejor religión o filosofía, son justificados por la infame apelación al imperio de los hechos: no podemos hacer otra cosa que someternos a las exigencias del FMI, a las agencias de rating y a las autoridades monetarias. De no hacerlo, el país tendría que ser rescatado y aún sería peor. Nuestra soberanía está pues hipotecada, son los acreedores los que dictan ahora nuestras políticas. En resumen, nos dicen, no hay alternativa. Tampoco una reforma fiscal progresiva que distribuya el esfuerzo del ajuste en proporción al poder adquisitivo o persiga el vergonzoso rastro del dinero que no paga impuestos. En ese caso, dicen los gurús de las finanzas –el coro de indignos charlatanes–, el capital emigrará a zonas más cálidas, allí donde nada frena su voracidad y los sujetos han sido reducidos a la condición de cuerpos útiles y baratos.

Solo cuando este mito, el más eficaz de todos: la ausencia de márgenes a la acción común, la negación de la política, ha sido inoculado y, como una metástasis, ha circulado por el cuerpo social disolviendo a su paso toda resistencia, se puede explicar que millones de ciudadanos resignados y, en el peor sentido, realistas, se hayan lanzado en masa a votar a la otra opción del férreo duopolio, el PP, del que se espera haga las ofrendas necesarias para implorar con éxito la benevolencia del gran tótem: las divinidades financieras.

Brillantes ideólogos del pensamiento único han logrado pervertir hasta tal punto el orden natural de los conceptos, que ahora Ellos, que controlan el dinero, son los agentes, los que ofrecen prosperidad y empleo. Nosotros, los que producimos, somos los sufrientes, la pobre masa amorfa y vulnerable. Ocultando así la verdad más elemental de una política lúcida: que Nosotros somos los creadores del mundo, sus agentes. Y Ellos tan solo el parásito, lo superfluo.

Pero justo cuando la ignominia se extendía por la gélida noche del mundo aconteció lo insólito: alguien dijo basta. Cuando te acercas a sol por cualquiera de las calles aledañas, presientes como el zahorí la proximidad de un campo magnético infinito. Un ligero temblor recorre el cuerpo y apenas se pueden contener los sollozos.

Se tiene la sensación cierta de estar ante un acontecimiento que desborda en su potencia hasta lo más tenazmente soñado: un pequeño campamento de lonas, maderas y pasión compartida rezuma tal caudal de densidad humana que es capaz de curvar, como el núcleo de una estrella, el tiempo histórico y el espacio político.

Aquella multitud anónima devuelve cotidianamente, a la vista de todos, la política a su más noble origen, el gobierno de lo común, la deliberación pública de los asuntos por parte de los directamente afectados. La asamblea es el eje axial de este poder emergente. El diálogo sin restricciones el cauce que aproxima a los interlocutores y les restituye el sentido de su dignidad agraviada.

Porque si el movimiento 15 M es apartidista es precisamente porque solo así puede ser político. Cuando se ponen en suspenso las adscripciones y militancias de cada cual se pueden replantear las preguntas incómodas que una férrea mordaza institucional ha logrado sustraer al debate público: ¿es viable ecológicamente un sistema basado en el crecimiento ilimitado?, ¿es justa la actual distribución de la riqueza?, ¿puede el bipartidismo encauzar las demandas ciudadanas?, ¿poseen suficiente calidad democrática nuestras instituciones? ¿quiénes son los responsables de la crisis?, ¿por qué el mayor coste para superarla ha de recaer sobre sus víctimas?, ¿bajo qué nuevos parámetros construir un modelo social alternativo? Los partidos y sindicatos mayoritarios, leales administradores del sistema, son incapaces de abordar estas preguntas fundamentales. Es más, su deliberada censura es la tierra que pisan y el cimiento sobre el se levantan. Por ello sería justo decir que si los acampados son apartidistas es porque los partidos son apolíticos.

Respecto a los partidos minoritarios, como I.U. y otros, excluidos del orden político por la ley electoral, su papel no tendría ser añorar los votos de los indignados arguyendo la utilidad de darles un destino institucional. Lo verdaderamente útil en este momento sería más bien sumarse a los indignados en sus exigencias de reformar dicha ley, negándose a participar en las próximas elecciones generales del 2012 si no se garantiza previamente que todos los votos tendrán el mismo valor. La no concurrencia de I.U y de todos los partidos minoritarios deslegitimaría los resultados electorales y pondría en evidencia el carácter no democrático del actual modo de recuento.

Lanzando contra el muro de la apatía general éste y otros desafíos, la enorme asamblea, perenne y bulliciosa, estalla de propuestas. Millares de voces, entre indignadas y amables, denuncian sin miedo el sórdido sistema causante de tal desamparo. Las claves son sencillas y evidentes, nada intelectualizadas. Especuladores y ejecutivos que acaparan el poder económico sin piedad ni justicia.

Políticos corruptos, que gestionan los intereses de aquellos mediante el impúdico método de ofrecer al pueblo una falsa alternancia. Un pueblo entretenido y sumiso, que ha perdido la capacidad de hacerse preguntas. Y una frase que todo lo resume y justifica: “No hay más mundo que éste. Los amos de ahora seguirán siendo eternamente los amos».

Pero el campamento resiste, desnuda al rey y pone en evidencia la farsa. La indignación se hace visible, abandona el recinto cerrado de los corazones y se despliega en miles de manos que acarician el aire. Y como un río de montaña, las gotas de rabia contenida: paro, hipotecas, desahucios, precariedad, se van acumulando en una única corriente que produce en su murmullo un desbordamiento de los márgenes, la siempre insólita expansión de lo posible. El politiqueo deja paso a la gran política.

Ya nada volverá a ser como antes. Una generación de jóvenes, hasta ahora ebria y anodina, ha abierto una brecha en el servil conformismo que todo lo invade. Si la spanish revolución genera tal cantidad de temor y simpatía es por su audacia para declarar lo que es obvio: ¿por qué admitir ser tratados como mercancías si somos ciudadanos? El poder es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Esa es la raíz de todo, la verdad primera. “Democracia real ya” no es el nombre de una asociación ni una consigna. Es el estado del mundo en que la multitud se vuelve de pronto consciente de su poder político. El momento en que la utopía se hace carne y habita entre nosotros. El primer despertar del pueblo soberano.

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