El fútbol y la gloria

Manuel ValeroQue este Barcelona de otro mundo, con dos goles a cero, frente a un rival con diez jugadores, con un penalti a favor, con toda la artillería gastada en el asedio chélsico, tiros a puerta a mansalva, burdos postes contra la inteligencia, en casa, con una afición ejemplar, y en un partido de semifinales de Europa no ganara, no tiene explicación humana.

No me sirve que el fútbol, como todo en la vida, tiene un componente entrópìco, azaroso, inasible ni a la ciencia ni al preciosismo conductual de los jugadores. Con la lógica de Descartes, el Barcelona mereció pasar a la final pero no ocurrió. Si decidimos adentrarnos en la nebulosa especulativa de lo prodigioso, no sólo no encontramos un causalidad asumible sino que acabamos más huérfanos si cabe: ¿cómo es posible que un chaval menudo, con aspecto de Frodo Bolsón, que a cada gol, o sea muchas veces, señala el cielo después de garabatearse la cruz sobre su genial persona, haya sido castigado por la Trinidad divina con un fracaso tal? Un arcano. Y sin embargo, tiene una explicación. Y se la voy a dar.

Lo humano es un cíclico vaivén y nada mortal puede estar permanentemente anclado en la perfección y el éxito. El Barcelona llevaba tres años largos, o cuatro años cortos, asombrando al mundo con un juego sobón que en las botas de Xavi, Iniesta y Messi alcanzaba cotas de manierismo insoportable. El Barcelona aupado por su genialidad puso en peligro la gloria para convertir la gloria en mera rutina. Llegó a jugar tan bien que lo que era un hermoso tiralíneas fue derivando hacia un aburrido dibujo, fue convirtiendo el fútbol en un partidillo de fútbol sala en cancha grande. Lo bordó con tanta excelsitud que jugaba al balonmano con el pie. Lo hizo tan hermoso que dejó de ser fútbol. Ante la perfección absoluta era normal que todos los contrarios salieran al campo con la resignación del cristiano frente a los leones, aceptado con mansedumbre un destino inevitable.

Pero la grandeza del Barcelona fue tomando cariz de decadencia, porque para decaer hay que tocar la plenitud. Lo cual no es trágico, es admirablemente humano: sólo se tiene consciencia de la gloria cuando ya ha pasado, cuando la alcanzamos después de atravesar el infierno o cuando aceptamos la certeza de su carácter efímero. Los ciclos, ya saben. Ahora entendemos mejor la asombrosa campaña que ha realizado durante los últimos tres o cuatro años.

Debo reconocer que me alegro por lo que concierne a mi afición blanca: como buen madridista tenía sobrecargo de barcelonitis. En fin, que algo misterioso destelló cuando en el Coliseo barcelonés se invirtieron los términos y fue Cristiano el que se merendó a Leo. Es desde la perspectiva humana de lo finito y lo pasajero desde la que ahora Guardiola y los suyos pueden asimilar lo gigantesco de sus hazañas.

Manuel Valero es periodista y escritor.

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