Una fábula fluvial

Había un castor holgazán que aspiraba a morar una madriguera de maderas nobles y a retozar por un dique marmóreo, colosal, una fortaleza inexpugnable para las corrientes. Una muralla de palos y barro que pudiera admirarse desde lejanos meandros y cascadas. Zote como era, tramó un plan para rendir al río a su aviesa ambición sirviéndose de las criaturas que lo habitaban.

“Peces y batracios de nuestro arroyo”- les dijo –“tenéis acuático derecho a una vida mejor. Que vuestro afán sirva a este alto propósito que con tanta vocación comparto y pondré fin a la escorrentía y a las turbulentas crecidas. Viviremos todos en aguas mansas y plácidas, como los privilegiados bancos de lagunas y charcas”.

“Podéis dar crédito a tan sabias y solidarias palabras”- interrumpió una nutria mientras se recostaba en la mullida orilla –“yo misma os prestaré mi ayuda, pues siento un altruista interés por contribuir a futuros beneficios comanditarios”.

Así pues, truchas y carpines, sapos, tritones, crustáceo, bivalvos y todo ser sumergido cotizó en tan pública empresa sin defraudar esfuerzos. En menos de una luna levantaron una descomunal barrera vegetal que ensombrecía a los propios árboles.

El río, ultrajado, desvió su cauce y, en pocos días, los contribuyentes fluviales quedaron atrapados en un lodazal hediondo, a merced del apetito de lutrinos y zancudas.

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@eusebiogarcia

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