El detective íntimo: Capítulo 2

Un sábado de finales de abril, caluroso por adelantado, con un partido anodino e interruptus, no es lo mejor para alardear de buen humor e ir dejando a cada paso un rastro de natural simpatía. Román Paracuellos era simpático, sí, locuaz y extrovertido como corresponde a un buen footbol lover, latino, además, y manchego para ahondar más en su casticismo evidente, con una cultura media pero suficiente para no confundir Beckett con Békquer y recordar de memoria el inicio de un par de novelas míticas, y todo el glosario de frases de su admirado Humphrey. El detective íntimoY era abstemio, lo cual no cuadraba muy bien en su faceta de sabueso. Además no fumaba desde hacía tres años. Zumos de tomate y caramelos de menta sin azúcar constituían su dieta urbana. Singularidades éstas muy de andar por casa en comparación con su fijación amatoria. Se habrán preguntado qué hacía nuestro peculiar amante cuando no había fútbol que eran casi todos los días de la semana. Pues lo mismo que cualquiera, practicaba sexo escuchando uno de los treinta o cuarenta partidos que tenía grabados en el móvil. Eso sí, elegía el partido en función de la calidad y la categoría de su amante lo cual no tenía nada que ver con su posición social sino con la mayor o menos exhuberancia que su pareja ocasional pudiera mostrar de natural en la plena verticalidad u horizontalidad. Si se trataba de una chica sensual, guapa, y atrevida en los juegos de Afrodita, se conectaba en las orejas uno de los partidazos históricos del equipo de sus amores. Si la afortunada que acompasaba el movimiento de sus caderas a las de él era más bien del montón, alguno de esos encuentros de trámite sin pena ni gloria en el calendario liguero. Tenía también el incómodo defecto de creerse muy gracioso. Lo era, pero no tanto como se creía en su cómica autoestima.

Retomemos la historia. La tarde en que su jefe lo interrumpió cuando gozaba sobre la chica morena de los ojos grandes como el volante del coche, Román se dirigió a las oficinas de Inmobilaria San Ildefonso, situada en uno de los polígonos de la ciudad. Antes de llegar, paró el coche y despidió a la chica.

-Llámame- le dijo la muchacha con su sonrisa de pícara

.- No, no lo recuerdo, amor… ¿Lo hiciste, de verdad?

-Que me llames, gilipollas.

-Descuida..

No había demasiada gente a la entrada del edificio. Salvo unos cuantos agentes de policía, el socio mayor de la Inmobiliaria, un prohombre de la ciudad, dueño de casi todo el suelo recalificable, con contactos importantes en la política, y dos empleados, entre ellos una chica de arrebatadora boca sensual de labios gruesos trazados en un gesto de falsa inocencia capaz de enloquecer hasta el impertérrito Quijote de la plaza. Vestía una falda corta y una camisa blanca desabrochada hasta el tajo de los pechos. Llevaba el pelo rubio recogido en un coqueto moño y los ojos verdes destellaban como balizas detrás de unas gafas que le deban cierto aire de secretaria intelectual.

Román se acercó ajeno al perro galgo que pendía de una cuerda en el vestíbulo de la oficina de la Inmobilaria San Ildefonso, con la vista puesta en la muchacha. Fue inevitable. En la entrepierna comenzó a sentir los aldabonazos de la urgencia. Pero se concentró y ordenó al músculo del placer pasar de inmediato a una hibernación transitoria. La vista del chucho muerto, con una mueca horrible, la boca abierta y los ojos desmesurados como platos de ensalada, facilitaron las cosas.

-Vaya, pensaba que los detectives dejaban el sábado para otros menesteres- le dijo uno de los agentes.

-Hola, Carranza, qué le ha pasado al perrito. ¿Aún está caliente?

-Siempre tan chistoso, Paracuellos. Ha sido hace un par de horas. Y a plena luz. Al parecer no había ni un alma en el vestíbulo. Entraron colgaron el animal y se fueron. El de seguridad de la empresa de al lado vio un coche salir a escape, un peugeot negro, pero no cogió la matrícula. Eso es todo lo que sabemos. El señor Badía fue quien nos avisó.

-Bueno, el fiambre es un chucho, eso resta dramatismo al asunto-dijo el detective.

-Una broma macabra, sí, eso parece-contestó el policía.

Mientras hablaban, otros agentes observaban el animal. El empresario Carlos Badía hablaba con su móvil visiblemente contrariado. La chica miraba a todas partes sin saber qué décir. Hasta que reparó en Román y sus ojos se cruzaron por un momento. Lo que pensó la chica lo supo el detective después, pero lo que pensó el detective fue lo previsible: en un segundo la vio desnuda sentada sobre él, ensartada en su miembro y cabalgando como una loca. Román sacudió la cabeza porque volvió a notar los aldabonazos. La chica presintió algo porque se llevó instintivamente la mano al botón de la camisa. Fue extraño. Se sintió sin nada encima, nada más que su piel, sus pechos exactos, su piernas perfectas, sus caderas ondulantes y bien proporcionadas, su culo prieto y su sexo indicado por un fino trazo de bello púbico. Inmediatamente le apartó la vista. Román creyó descubrir el destello fugaz de una sonrisa de complicidad. Pero dejemos esto para más adelante.

Román se acercó hasta el señor Badía cuando este acabó la conversación telefónica y se metió el móvil en el bolsillo con rabia..

-Miserables, hijos de puta…

-Cálmese, no es más que un perro- dijo el detective- Quiero decir que no es un fiabre de más “categoría” – Román miró a la chica como si acabara de decir una aberración incorrectísima que pudiera restarle puntos para lo que ya estaba tramando- ¿Tiene idea de quién ha podido ser?

-Sí, cualquiera de los hijos de puta que hay desperdigados por la ciudad y que no soporta que une se haga rico con su trabajo…

-¿Qué trabajo, señor Badía?

-¿Usted también es un antisistema maloliente, detective? Si es así, haga el favor de largarse ahora mismo. Sepa que conozco muy bien a su jefe.

-No se altere, señor Badía- terció el policia Carranza-. Lo que Paracuellos quiso decir es…

-Déjalo, amigo- Roman se acercó al perro y lo miró con detenimiento.

La muchacha no daba crédito a lo que había presenciado. El tipo descarado que había llegado le había hablado al señor Badía, con un desparpajo insólito. ¡Al señor Badía, dueño y señor de media ciudad, inversor, propietario de dos periódicos y de la televisión local y presidente del club de fútbol Real Ciudad. Eso la excitó y ya no le quitó ojo al detective al que escrutó de arriba abajo. Se fijó en sus pantalones vaqueros ajustados que le esculpían un buen culo de hombre, en su abultamiento sugerente debajo del cinturón y en su torso sobre el que se ceñia un niki blanco deportivo. Era una extraña mezcla de pijo y macarra, una mezcla arrebatadora.

Y allí estaba el chucho, con las cuatro patas desmayadas, los ojos abiertos y la lengua fuera con expresión de canino perplejo. Y a un palmo la cara del detective, como si buscara algo. Se detuvo en una herida que el perro tenía a la altura del cuello, como si le hubieran hecho una incisión a propósito, pero no con la intención de matarlo.

-¿Tienen unas pinzas?- dijo.

-¿Has visto algo, Paracuellos?-se interesó Carranza.

-Creo que ahí dentro…

La muchacha corrió a las oficinas y regresó con las pinzas que había solicitado el detective.

-Tenga – le dijo.

Y en el cambio de mano, los dedos de ambos contactaron durante un segundo. Tiempo suficiente para que una sacudida eléctrica los encendiera por dentro. Y lo mejor de todo, que ambos fueron conscientes del irrefenable atractivo sexual que se provocaron mutuamente. La chica se esforzó por que su rostro no delatara la alteración súbita de su sexo. Jamás le había ocurrido nada parecido.

Román abrió la herida del cuello del galgo y dio con la abertura interior que le llamó la atención en su inspección ocular. Hurgó en ella con las pinzas y extrajo algo sorprendente.

-¡Es una llave!!

Todos se acercaron a mirarla, los agentes, el policía Carranza, el señor Badía y la muchacha de boca jugosa y gafas de intelectual.

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