El detective íntimo: Capítulo 8

El detective íntimoLa de sorpresas que da la profesión de detective. La angelical secretaria del señor Badía no era tal sino una sabuesa perversa cuya misión era precisamente husmear en los papeles, las conversaciones, los contactos, las citas, las reuniones y otros cónclaves herméticos de su jefe, haciendo de eficiente secretaria despierta, activa, pero con una pizca de despiste que hacía mucho más creible su rol de fisgona.
-¿Y para quien trabajas? -le preguntó Paracuellos mientras tomaban un café en una cafetería, antes de iniciar una nueva jornada de trabajo.
-Eso de momento, no te lo voy a decir, a no ser que la próxima vez juguemos a la “Pocamontas”.
-Espera… a ver… el sábado, no el domigo hay un buen partido, podemos ¿no?
-Yes, we cam… Pero tu te vas a Madrid a lo tuyo…
-Estaré aquí para el numerito…
-Pues ya lo sabes, el próximo domingo, pero en tu casa… Y por cierto, ya que hemos intercambiando fluidos ¿porqué no intercambiamos información.
-¿Cómo?
– Tú me dices qué averiguas, yo te digo qué averiguo, a la par, el nivel de confidencia debe ser mutuo. Será como una competición. Tú me pones al corriente de lo que sepas de ese pez gordo de los madriles y yo te pongo al día de lo que vaya viendo en las tripas de mi jefe…
-Bueno, bueno, bueno… En cinco años de curro no me había pasado nada parecido. ¿Alguna idea sobre el perrito frío? ¿Crees detrás de eso está la mano del marido burlado al que Badía me ha encargado seguir?
-Cuando hagamos el numerito de Pocamontas, te lo digo…- dijo Lorena tomando el último sorbo de café y adelantándose a pagar los desayunos.
En la calle, y antes de que la muchacha se introdujera en su coche para acudir puntualmente a su trabajo en la secretaría de Inmobiliarias San Ildefonso, Paracuellos le dijo:
-Tengo la impresión de que sabes muchas cosas y de que eres más mala que un dolor. Pero eso me gusta, hace todo esto más emocionante…
-Nos vemos el domingo, campeón. Ya sabes Pocamontas…
Luego, Lorena arrancó el automóvil y se confundió con el tráfico. Paracuellos se quedó pensativo. Hacía una mañana estupenda, la gente iba de un lado a otro con ropa casi veraniega. Llamó a su jefe.
-¿Jefe? Salgo para Madrid en una hora. Le llamaré esta noche.
A la hora convenida, Paracuellos conducía su coche rumbo al norte, entretenido en imágenes calientes que aún le bailaban en el majín, en las noticias de la radio y la rutina de la conducción. A medio camino, sonó el móvil y se activó la conexión bluetooth.
-Sí?
-Soy yo, tontín. ¿Quieres que te cuente un cuento inmoral?
-Santo cielo, Lorenita, ahora voy conduciendo.
– Era broma. Quiero hacerte un encargo. Pásate por la dirección que te enviaré en un mail y recoges un sobre para mi.
-De acuerdo, pero eso te costará una pasta, no trabajo gratis.
-A la vuelta, hablaremos de eso… Adiós.
-Anda con Dios, hija mía.
Al llegar a la gran ciudad Paracuellos tuvo que concentrarse en la conducción. No se conduce lo mismo en una ciudad de provincias que en la capital del Reino. Siguió por calles y avenidad hasta dar con un hotel modesto que conocía de las veces que se acercaba a ver al equipo de sus amores. Era en las grandes ocasiones y aunque no había sexo había mucha pasión, si bien nuestro hombre no perdía la oportunidad de conseguir acompañante para el antes, el después o el durante, si era necesario, como aquella vez…
Llegó a recepción se registró, y subió a su habitación. Abrió la mochila que llevaba y sacó el nombre, la dirección, y la empresa del objetivo, junto a una foto.
-Bien, señor Heliodoro Cortés… Le acaba de salir otra sombra, confío en que me lo pongas todo facilito. Hay que comer, ¿sabe usted?
Después bajó al bar del hotel, se tomó unas cervezas y se fue a una tasca cercana a apretarse un cocido madrileño. No tenía prisa. De hecho ese día no pensaba hacer nada más que pasarlo a su libre albedrío deambulando por la gran ciudad. Una pequeña siesta, una peli, un par de copas y a la piltra. Asombrosamente no se sintió depredador, pero dejó que las cosas discurrieran a su amor, libremente, enlazada en la aparente sinrazón de las casualidades.
Después de comer, llamó a Lorena.
-Ahora me apetece ese cuento inmoral. Pero seré yo el que te lo cuente…
-Mmmmm, me gusta.
Paracuellos puso una voz impostada y comenzó a relatar el cuento de Caperucita Roja en versión adulta, muy adulta. Oía las risas de Lorena, y las palabras inconexas, y los pequeños quejidos hasta que sólo oía su respiración rota por hirientes grititos de voluptuosa excitación. Al acabar se metió en la ducha para ablandar el cemento de la entrepierna.

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