De epitafios y frases lapidarias

Clarisa Leal

Y es que la Parca no tiene horario, ni fecha en el calendario. Mira… bien podría ser este un buen epitafio para inscribir en la última morada que nos espera. En esa pequeña parcela que llevamos pagando incansablemente (por si acaso…) toda una vida, de mármol, rodeada de flores (aunque sean de plástico) y, con suerte, con vistas al mejor de los paisajes y multitud de compañeros que no hacen ni pizca de ruido (la más deseada de las comunidades de vecinos). Amueblada con exquisitas maderas y un acolchado de lujo para solaz y reposo de nuestro cansado osario. Lo dicho… toda una vida pagando para no disfrutar ni un ápice de ese destino final y con la pena de no poder salir a gritar, a los cuatro vientos, lo que nos quedó por hacer, por amar, por desear o, simplemente, mostrar lo que en realidad éramos y no lo que parecíamos. Quizá por eso, a lo largo de los siglos, los escritores se han afanado en dejar escrito un epitafio. Para que perdurasen, además de sus obras, los más profundos de sus anhelos.  Los hay de todas clases y humores, con ganas de venganza y esperanzadores, dedicados a sí mismos o a otros seres importantes de su existencia. Pequeñas frases con las que cerrar un ciclo vital para dejarse llevar a otro plagado de nuevas  incertidumbres. Un punto y final como última creación. Ni la mejor, ni la peor…. La que verán aquellos que se acerquen a su tumba para rendirle honores o por simple curiosidad pero que forma parte, también, del mejor de sus legados.

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Molière dejó escrito un epitafio que decía: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien” pero son muchos más los que utilizan el humor y la ironía para despedirse de este mundo como, por ejemplo, nuestro querido Unamuno: “Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”,  Miguel Delibes: “Espero que Cristo cumpla su palabra”, Miguel Mihura: “Ya decía yo que ese médico no valía mucho”, Dorothy Parker: “Perdonen por mi polvo” o E.A. Poe: “Dijo el cuervo: nunca más”.

Otros, por el contrario, dejan bien claro cómo vivieron su vida y lo que encontraron en ella como Quevedo: “Por el que nadie lloró y hoy es llorado” o el portugués Pessoa: “Fui lo que no soy” y mucho más explícito se nos muestra F. Scott Fitzgerald cuando deja escrito aquello de: “Estuve borracho muchos años, después me morí”

Y es que no sólo los epitafios son escritos para uno mismo, sino también para esos seres que han caminado junto a nosotros y a los que bien merecen unas últimas palabras. Lord Byron dejaba estas frases a su perro: “Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad, y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios”. Epitafios poéticos como el del poeta Vicente Huidobro: “Abrid su tumba. Debajo de su tumba se ve el mar”, nostálgicos como el del Marqués de Sade: “Si no viví más, fue porque no me dio tiempo”, revolucionarios: “Lo que el alma hace por su cuerpo es lo que el artista hace por su pueblo” de la chilena Gabriela Mistral o contundentes como el del humanista francés, Rabelais: “Que baje el telón, la farsa terminó”.

Cuánto se puede decir cuando uno ya no tiene voz. Quizá Bugs Bunny fuese un visionario cuando dijo aquello de… “eso es todo amigos” o el Rey Juan Carlos con su “por qué no te callas”, buenas frases para acabar una existencia. Pero yo me quedo, mientras sigo buscando la mía, con la que nos legó el argentino, Borges: “…Y NO TENGAN MIEDO”.

Clarisa Leal

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