Corazón mío. Capítulo 3

Manuel Valero.- Las gotas de lluvia se estrellan mansamente contra la luneta del automóvil. Es una llovizna otoñal, dulce.. El parabrisas las aparta con brusquedad mecánica. Las luces de la ciudad nocturna pasan ante sus ojos. Observa a la gente que camina, y los escaparates, y los guiños de los semáforos, y el neón intermitente, y el tráfico rodeándolo como en un asedio, con automóviles que lo sobrepasan, que ruedan a la misma velocidad como en un desfile, algún que otro claxon…
Corazon
En una esquina hay un músico callejero que toca el saxofón indiferente a la inclemencia. Nadie se detiene. De vez en cuando, alguien le echa unas monedas y prosigue su camino sin atender  siquiera unas notas sueltas. Abre la ventanilla de la derecha, y la algarabía urbana entra en el interior del coche. Justo a la altura del músico se detiene ante el  semáforo. Reconoce la melodía: Stormy Weather. Con los dedos sobre el volante trata de seguir un ritmo de jazz mientras canturrea.  No hay nada como un paseo en coche por las amplias avenidas, sin rumbo, sin citas, sin apremios,  un viernes de septiembre, con los primeros trazos crepusculares esbozados en el cielo como el bosquejo de un  lienzo. Tiene una moto, las motos guardan su propia estética e inspiran una lírica especial, pero para los días de lluvia de los días preinvernales, nada como el coche. Se acuerda del iluminado de Taxi Driver. Pero él no es así. No quiere limpiar de escoria la ciudad, no pretende una pureza social de ciudadanos perfectos. El músico, un hombre negro  tocado con una gorra de lana de color rojo, mueve el cuerpo con elegancia, despacio, se inclina hacia adelante, luego hacia atrás… La vieja canción de Sinatra lo colma.

El sonido de un claxon lo devuelve al asfalto húmedo sobre el que reverbera aquella jungla luminosa. El semáforo se ha puesto de parte de los conductores. Ahora la lluvia es un poco más intensa pero no agresiva. Los grandes edificios, con las ventanas encendidas al azar, siempre le han parecido un misterio. ¿Quién estará detrás de esos cuadrados perfectos de luz?. Una luz mortecina, como de vela, le sugiere la intimidad del amor.  Tal vez duerman, tal vez hayan salido a cenar, quizá se trate de oficinas que han acabado la jornada. Es viernes, el preludio del fin de semana, la tarde más optimista, más que la del sábado, y mucho más que las melancólicas tardes de domingo.

Pone la radio y acciona el buscador. Va de noticias en noticias, de anuncio en anuncio, de tertulia en tertulia. Finalmente, para el dial en un programa minoritario de músicos desconocidos. Las canciones que entona en ese momento un neocantautor le parecen estúpidas por sus pretensiones de justicia cósmica. Tuerce a la derecha y enfila otra calle principal. La gente sigue caminando, jóvenes en grupo, mujeres con bolsos de compra, parejas que se besan bajo la lluvia, y de repente… un rostro, ella, sola, con un caminar entre presuroso y calmo, a intervalos, eso le parece. ¿Va sola? No, parece que alguien la sigue, no, no sí, sí, la sigue: es un gorila profesional, un guardaespaldas.

El conductor sonríe, extrae de la guantera un puñado de fotos. Bajo la de Tony Lobera está la de ella, Rita Rovira Ramírez, la triple R. Una sonrisa malévola le arruga el carrillo derecho…

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