Una de tres minutos

Gonzalo Hernández Baptista.- Vaticano. Enero. Hacía un frío de mármol y piedra. Iba caminando con ella cerca de la piazza di San Pietro, entre rezos colectivos de fieles, hosannas y turistas que se amontonaban a la puerta de los museos. Ella se detuvo de golpe y me guiñó el ojo diciéndome venga, nos hacemos unas de tres minutos. Dudé. ALUMBRE LOGOCasi me arrastró dentro del habitáculo. Me puse las gafas. Leímos las instrucciones. Primero, la moneda. Luego, cuatro flasazos a intervalo de diez segundos. Y, por último, recogerlas pasado un minuto. La miré. Ella estaba sonriente como una niña. Introduje la moneda. Enrosqué hacia abajo el banquetín. La senté con cuidado sobre mis piernas. Nos preparamos. Yo estaba nervioso. Mirábamos los dos aquel puntito negro un poco lejano. Yo sonreía. Creo que ella también. ¡Tac! Me quedé ciego. Tras el primer fogonazo, ella se deshizo de la capa y se quitó rápido el suéter. Tenía un sujetador semitransparente y yo (¡tac!) con cara de tonto salí retratado en la segunda. Para la tercera no tuve ni tiempo de mirar a la pantalla porque se lo desabrochó y se quedó (¡tac!) toda en domingas. Así me pilló el tercer relámpago sin trueno. No sabía si reírme o forzarla a que se estuviera quieta. Pero ella hundió mi cabeza entre sus manolas. ¡Tac! Y ahí se disparó la cuarta. Sólo sentí el lamido de la luz caliente sobre el vello de mis orejas.

Cuando resucité de aquello, ella se había recompuesto. Estaba un poco tensa, pero igual me sonreía. Descorrió lentamente la cortina y un cuchillo de luz nos cegó los ojos. Creo que sólo tuve tiempo de palparme el paquete, buscar el mechero y encenderme un cigarrillo. Algo por dentro me temblaba. Salieron por el ano de la máquina las cuatro fotos con marcado ruido de ventisca. Ella se agachó recatada, con la espalda recta, para recoger las impresiones.

– Aquí las tiene, padre Gesualdo -me dijo-. Han quedado bonitas. Éstas las podemos mandar a las misiones.

Le arranqué las fotos de las manos. Déjame ver, le dije. Estábamos los dos sentados en las cuatro. Sonriente ella, yo con cara de aturdido. Mirando a la cámara, postizos, vestidos como cuando entramos.

Se las devolví un poco consternado, diciendo sí, hermana Glenda, creo que éstas podemos mandarlas a las misiones.

O la cámara o ella o yo. Alguno de los tres tendría que estar mintiendo.

 

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