Corazón mío. Capítulo 16

Manuel Valero.- Puso el té bien caliente en la mesita de noche y se acomodó en la cama. La ventana abierta para ver la lluvia escurrirse tristemente por el cristal, y la calidez de una iluminación íntima le proporcionaron una gratificante paz. Solo por esos momentos valía la pena ser policía.
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La estridencia de una jornada de trabajo acentuaba la placidez de los momentos tranquilos, como el que se dispone a beber agua después de un duro ejercicio y ese hecho nimio pero vital colmara todos los placeres. Colocó la almohada de modo que pudiera estar recostado y echó un vistazo a las revistas. Primero las colocó cronológicamente pero en orden inverso. La más cercana al presente la tenía a la vista, luego todas las demás, como en una cadena de tiempo. La última era la más antigua. Esa fórmula le pareció más eficiente. Pero ¿por qué se interesó por esas publicaciones que recogían la extraña muerte de una muchacha? Recordó no sin dificultad los acontecimientos, los sueltos de la prensa y nada más. Irene Cruz era la hija de un conocido empresario, dueño de una importante cadena de alimentación. Había tenido una vida muy apropiada a su condición de niña rica, una tendencia despreocupada a la diversión y una evidente carencia de responsabilidad. Sus relaciones eran sonadas. ¿Tenía algo que ver las andanzas y la sórdida muerte de Irene con el caso Lobera? Posiblemente, no, pero estaban en la casa del comunicador social asesinado y eso daba cierto morbo al asunto. Al fin y al cabo, Irene acabó como acabó, y las revistas sobre su caso estaban recopiladas bajo el peso de los libros en la casa de un famoso presentador de televisión cuyo final, de algún modo,  los asemejaba.

Peinado, se puso a leer. La revista más “reciente” se detenía en el abatimiento de los padres de la muchacha que se lamentaban de no haberle ofrecido una mejor educación que la de dejarla conducirse según su libérrima conducta, y del carácter demasiado independiente de Irene. Aunque en este punto había una evidente discrepancia entre la madre de la chica y el padre. No era tan autosuficiente, y si lo era, lo era en lo estrictamente material. Irene tenía un soporte emocional tan consistente como un papel de fumar. Cuando tenía que enfrentarse a un problema, siempre huía hacia adelante y si esa estrategia no hacía más que agrandar el contratiempo, entonces volvía a la casa paterna sin que su padre se enterase, y se consolaba con la madre a lágrima viva. Una noche en el hogar familiar, en las haldas de la madre, y al día siguiente vuelta a empezar.

Peinado no descubrió nada interesante. Todo era normal, las reflexiones de los padres de Irene fotografiados con el dolor impreso en el rostro tras el parapeto de unas enormes gafas de sol, e instantáneas de la imponente villa donde residían los Cruz. El número anterior de la revista que correspondía a ocho días antes publicaba un extenso reportaje del entierro de la muchacha con todo un despliegue de fotos. Era un reportaje social del triste evento que reunió en el tanatorio a lo más granado del mundo empresarial del país y conocidos rostros de la farándula.

Peinado dejó de leer y se quedó pensativo. Miró instintivamente la hora, sin interés, concentrado en la historia de la joven Irene, pero sin ningún claro que despejara la niebla de Lobera, ninguna conexión… Hasta que en un número anterior, se dio de bruces con un desmán de fotografías a todo color, a doble página. En ellas aparecía Irene riendo abiertamente al mundo con el fogonazo níveo de su exacta dentadura, rúbrica de su felicidad, junto a Tony Lobera que hacía lo mismo, es decir, reía a mandíbula batiente. Peinado buscó automáticamente el año, ya lo había leído pero buscaba una confirmación inconsciente. Seis años atrás. Entonces se levantó de la cama como expulsado por un resorte y encendió el portátil. Y buscó. Puso los dos nombres: Irene Cruz y Tony Lobera. Apareció un prontuario de información que asociaba a ambos entre sí, y a los dos, con el programa de moda entonces: Alto Voltaje.

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