Corazón mío. Capítulo 25

Manuel Valero.- Todo iba bien, dentro de su indisciplina,  hasta que mi hija empezó a salir con ese futbolista tan bueno dentro del campo como bohemio en sus ratos libres. Una relación anterior de éste fue captada por ese programa…
corazonmioAlto Voltaje.- precisó Ortega.
-Esa chica comenzó a contar cosas, a despedazar a Irene, que si se había metido de por medio, que si el dinero… como si a ese muchacho le hiciera falta… ¡por el amor de Dios! .La dirección del programa se puso en contacto con mi hija para que rebatiera  a su adversaria y ella… irresponsable… picó el anzuelo-. El señor Cruz apretó los puños. Ahora si destellaron de sus ojos lágrimas de rabia…
– Siga, por favor-, le sugirió Peinado.
-Debió negarse… ¡Qué necesidad tenía mi pequeña de entrar en esa trituradora! Alguien me llamó para decírmelo, que pusiera la televisión. Y allí estaba, a voces la una contra la otra, diciéndose cosas horribles, casi íntimas, hasta la familia salió a relucir. Pensé que se acabaría pero me equivoqué. La llamé para ordenarle que dejara de asistir a esa horrible cosa,  pero no me hizo caso.  A  veces me culpo de no haberla atado en corto, pero los negocios, los compromisos…
-Eso ocurre en las mejores familias- Ortega lamentó la puntilla pero ya era demasiado tarde- Quiero decir…- lo estropeó.
-… Lo que ocurrió después fue un despropósito. Llamaron al futbolista, creo que se retiró en plena vorágine o fichó por otro club, no lo recuerdo, y entre los tres se deboraban como hienas ante la sonrisa inmoral de ese petimetre. Les pagaban muy bien, pero Irene no lo hacía por dinero, ¡cómo lo iba a hacer por dinero! La cosa tomó derroteros de infamia y mi pequeña decidió cortar por la sano….
-¿Qué quiere decir?-, preguntó Peinado
– Habló con ese Lobera y le dijo que ya no pensaba volver al plató. El problema es que cuando Irene tomó esa decisión después de informar  a su pobre madre, las audiencias estaban disparadas,  y ese… ¿periodista?  no estaba por la labor de dejar escapar el filón. Atente a las consecuencias, le dijo. Y después se enciscaron con ella de una manera inhumana, emitían imágenes de la familia, de mi mismo, de mi difunta esposa, ponían en tela de juicio hasta mis relaciones con Hacienda y airearon algunos asuntos menores que cualquier hombre de mi posición está obligado a afrontar. Yo mismo me puse en contacto con el dueño de la cadena…
-¿Por qué no acudió a los tribunales?- se interesó Ortega..
-La libertad de expresión, me decían, y que mi hija acudió libremente al programa, que había decidido hacer pública su vida… Además eso hubiera sido más publicidad para ellos. Estaríamos de una boca a otra sabe Dios cuánto tiempo. Y no estaba dispuesto a ello.
El industrial hablaba y a medida que lo hacía se le iba ensombreciendo el rostro. No perdió la compostura pero Peinado detectó un leve temblor en los labios de aquel hombre rico, multimillonario, solo. Un rayo de sol penetró entonces en el despacho iluminándolo todo, la mañana se abrió definitivamente y por el ventanal se podía ver en toda su magnificencia el verdor de la finca de los Cruz, el destellar de las gotas de agua deslizándose por las hojas, por las paredes vivas de los laberintos y por las copas de los árboles… Los dos policías miraban al industrial compadecidos.
– Finalmente desapareció. Mi hija llamó a su madre y le dijo que quería viajar, no nos dijo adónde ni con quién, sólo que nos llamaría. Hasta que recaló en ese infecto hotelucho de carretera… Mientras ella vagaba por ahí, su imagen no desaparecía de ese estercolero, una y otra vez, que si se había marchado porque la habíamos desheredado, que si yo la había golpeado… Fue horrible, horrible. Mi esposa murió hace dos años y yo creo que… desde entonces empezó a morirse poco a poco… Oh, Dios mío…
El señor Cruz se desmoronó definitivamente y lloró sin pudor delante de los policías.
-Mi hija- prosiguió- no estaba capacitada para que la picotearan esos buitres, perdió amistades, comenzó a beber más de la cuenta, y a tomar pastillas para dormir todo el día. Incluso cuando apareció su cadáver, el programa lo justificó como la consecuencia de una vida disoluta de una niña caprichosa y consentida… Se supo que un par de meses antes de envenenarse salió con un muchacho, un  desconocido….
El silencio que siguió a las palabras del industrial pesó como el plomo. Peinado y Ortega quedaron pensativos. En realidad no habían escuchado ninguna historia extravagante, sino el relato lógico de un mecanismo destructor que había alimentado una televisión zafia, inhumana, con una victima propiciatoria, una más.
-El caso es que ese presentador está… muerto o vivo…  La madre que… Perdóneme, señor Cruz pero creo que tiene usted motivos para…-, Ortega se adelantó a su compañero.
-Lo hubiera hecho de haber tenido la posibilidad, no lo dude,  y créanme si les digo que no lo lamento, no lamento lo que le haya pasado o lo que le pase-, la voz del señor Cruz sonó ahora seca, judicial.
-Ese miserable está jugando con todo el mundo. Lo único cierto es que hay un cadáver-, apostilló Peinado.
-Hay muchos cadáveres, demasiados-, musitó el industrial apretando los dientes.
Mientras hablaban, Peinado pudo observar la llegada de cuatro o cinco automóviles de lujo a la mansión de Samuel Cruz, y cómo el servicio recibía a los visitantes, todos hombres, y cómo eran dirigidos hacia una edificio menor, aislado entre los árboles, con el aspecto de un panteón o algo similar.
-Son mis invitados. Los sábados me gusta acompañarme de mis amigos-, dijo.

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