Corazón mío. Capítulo 26

Manuel Valero.- Lo tiene todo sobre la mesa desordenada del taller, notas, fotografías, no deja nada a la improvisación. Hay una mezcla de objetos sin relación aparente. En la pared, el póster de Edgar Allan Poe lo observa con una fijeza perpetua, es de esos dibujos de un rostro humano cuyos ojos siguen al observador con una velada amenaza. corazonmioMira la hora, una hora nocturna de principios de noviembre de un día frío y tristón. Conoce todos los movimientos y las costumbres de las personas fotografiadas. Rebusca entre los papeles y elige una. Luego se la lleva hasta la vivienda. Canturrea y declama un fragmento de la película El Padrino, “le voy a hacer una oferta que no podrá  rechazar”. Estira el cuello, después lo encoge y lo hace desaparecer en el tronco, adelanta el mentón y lo repite:  “le voy a hacer una oferta que no podrá  rechazar”. En ese momento salta el móvil con un tono que reproduce un fragmento de la Heroica de Beethoven. Todo el mundo  coge el móvil con nerviosismo, de manera apresurada, como si se tratara de la última llamada, pero el hombre lo hace con parsimonia, recreándose un poco en la música, y cuando llega exactamente al compás preciso, pulsa el botón. Asiente. Apenas habla, si, no, de acuerdo, esta noche, todo listo… Apaga el teléfono y ríe a carcajada limpia. Mira de nuevo la foto. Es un hombre calvo y fornido, uno de los lenguaraces de Trapos, una pieza, una buena pieza. Comprueba unas notas sueltas entre el desorden de folios y trocitos de papel amarillo adherente que tiene pegados por todas partes. Regresa al taller. Luego sale a la calle con una mochila. La frialdad de su rostro se adapta enseguida al gélido ambiente de la noche. Lleva un anorak con la capucha ocultándole la cabeza y unas gafas de sol. El casco de motero hace el resto. No llueve, pero es una tregua. Aun puede observar la panza de un cumulo de nubes contra la que reverbera la última luz del día y las llamaradas eléctricas de la ciudad. Sube en la moto y se aleja. Todo listo, memorizado, el edificio, la dirección, el momento exacto en que el portero sale acarreando los contenedores de basura… No concibe el error. No es de que los que caen presa del pánico, tiene un autocontrol a prueba de tortura y una determinación asesina. Nada ni nadie puede interponerse en su sórdido camino. Mejor que todo salga, según lo planeado, en caso contrario… ejecución inmediata. Un contratiempo, sí, pero todo es un contratiempo desde que empezó la “limpieza”.
Llega al edificio del colaborador de Trapos Limpios… ¿o no? A distancia prudencial escudriña la puerta de la calle, una puerta grande de un edificio antiguo pero noble, remodelado no hace demasiado tiempo. Saca la llave de contacto de la moto y camina unos metros, con la capucha sobre la cabeza, enciende un cigarro y simula consultar una guía de la ciudad. Avanza unos metros más hasta un paso de la puerta. Espera pacientemente y tal como esperaba por anteriores “guardias”, el portero sale a la calle empujando un capacho gigante lleno de desperdicios, lo manipula con veteranía, con impulsos precisos para salvar el escalón y el bordillo de la acera. Aprovecha que el portero le da la espalda concentrado en su labor, hace como que camina deprisa, y se escabulle dentro del piso, escurridizo como un pez. No espera el ascensor, sube las escaleras a grandes zancadas. Queda poco para el cuarto piso y nadie lo ha visto. Se ha detenido unos segundos en el rellano del tercero porque oye las voces de un inquilino que despide a otro que se introduce en el piso contiguo. Decididamente corre hacia la cuarta la planta. Se detiene ante la puerta E y llama.
-¿¿¡¡¡ Tony!!!?? ¿Tony Lobera?-, la sorpresa del inquilino es mayúscula, el hombre fuerte y calvo de Trapos apenas pronuncia el nombre de la persona que en ese momento está frente a él. El hombre se quita la capucha del anorak y le sonríe como sólo Tony Lobera sabe hacerlo.
El hombre no habla, aprovecha la perplejidad de su víctima para entrar lentamente en el piso. El colaborador rosa recula presa de la inquietud. Pero enseguida se dispone a sacar tajada de la situación.
-Qué pedazo de maricón estás hecho, eres increíble, anda siéntate por ahí. Menudo notición.
No dice más, el hombre lo encañona con una pistola, le apunta directamente al pecho. Por el modo en que maneja el arma se trata de un experto.
-Siéntate, ahí, vamos, deprisa-, le dice.
-.Pero…
El hombre estira la mano y la acerca la pistola. El otro le obedece  tras hacer un amago imperceptible de fuga neutralizado por el extraño visitante con el viejo recurso de dejarle sobre la frente la marca del cañón…
-No hagas ninguna tontería, Antoñito, anda, no me destroces la obra…
– Pero tú, tú…”

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