Corazón mío. Capítulo 66

Manuel Valero.- Llovía como si la lluvia  que empapaba la ciudad  fuera el último aguacero sobre los hombres. No se conocía una estación como aquella desde que la ciencia comenzó a tabular  las cosas. Entre respiros de días claros, los más, plomizos, el invierno incipiente era un llanto inconsolable que abrió sus lagrimales a principios de octubre sin posibilidad de consuelo.
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Las noticias de inundaciones competían con las económicas, éstas con el desbarajuste nacionalista y los nacionalistas con las singularidades del caso Lobera que por momentos logró eclipsar las informaciones sobre el temido colapso económico, el descubrimiento de un nuevo asunto turbio de dinero inmobiliario o el desencuentro crónico de la clase política. Llovía sin cesar, y la tozuda inclemencia, como un heraldo del cambio climático, contribuía a un estado de abatimiento general. Si un telescopio que hubiera sido concebido para escudriñar la intimidad de los hombres hubiera enfocado hacia la ciudad en busca de los protagonistas de esta historia, aquella tarde anochecida del 17 de diciembre de 2012, hubiera visto en la comisaría a varios agentes  al teléfono cogiendo las llamadas de los ciudadanos que aseguraban haber visto a un hombre pelirrojo con ojos azules que les había parecido sospechoso.  Entre las llamadas bien podría estar la de alguien que dijera la verdad. La misma tarde noche de aquel domingo de diluvio, se hubiera fijado el visor en el inspector jefe Villahermosa cenando con su mujer en el salón de su casa, esperando la hora del partido de fútbol frente al televisor. Y hubiera visto una cena en silencio, sin apenas cruce de palabras, ni siquiera para pedirse el pan y la sal. Hubiera visto a un Villahermosa  con el teléfono móvil a la vista y a mano para salir pitando en cualquier momento. Hubiera visto el agua escurrirse por los cristales de la ventana de la  casa del inspector en una zona residencial de clase media y el destello de una luz hogareña. El detector de vidas anónimas hubiera dirigido la lente hacia el piso de Ortega jadear con entusiasmo animal sobre la chica de los pantalones ajustados. La pistola a la vista, y el teléfono, por si reventaba de una vez con la llamada definitiva.

El padre de Peinado, el profesor de Sociología viudo, liberal, escéptico, admirador de Francisco García Pavón y su asombrosa criatura policial, amante del buen brandy y de la música de películas, se recortaría también en el ojo vidrioso del telescopio cojuelo, leyendo algo, cualquier cosa, con toda seguridad interesante, mientras marea como siempre la lámina de licor en el interior de una copa gigantesca, y dirige con la mano derecha una melodía de película. Y vería a Ropero escribiendo frente a la pantalla del ordenador con sus gafas coloreadas y redondas. Y vería la lente imaginaria  a dos jóvenes en el salón principal del apartamento, en atuendo casero, hablar  mientras hacen arrullos a una gatita.. Vería a Roberto y delataría en su rostro un rictus entre paciente y deseoso como si la conjunción  de ambas emociones le esculpiera un gesto nuevo en su rostro de policía. Y contemplaría a Gloria, en pantalón corto, sentada en el sofá viendo la televisión, a ratos mirando una revista y a ratos acariciando el regalo de su novio…

Para todos pasaba el tiempo y se agotaba el tiempo para todos. Era el domingo un día sin casquería, por eso el ojo avizor de las vidas ajenas no podría captar la imagen de ciudadanos hipnotizados por los encantos de los grandes divos de la televisión basura, entre otras cosas, por que los dos campeones no estaban sino uno  muerto y la otra, secuestrada. Quizá pudiera descubrir nuestra la lupa imaginaria, el sitio de la soledad de Rita. La hubiera visto, llorosa y abatida en su celda,  con el derrotado apaciguamiento que sigue a horas eternas de dolor, tal vez, acosada también por su propia conciencia.  Y no faltaría en este retablo urbano el joven pelirrojo, de ojos azules, actor sin nombre, pareja postrera circunstancial de la malograda Irene Cruz, hacer ejercicios de relajación y entre ejercicio y ejercicio, entretenerse con imitaciones de personajes inconexos. Como si estuviera loco, mirando la lluvia tras un gran ventanal bajo la noche negra.Y de poder ver el tiempo hubiera visto que el tiempo volaba hacia la noche más vieja del año y en cuyos hilos todos estaban atrapados.

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