Corazón mío. Capitulo 67

Manuel Valero.- Abre los ojos. Le cuesta abrirlos. Las pestañas se le han soldado por el llanto, tanto que nota cómo tiran unas de otras. Ve volúmenes y contornos difuminados que se ondulan en arabescos. Se pone de pie tanteando las paredes para recobrar el equilibrio. Camina unos pasos hasta el pequeño lavabo de la celda, inclina la cabeza, y se enjuaga la cara.
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Despejada, Rita Rovira vuelve a tener consciencia del estado en que se encuentra, pero no le quedan fuerzas para gritar. Corre hacia la puerta, pega el rostro sobre el pequeño ventanuco pero no ve a nadie, ni oye a nadie, únicamente el discurrir monótono del agua en la extraña fuente que hay detrás de lo que parece una mesa de oficiante. Quiere gritar, pero el aire no le brota de su entraña, es apenas un chillido ridículo. Luego se vuelve, apoya la espalda contra la puerta y se desliza lentamente abandonada a su suerte. No lo entiende, no encuentra explicación. Ni a su espantoso cautiverio en aquel lugar lúgubre, ni al desdichado fin de sus compañeros. Ha tratado de adivinar a través de la ventanilla de la puerta de la celda algún signo de esperanza, alguna cruz, la imagen de un Cristo, el  bajorrelieve de un pantocrátor. Eso sería señal de que gente cristiana podría compadecerse de ella, dejarla en libertad y calmarla con palabras amorosas. Pero todo es muy extraño. Aquel edificio semicircular, con columnas que no soportan nada, con aquella mesa de mármol y las estilizadas troneras con  vidrieras de colores.

-Por favor, que alguien me ayude. Quiero ir a casa…-  gime una y otra vez  sin la menor posibilidad de ser escuchada, o mucho peor, sin la menor posibilidad de ser liberada si fuera escuchada. ¿Qué hora sería? No puede alzarse hasta el ventanuco de la celda pero vuelve a intentarlo. Pone la mesita de noche bajo la tronera del techo pero no alcanza la altura para tener una visión del exterior. Lo poco que puede ver es una luz amarilla, una luz invernal que le sugiere la tarde. ¿Las cuatro, las cinco? ¿De qué día? Rita hace cuentas… diez, quince días… No recuerda con precisión. ¿Fue a finales de noviembre, o a primeros de diciembre que fue arrancada violentamente de su querida redacción, de sus amados compañeros?. ¡Cómo los extrañaba ahora, ahogada en aquella soledad inhóspita, silenciosa, amenazante! ¿Estarían preocupados por ella? ¿La policía habría abandonado su búsqueda? No, eso era inconcebible. ¿Habrían decidido las grandes cadenas de televisión desprogramar los espacios del corazón como ella mismo había rogado después de tomar un extraño brebaje que le proporcionó una lucidez desconocida? Quizá la decisión fuera la contraria para no dar muestras de debilidad.  ¿Iban a ceder los jerifaltes mediáticos del país sólo por salvarle la vida? La presentadora de Corazón Abierto se respondía alternativamente con el  “sí” y se consolaba y se reanimaba lo suficiente para no perder el sentido; pero inmediatamente el “no” pedía paso para rematar el cuestionario con el que se torturaba. ¿Qué podría hacer? Nada. Y entonces, cuando la evidencia de su absoluta incapacidad para dirigir su suerte se le aparecía con  brutal certeza, se dejaba caer de nuevo sobre el camastro para destilar las últimas lágrimas.

Otras veces para pasar el tiempo  volvía a leer la revista que una mano le pasó por la ranura inferior de la puerta de la celda, cuya portada reproducía la cara demacrada de la malograda Irene Cruz. Pero también esa relectura le producía un estado de ansiedad que le dificultaba la respiración porque la obligada a reconsiderar la calidad humana de su trabajo y a reflexionar en el mensaje que ella misma emitió desde la cadena que tantas tardes, tantas noches y tantos años, le había servido para descuartizar vanidades ajenas. Allí estaba. Mirándola desde una hoja de papel, ebria como una cuba, cuando la muchacha había iniciado el descenso sin retorno que la llevaría al suicidio. Primero fueron los de Alta Tensión con Tony Lobera en primera línea de fuego; después ella, en un programa anterior a Corazon Abierto cuando la chica apareció muerta y ella misma hizo una lectura inmisericorde del luctuoso suceso, achacándolo “a los caprichos de una niña bien que a fuerza de ser atendidos de inmediato son el mejor pasaporte para la propia aniquilación”. No tuvieron en cuenta los ruegos de la muchacha para que su imagen dejara de ser eyectada desde las cámaras a los hogares del país, ni lo correos, ni las llamadas, incluso en directo, para implorar que la dejaran en paz. Al contrario, siempre que el regidor era informado de la llamada de Irene lo comunicaba a Tony Lobera, y éste se frotaba las manos con fruición cuando estaba fuera de plano. Su compañero asesinado se lo había contado una y otra vez durante los días que sucedieron a la muerte de la pobre Irene. Y ahora, Rita Rovira Ramírez, la triple R tenía que soportar la carga de su soledad, su cautiverio y su propia conciencia erigida en un juez  implacable.

 

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