Julius, mon amour (Memorias de un ladrón bon vivant) Capitulo 7

Manuel Valero.- Fue un cuadro. Un Caravaggio. Pero antes de continuar les pondré al corriente de algo obvio por otra parte para quien, como yo, se había convertido en el ciudadano X, en el justiciero anónimo, en el súper-súper héroe de la ciudad con amago de ensombrecer a los otros X, a los hombres raros y las tías buenas con dotes inverosímiles.

cacoY es que me ejercité en las artes marciales, en la meditación trascendental, en el manejo de las armas negras (pistolas y así), las armas blancas (cuchillos, sables, puñales y así) y las armas rubias (palos y otra ralea), me hice experto en deducción lógica, un lince en el rastreo y un sabio en amores al dictado de Serrat. Mientras tanto, merced a mi empleo como uno de los responsables de las cuentas de la empresa de componentes informáticos y bienes de equipo para la que trabajaba, me hice con un cuenta corriente nada desdeñable que engordó a todo trapo con los réditos que me aportaban mis acciones. Vivía en una casa a las afueras de Madrid, bien pertrechada, amplia y cómoda, tenía un buen coche y chicas, lo que se dice, chicas no me faltaban. Mi nombre , Julius, y yo mismo, las hipnotizaban. Y mi buena planta y mi poderío. Algunas veces cuando estábamos en deshacer la cama de la manera más bestial posible, alguna amante ocasional me decía. «Jo, cómo me gustaría que me hiciera feliz el tipo ese que roba a los que roban». «Ese es un gi..li…po…llas wuuuuaaaoooooooo”, decía yo al final de la refriega.

Bien, dicho esto vamos al grano. Fue un cuadro, como les he dicho al principio de mi relato de hoy. Un Caravaggio. El Narciso, para ser más exactos. Siempre me ha gustado la pintura pero me he inclinado por los impresionistas y la surrealidad y lo onírico. Sin desechar lo abstracto. La pintura digamos, clásica, siempre me ha parecido fúnebre. Pues bien. En una de las principales galerías de la ciudad habían inaugurado días atrás una exposición monográfica del Merisi. Todo iba bien hasta que al tercer día los encargados de abrir rutinariamente los salones se encontraron con que en el hueco del Narciso guapo no había más que eso, el hueco, porque el lienzo había desparecido sin que nadie se diera cuenta, sin que saltaran las alarmas (tampoco era demasiado sofisticado el sistema, nada que ver con las pelis de misiones imposibles), sin que hubiera ningún desperfecto. Todo estaba en el mismo orden pasmoso de todos los días salvo el desorden del robo del Narciso. Así lo tituló la prensa: El robo del Narciso. Pero esta vez ni yo estaba allí, ni observé nada extraño ni tuve ocasión de echarle el guante al distraedor del arte ajeno ni nada por el estilo. Lo escuché en la radio del automóvil cuando me dirigía a la oficina. Luego rastreé unos cuantos digitales que destacaban la noticia y a media mañana mientras me tomaba un refrigerio compré un par de periódicos de papel. Todas las informaciones coincidían en lo magro: la desaparición del Narciso, y también en la absoluta ausencia de pistas, de rastro, de algún indicio que indicara la dirección a seguir. El Gobierno pasmado, la galería al borde del soponcio, el consorcio organizador al pie del suicidio colectivo, y todo el personal desde el comisario de la exposición al bedel abochornado. La empresa de seguridad encargada de eso, precisamente, desprestigiada. Quien quiera o quienes quieran que fuesen eran unos expertos. Posiblemente una banda internacional, decía la presa, que era como se bautizaba a alguien que hacía un trabajo limpio poniendo de manifiesto nuestra tendencia a la chapuza nacional.

Así estaba yo esa mañana en la oficina. Pensando en el Narciso y en Caravaggio como si fuera un valor emergente del orgullo gay. Esta vez estaba complicado, muy complicado, ya que a mi propósito de reponer el cuadro en su pared legítima se unía una dificultad añadida: antes tenía que saber dónde demonios estaba el cuadro. O sea, que antes que ladrón bueno, tenía que ser detective, poli, sabueso… agente a lo Tom Cruise y toda esa mandanga. Joder, eso sí que era una prueba. Pero no me amilané. De modo que tomé la decisión solitaria (los héroes anónimos es lo que tenemos) de recobrar el cuadro, pero con calma. Esa tarde llamé a Neli, una chica de la competencia industrial que me hacía confidencias jugosas a cambio de unas cuantas citas… Luego comprobé que el que le hacía las confidencias era yo pero dejemos esto que no viene al caso. Fuimos a la ópera, luego cenamos y después nos fuimos a mi casa a hacer lianas con las sábanas. Santo Dios, a punto estuve del gatillazo, pues no se me iba de la cabeza el maldito Narciso de Caravaggio. Tenia que urdir un plan, un mapa personal de operaciones… pero ¿como? Wuuuuuaaaaooooooooooo, Neli, mi amor…. Otro día les cuento que ahora no puedo…

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