Un héroe y un matemático en la Ciudad Real del siglo XVIII

Ángel RomeraLa curiosidad es la energía del investigador, pero en esta tarea, como en el amor, la perseverancia lo es todo: algunas respuestas solo se hallan tras recorrer todas las trochas del monte. De una investigación nace otra: extraer una pareja de cerezas de la fuente exige retirar casi todas las demás si uno no corta algún que otro hilo para evitarlo. Pero esto es lo que el investigador no debe hacer: junto a la curiosidad, el segundo elemento esencial para él debe ser la ambición, la pasíón que obliga a no renunciar a nada: quien investigue lo poco concluirá investigando lo mucho.

Así que, indagando con un propósito distinto, me «salieron» un par de curiosidades o cerezas que quiero compartir con ustedes, mis queridos cómplices. Estaba yo empeñado, y aun emperrado, en aclarar la trayectoria de un fecundo poeta neoclásico instalado en Ciudad Real, tarea que inicié hace lo menos diez años, cuando empecé a leerme, gracias a la gentil disposición de amabilísimos encargados de los archivos diocesanos, los áridos libros de difuntos de la parroquia de Santiago que se habían salvado de la Guerra Civil y han vuelto a la vida los simpáticos y digitalizadores mormones.

La mayor parte de estos fieles difuntos eran pobres y monjas (¡con qué facilidad se morían los pobres y las monjas a fines del siglo XVIII!). Al lado de cada responso notarial, figuraba las más de las veces la misma observación: «pobre» o «monja». Tachaduras, pocas y sospechosísimas: por ejemplo, la de uno de los familiares de Manuel Adame, el Locho, un cruel guerrillero carlista, hijo de un sintecho ciego, porquero en su poco maravillosa infancia que, cuando talludito, se aficionó a abofetear alcaldes y demás cargos municipales (cuando estaba de buen humor; de malo… dejémoslo: uno no ha perdido del todo su mohosa pudibundez; Adame prefiguraba a aquellos que, en esta ciudad antes villa, en 1936, «cogieron» al con algún motivo llamado «el Cacique» y, tras torturarlo relamidamente, lo descalabraron tirándolo a un pozo).

El resto de los finados, más regular o bien paridos, contaba con un desarrollo escrito más holgado (la historia borrajeada en papel y no en la memoria es la de los poderosos), pero, hete aquí que topo con que uno de los que pasaron a los anales del polvo merecía mejor trato.

Era solo un nombre, si bien sonoro y medio extranjero: Jacobo Stuart Cagigal de la Vega (1765-1798), capitán de fragata, nada más. Pero uno, extrañado por el raro destino de un marinero condenado a ahogarse en el proceloso océano manchego, tiró del hilo y descubrió la grandeza oculta de lo vulgar, la historia despachada en apenas unas líneas. Esa fragata se llamaba Sabina y nuestro Jacobo / James terminó malherido al cruzar cañonazos con el almirante Horacio Nelson. Este lo intercambió por un par prisioneros ingleses que eran oficiales suyos, según cartas que se han conservado.

Don Jacobo, con alguna sangre irlandesa, era hijo de Ventura Stuart y Colón, cuarto hijo de los segundos Duques de Berwick y de doña María Josefa Cagigal y Montserrat. La prosapia de la línea paterna es conocida; la materna procede de las ilustres Casas de Cagigal, Salinas, Vega y Acevedo; su abuelo Francisco fue Virrey de Méjico y, hermano suyo, el marqués de Casa-Cagigal.

A don Jacobo ya le compraron, siendo apenas niño de teta, un cargo y destino en el ejército, oficio tradicional de la familia; en aquella época, al contrario que en el ejército de Napoleón en que solo los méritos servían para ascender, podía prosperar solo (en la milicia Ancien Régime) quien pagaba más, razón suplementaria para hacer fáciles los triunfos del Corso sobre tanto imbécil amedallado (en aquellos entonces los ejércitos europeos parecían una moderna universidad española o, peor, unas oposiciones al Tribunal de cuentas). Además, el ser capitán, teniente, mariscal, general o cualquier cosa resguardaba de las balas que era una bendición.

Pero ese no era el caso de nuestro don Jacobo, programado por todos sus antepasados militares para meterse en el ejército desde que era apenas un chaval sin bozo. Llevaba ya dieciocho años de servicio cuando le dieron el mando de la fragata Sabina. El Duque de Alba, que investigó el hecho y a quien sigo principalmente en esta recensión, nos cuenta lo siguiente:

A [este] hecho de armas no sobrevivió mucho, pues murió en Ciudad Real el 23 de agosto de 1798 con la categoría de Capitán de navío graduado. De la batalla, que Nelson califica de «la más apretada y violenta que pueda imaginarse», es conocida la versión de Fernández Duro en estos términos:

«El 19 de diciembre encontró la fragata Sabina, mandada por don Jacobo Stuart, de 40 cañones de 18 y 8, a la Minerve, inglesa, de 42, de 24 y 12, gobernada por el célebre Horacio Nelson, entonces Comodoro. En breve pelea, de casi tres horas, se vino abajo en la primera el palo de mesana, teniendo los otros muy averiados, dos muertos y 48 heridos; entre éstos, dos oficiales. Nelson subió la cifra en su despacho a 164 bajas. (También los grandes hombres tienen debilidades, dice Duro.) La fragata hubo de rendirse, no sin haber causado siete muertos y 33 heridos al vencedor, que conservó el trofeo breve espacio

El siguiente día fue recuperada la Sabina por la Matilde, de su misma clase, que mandaba don Miguel Gastón. Esta recuperación la refieren los ingleses así:

«Marinada la Sabina, la conducía a remolque su vencedora, por el mal estado en que tenía el aparejo, cuando se avistó otra fragata evidentemente española. Nelson largó la presa atacando, hacia las cuatro de la tarde, a la recién llegada, que era la Matilde, de 34 cañones. En media hora de pelea la obligó a arribar y, contándola por suya, vio aproximarse otros tres bajeles contrarios: el Príncipe, la Ceres y la Perla. Al amanecer el 20, se unió la Matilde a estos tres buques, pero se juntó también al Comodoro la fragata Blanche, de 32 cañones, con la que corrió en retirada, sufriendo el fuego de los cazadores todo el día, con pérdida de otros 10 hombres. Quedó atrás la Sabina y resistió hasta que los palos cayeron por la banda y el casco estuvo destrozado

Las dos cartas de Nelson sobre nuestro héroe fueron publicadas en el tomo II de su Correspondencia. La primera está dirigida a don Miguel Gastón, Capitán General del Departamento de Cartagena, fechada en alta mar a bordo del buque de guerra inglés Minerva, el 24 de diciembre de 1796. He aquí su traducción:

Señor: La fortuna de la guerra me dio posesión de la Sabina después de una defensa de las más bizarras; la misma señora, tan voluble, os devolvió el buque con algunos de mis oficiales y hombres a bordo. He procurado hacer lo más llevadera posible la cautividad de su valiente comandante, don Jacobo Stuart, y confío en la generosidad de vuestra nación para que dé trato recíproco a los oficiales y hombres ingleses. Consiento, señor, en que sea cambiado don Jacobo y en que quede en plena libertad de servir a su Rey cuando sean entregados los Tenientes Culverhouse y Hardy a la guarnición de Gibraltar, con los otros que acuerde el cartel establecido entre Gibraltar y San Roque para el intercambio de prisioneros. También se me cogió un criado en la Sabina: se llama Israel Coulson; no dudo de que V. E. dará órdenes para que inmediatamente me sea devuelto, por lo que me consideraré su deudor. También confío en que se mandarán a Gibraltar a los hombres que actualmente tenga prisioneros de guerra. Es propio de grandes naciones tratarse mutuamente con generosidad en alivio de los horrores de la guerra. Horacio Nelson.

El que canjease a un solo personaje por dos de sus oficiales juzga del mérito del marino español, tanto y más si  recordamos, como hace el Duque de Alba, que sus últimas palabras antes de morir se dirigieron a uno de ellos: «Kiss me Hardy», y el hecho conocido de haber vuelto con su barco, en condiciones de grave peligro, porque el de Hardy se había quedado distanciado, así como la respuesta que dio cuando le representaban lo arriesgado del retroceso: «Yo no abandono a Hardy». Por prisionero de tal valor afectivo para Nelson, quería éste cambiar a nuestro Capitán Stuart.

La segunda carta la envió Nelson a su padre desde la isla de Elba, en 13 de enero de 1797, y dice así:

Cuando me puse al habla con él [Jacobo] diciéndole: «Esta es una fragata inglesa» y exigiéndole la rendición o que, de lo contrario, le haría fuego, su contestación fué noble y digna de la ilustre familia a que pertenece: «Esta es una fragata española, y puede usted empezar tan pronto como guste.» No me puedo figurar batalla más apretada ni violenta; las fuerzas idénticas en artillería, y casi el mismo número de hombres, teniendo nosotros doscientos cincuenta. Varias veces, durante la acción, le pedí que se rindiera, pero su contestación fué: «No, señor; mientras tenga medios de luchar, no.» Cuando ya no le quedaba ningún oficial con vida, me llamó, diciendo que no podía luchar más y rogándome cesase el fuego. La fragata siguiente era la Ceres, de cuarenta cañones, y no quiso luchar mucho. No hay palo, verga, vela ni cuerda que no esté deshecha. Los palos mayor y de mesana con la verga mayor son nuevos, como cada jarcia y cable en el barco, el palo de trinquete y su verga reforzados. A mi llegada aquí era noche de baile, y como asistían los Capitanes, me recibió el General en debida forma, y la música tocó determinada marcha; luego vino «Rule Britania«. Horacio Nelson.

Tengo sin embargo que hacer una pequeña corrección al Duque de Alba: el capitán de fragata de la Real Armada Jacobo Stuart, Estuart o Estuardo no murió el 23 de agosto, sino, según el libro de difuntos de Santiago, el 26 de marzo de 1798. El error se deberá, acaso, a que el cuerpo del ilustre marino fue trasladado y sepultado por segunda vez en esa otra fecha a una tierra más cercana a sus familiares.

Con la segunda cereza me topé escribiendo una historia de la literatura manchega en el siglo XVIII, tarea en la que no paré de encontrarme otras sopresas (como que los dos padres del gran dramaturgo posbarroco José de Cañizares eran de Almagro). Resulta que el personaje siguiente fue matemático, astrónomo y traductor nada menos que de Leonhard Euler (1707-1783):  el escolapio Salvador Jiménez Coronado (Ciudad Real 7-I-1747 –  Jerez, 24-XI-1813).

Ingresó en la orden de los escolapios en Madrid el 9 de julio de 1761 y enseñó a continuación en distintos colegios de la orden. En 1776 fue enviado a Roma con el encargo del rey Carlos III de visitar los observatorios astronómicos de Italia y Francia. En 1784 pidió a Roma su pase al clero secular “abandonando la corporación que le había hecho hombre”. En una crónica sobre la fundación del Observatorio de Madrid, publicada el 6 de mayo de 1860 en El Museo Universal, podemos leer, refiriéndose a las intenciones del rey:

Previendo el ilustrado monarca la necesidad de que alguno de nuestros astrónomos se perfeccionase en tal difícil ciencia, mientras la obra se realizaba, envió pensionado al extranjero para que completase sus estudios al ya reputado matemático don Salvador Jiménez Coronado. La muerte sin embargo sorprendió al rey sin llevar a cabo su proyecto. Pero aún vivía y era ministro de Carlos IV el justamente celebrado conde de Floridablanca, y empezase la obra en 1790, al mismo tiempo que la enseñanza de la Astronomía bajo la dirección de Jiménez Coronado, ya de vuelta en Madrid con largos estudios, estableciéndose esta utilísima enseñanza provisionalmente en uno de los edificios próximos a San Jerónimo”.

J. Tinoco, citado por Marià Baig i Aleu, erudito a quien compendio en este resumen de las actividades de este personaje, nos cuenta de él:

Era este sujeto un escolapio que, desde muy joven, se dedicó al estudio de las matemáticas y aún de la Astronomía, puesto que en un escrito suyo, de 1809, dice que hacía entonces cuarenta años que se estaba ocupando en asuntos propios de esta ciencia; y es de presumir que, habiéndose dado a conocer con tal motivo a D. Jorge Juan, le propondría éste para pensionado, no constando la fecha de su nombramiento. Debía tener a la sazón sobre cuarenta años de edad, y permaneció bastante en el extranjero, los unos visitando, según su propio testimonio, los principales Observatorios de Europa, y la mayor parte en Paris muy relacionado con los muchos sabios que encerraba aquella capital, donde se sentían los movimientos precursores de la Revolución Francesa”.

El famoso poeta y liberal jansenista Joaquín Lorenzo Villanueva, que lo conoció durante las Cortes de Cádiz, tenía una visión algo más pobre del personaje, motivada por su resentimiento, escrita en su Autobiografía (1825):

Por el mismo tiempo se estableció el observatorio astronómico de Madrid y el cuerpo de Cosmógrafos del Estado, que a pesar de ser militares, tuvieron a la cabeza como director al famoso abate Jiménez Coronado. Este ex-esculapio, a pesar de su ignorancia en astronomía, le sorbió los sesos, como decimos en España, al Príncipe de la Paz [Godoy], en términos que se le confió la dirección de aquel instituto científico, y se le autorizó para formar un cuerpo de cosmógrafos. Estuvo antes pensionado en París estudiando la astronomía: y para embaucar a nuestro gobierno con sus progresos, le dirigió como obra suya la traducción castellana de una memoria publicada en aquella capital sobre el método de hallar la longitud por distancias lunares. Examinada tal obra por don Vicente Tofiño, descubrió el plagio. No alcanzó esto a contener el torrente a su favor, ni aún el haber venido a ser su falta de ilustración materia de desprecio y aun de befa para sus mismos discípulos”.

Jiménez Coronado tradujo, y publicó diversas obras de muy distinta naturaleza. En 1793 publicó en Madrid su traducción de la obra del astrónomo escocés Alexander Wilson (1714-1786) titulada Observaciones relativas a la influencia del clima en los cuerpos animados y en los vegetales publicada en Londres en 1780. En 1795 publicó la versión en castellano de una obra del jesuita aragonés expulso Vicente Requeno y Vives (1743-181), publicada originalmente en Turín el 1790 bajo el título de Principi, progressi, perfezione perdita, e ristabilimento dell’antigua arte di parlare da lungui in guerra, cavata da’Greci é Romani scritori, ed accomodata a’presenti bisogni della nostra milizia. 

Esta obra era importante, pues Requeno ha venido siendo considerado uno de los precursores del telégrafo óptico al  incluir en esta obra los principios fundamentales de la telegrafía y recoger los trabajos realizados por griegos y romanos sobre el envío de señales. Por su parte, Jiménez Coronado no se contentó con traducir esta obra sino que durante su trabajo se implicó directamente en una serie de experimentos realizados en Madrid, según lo recogen de unas noticias de la Gazeta de Madrid de 4 de noviembre de 1794, en los cuales se comprobó la efectividad de los anteojos acromáticos en el envío de señales ópticas a distancia. J. Tinoco comenta a propósito de este tema:

Jiménez Coronado era aficionado a la telegrafía. Tradujo una obra escrita en italiano por el abate Requeno, en el que trata de lo que griegos y romanos habían hecho para comunicar noticias a larga distancia, sobre todo en campaña. Él mismo inventó, con el mismo objeto, un sistema de anteojos acromáticos y reverberos, de que se hallaba bastante satisfecho, habiéndolo ensayado, dice, con buen éxito entre el Retiro y el Alto de los Ángeles; pero no pasó de proyecto, aunque años después, cuando se encargó a D. Agustín Betancourt el establecimiento de telégrafos en España, reclamó Jiménez la adopción de su sistema con preferencia al que se importaba del extranjero; el Gobierno desestimó su solicitud, no habiendo quedado rastro de este invento, de cuyas ventajas o inconvenientes nada puede decirse”.

Finalmente, en 1796 apareció publicada su traducción de la obra del padre escolapio Mariano Baroni (1743-1782) sobre la vida de Cicerón. En el año 1799 redactó un informe crítico para Mariano Luis de Urquijo, en su período de Secretario de Estado, sobre un libro de matemáticas para la enseñanza de los que se dedicaban a la construcción de instrumentos de física y astronomía escrito por José Radón. Asimismo, Salvador Jiménez Coronado estuvo vinculado a la creación de un cuerpo de ingenieros potógrafos por real orden de 1796 bajo el nombre de Real Cuerpo de Ingenieros Cosmógrafos del Estado, cuya dirección se le encomendó. Fue una institución de corta duración, pues a raíz de una serie de conflictos y disputas el propio Jiménez Coronado propuso su disolución el 31 de agosto de 1804. La misión de este efímero cuerpo era la realización del antiguo proyecto de Jorge Juan de formar un Mapa de España, que no llegó a iniciarse. Godoy se echó encima todo el mérito en sus gordísimas Memorias:

Mía fue la fundación del ilustre cuerpo de ingenieros cosmógrafos de estado. El objeto de este instituto fue el estudio y cultivo de la astronomía teórica y práctica en todos sus ramos y en la plenitud de las ciencias matemáticas, con aplicación conveniente a la navegación, la geografía, la agricultura, la medicina, la estadística y los usos todos de la vida social en los varios renglones que dependen de estas ciencias, o que con ella tienen relaciones”.

Pero Godoy reconoce también muy explícitamente la labor realizada por Salvador Jiménez Coronado al frente del Observatorio Astronómico de la Nación cuando dice:

Don Salvador Ximénez Coronado, sus dignos compañeros, y sus excelentes discípulos dieron largas muestras a la España y a los extranjeros de sus útiles trabajos. Uno de los muchos que después de pocos años se le confiaron, fue la estadística completa de la España, proyecto tantas veces concebido y malogrado entre nosotros. La funesta revolución de Aranjuez y sus lamentables consecuencias pusieron fin a estas sabias tareas, que en pocos años más habrían bastado para formar un cuerpo luminoso de geografía física, matemática y civil de todo el reino”.

Salvador Jiménez Coronado fue elegido diputado a Cortes en las elecciones de 1813, tomando posesión de su escaño el 6 de octubre del mismo año. Con fecha del mes siguiente, no obstante, aparece en el archivo del Congreso su baja por defunción, ocurrida en Jerez de la Frontera el 24 de noviembre de 1813. En su ficha figura como presbítero secular, ocupando el cargo de director del Observatorio Astronómico de la Nación.

Su traducción de la Scientia navalis, seu tractatus de construendis ac dirigendis navibus (1749, ampliada y traducida al francés en 1773 y 1776) de Euler quedó manuscrita e inédita en la biblioteca del Ministerio de Asuntos Exteriores, caverna aún no explorada como se debe y de donde exhumé yo la colección de poemas manchegos de Carlos de Praves sobre Viso del Marqués y Valdepeñas. Era una obra complementaria de la maestra Examen Marítimo Theórico Práctico, o Tratado de Mechánica aplicado a la construcción, conocimiento y manejo de los navíos y demas Embarcaciones (1771) del gran matemático, ingeniero, explorador, conspirador y espía industrial Jorge Juan. La precede una carta con fecha de 4 de julio de 1782 dirigida al conde de Floridablanca, con la resolución del ministro de marina, previo informe de la Academia de Guardias Marinas de Cádiz, sobre la adecuación de la impresión de la obra:

Excelentísimo Señor:

Devuelvo a Vuestra Excelencia la traducción de Leonardo Euler, sobre la teoría completa de la construcción y maniobra de los navíos, con la carta, que me ha remitido el Director de la Academia de los Guardias Marinas de  Cádiz acerca del mérito que según opina ha contraído su traductor el Padre Salvador Ximénez de las Escuelas Pías; y aunque la sublimidad de esta obra no es para jóvenes principiantes, en las Academias de Matemáticas, para los adelantados en estas ciencias, para que se honre la aplicación del traductor, y a fin que se acredite el aprecio de la Nación a estos ramos puede Vuestra Excelencia mandar que se imprima, según me expresó no habría dificultad, teniendo mérito la obra. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años.

San Ildefonso 4 de Julio de 1782

El Marqués González de Castejón
Sr. Conde de Floridablanca

Euler escribió su tratado de 1773 dirigido, “a los que se aplican a la navegación” y  se convirtió en un manual de amplia difusión en las academias navales de Europa. Pero, lamentablemente, las virtudes didácticas de su traducción no fueron reconocidas por las autoridades de marina que consideraron su obra “poco adecuada” para la formación de los guardias marinas y la recomendaron sólo para los estudiantes de matemáticas puras.

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Ángel Romera

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5 COMENTARIOS

  1. Una pregunta. ¿Los mormones ya han digitalizado las actas de defunciones y nacimientos de nuestras parroquias? ¿Son accesibles en algún lugar?

  2. Lo que no me queda claro, Sr. Romera, es por qué murió aquí Jacobo. Y si tenía vínculos con Ciudad Real.
    Gracias y felicidades por el artículo, es un gusto leer algo tan interesante entre tanto politiqueo.

    • Según la Gaceta de Madrid, núm. 52 (27-XII-1774), pp. 467-468, «ha concedido S. M. la agregación […] de Teniente Coronel, con retiro en Ciudad-Real, a D. Ventura Stuart y Portugal, Capitán del Regimiento de Caballería de Borbón». Don Ventura era el padre de Jacobo. También lo dice el Mercurio Histórico y Político.

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