Cuento del elector enamorado

De tanto escuchar la misma cantinela, el elector E decidió que sólo votaría por amor. Así que dejó de atender el ruido, de escrutar los mensajes fungibles de campaña, de sonreír la última ocurrencia y se abandonó a su corazón. Ante la lógica ilógica de la fanfarria mitinera lo mejor era contestar con el menos lógico de los sentimientos humanos.

ManoloValero3De un tajo redujo el nudo gordiano de la duda ideológica a una víscera de hebras sueltas y abandonó su propio interés a su suerte y mandó sus prejuicios y principios al exilio definitivo del desafecto. Libre de todo, libre de todos, como la mujer ideal de Agustín Fernández Calvo, tan libre que no era de él siquiera, decidió no dejarse llevar por la casquivana envoltura y se conjuró para votar por amor. Y así sentenció su veredicto final al acto último de dar su voto a quien le rompiera el corazón en mil pedazos. Entonces ocurrió que de entre todos los partidos surgió uno nuevo liderado por una muchacha tímida que apenas se registró con el tiempo justo para enfrentarse a los tiburones-ballenas del sistema. Como ese partido entero sumaba una única militante, ningún medio le prestó los altavoces, ni de la propagación ni de la propalación. Fue en un cartel mal pegado en una esquina de borrachos que vio la foto de la candidata, que con rostro sereno decía: Elígeme. Nada más. Ni qué decir tiene que esa noche no durmió tratando de buscarle un sentido a aquella insólita coincidencia: él había decidido votar únicamente por amor y apareció aquella muchacha desconocida que solicitaba la elección apenas con un susurro.

Lo achacó a su irrecuperable esceptisimo y a que hacía tiempo que no tomaba la pastilla contra su extravío bipolar. Al día siguiente fue al mismo sitio. Aun quedaba un girón de cartel miserable al lado de la iconografía de los aspirantes al sitial. Abajo, en una de las esquinas leyó una cita de Cortázar: Andaban sin buscarse pero sabiendo que andaban para encontrarse, y ya no tuvo duda de que aquella candidata solitaria sería la depositaria de su voto de amor aunque fuera el suyo el único voto. De hecho fue su deseo más profundo: que nadie más que él votara a aquella misteriosa candidata que no prometía nada y que solo se limitaba a musitar un inquietante “Elígeme”. La campaña prosiguió con todo su estruendo pero el elector E estaba tan enajenado y abstraído que parecía pasar por delante de todo aquel jolgorio de promesas como un autómata a la búsqueda de su candidata. Recorrió la ciudad escrutando los muros urbanos y las tapias de arrabal en busca de un cartel que le diera una pista de su paradero.

Se había enamorado perdidamente de ella. Frecuentó garitos y bares de música, anduvo contracorriente en medio de los enfervorecidos seguidores de los candidatos oficiales , pero no alcanzó a dar con la mínima pista de la candidata misteriosa. Después de un gin tonic con su buena ración de cardamomos se convenció de que todo había sido tan irreal como su absurda decisión. ¿A quién se le ocurre votar por amor? Se vota por interés propio, para que los tuyos te coloquen, te resuelvan la vida, te pongan aceras mecánicas para que camines sin herniarte… pero por amor…¡santo dios, quien puede votar por amor!

En estas estaba, caminando por el parque nocturno bajo una luna tan llena que parecía eléctrica, cuando se le acercó una muchacha y le ofreció un pasquín: Elígeme, decía y le dijo, susurrándole y mirándole a los ojos. Era ella. Llevaba el libro Rayuela bajo el brazo y le dijo que no quería más elector que él porque él era el único elector que había decidido votar por amor. Volvió a mirar el pasquín que reproducía su foto y cuando levantó la cara del papel, la candidata había desaparecido.

El día de las elecciones buscó su papeleta en la cabina con tanto desasosiego que descolocó las candidaturas y las mezcló unas con otras en una suerte de pastiche fraternal. Un señor que había en la mesa llamó a un policía y lo echó del colegio electoral. Es demasiado pronto para beber, amigo, le dijo. Quiero votar, quiero votar por amor, maldita sea. No votó. Al día siguiente, al salir de casa, encontró el pasquín en el suelo apenas abrió la puerta. Lo recogió y lo claveteó en su cuarto. Elígeme, le decía un rostro de muchacha que lo miraba desde cualquier parte. Y así estuvo por cuatro años con la esperanza de poder acudir a un mitin solitario, con ella en el atril y únicamente él, escuchándola, prendido de los paraísos prometidos. Y luego esperó por otros cuatro años más y otros cuatro…

Manuel Valero
Una cosa más

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