El ínclito mogollón de un escritor de los que caben pocos en siete fanegas: «La mansión», de William Faulkner

palabrasmarginalesEl señor Faulkner era un ciudadano que sabía de la vida, sabía de los libros, sabía escribir y sabía, al parecer, beber. El señor Faulkner recibió el cualificado enjabonamiento de Borges cuando este afirmó que el norteamericano era probablemente el más grande escritor de nuestro tiempo. Eso, teniendo en cuenta que Borges y Faulkner fueron contemporáneos y que eso de que un escritor alabe a otro de su época es raro de cojones, es para tener en cuenta. Borges sabía lo que decía y si el río suena agua lleva. Esta novela que acabamos de terminar nunca estará en ninguna lista de éxito de esas que publican los semanarios culturales (lo de culturales, en ocasiones, es un decir). Y esto es así porque la prosa de Faulkner, que Borges (otra vez) calificó de “diabólica”, es extremadamente pulcra e inextricable a un tiempo. O sea, que Faulkner escribe con claridad cosas complicadísimas. Y a veces hace al contrario: muestra una peripecia simple con un lenguaje (también aunque solo en apariencia) simple. william-faulkner-la-mansión-(2)Pero cuando uno analiza el párrafo largo que acaba de leer en muchas de las páginas de este libro, se percata de que Faulkner utiliza, cómo decirlo, algún tipo de atajo, de tenebroso esquinazo al lector, y lo deja con la impresión de haberse perdido algo, pero no por defecto en la escritura sino por limitación en la capacidad del público. Y eso por no hablar del contenido, dejemos a un lado la forma y entremos en la vida de esos personajes obsesionados con venganzas, tipos que beben whisky no decimos ya de garrafa, sino directamente letal cual alcohol metílico que le deja a uno sin vista durante días. Estos señores y señoras que deambulan como poseídos por las páginas de la novela ─que nos acabamos de encalomar tras arduo (y satisfactorio) esfuerzo─ parecen salidos de algún sanatorio para personas que perdieron el lugar en el universo y que solo lo encuentran, de forma vicaria, cuando Faulkner crea para ellos el condado ese de nombre largo y existencia falsa. En el condado de nombre largo, los tipos duros se amenazan, compran bancos, se arruinan, se pelean por una vaca, inician una peripecia casi mortal por un cerdo, se desuellan por una mujer, se emborrachan, pasan treinta y ocho años en la cárcel y, cuando salen de la trena, lían una que te cagas por las patas abajo. Esto es, sobre poco más o menos, el tremendo mogollón que Faulkner diseña en este volumen. Al loro.

Emilio Morote Esquivel
Palabras marginales

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