El prodigioso caso de Aquilino Valderas (1)

Manuel Valero.- Aquilino Valderas era detective y se sabe de su memoria porque la dejó escrita antes de fugarse con su amante a una parte remota de La Guyana. Escribió unos 30 folios y una tarde antes de la noche de San Juan me telefoneó para tomar café con el suculento cebo de que tenía algo para mí.relato-valero Luego en el café en una de las plazas de la ciudad, remodelada por los conservadores , me dio el sobre con los folios de su vida y con la resolución de su último caso. Pero me exigió una condición: los publicaría por entregas, un total de cinco, a partir del primer día de julio. No tuve que darle mi palabra. Yo era el único periodista de la ciudad en quien confiaba. Bueno, y una chica que traía al gremio por el gótico calvario de la pasión, a quien «pasaba chismorreos» interesantes a cambio de siestas compartidas. Sé que esto no puede parecer correcto en estos tiempos que corren pero en este caso era la verdad, siempre he considerado hipócrita a quien censura la utilización del palmito para ir trepando por la escalera de caracol de esta sociedad menos excéntrica y puritana de lo que parece. Ah, si yo lo tuviera. Una vez me dijo que el puritanismo de derechas le sugería una misa matinal pero el de izquierdas le evocaba un confinamiento insular.

Así que después de darme el sobre y disimular el estragado sabor del café solo con una botella de agua con gas, me dijo, sin venir a cuento.
-El caso griego y el de Casillas se parecen en una cosa.

-¿Sí? ¿Y cuál es esa cosa?

-El dinero. O lo tomas o lo dejas. Es lo que tiene el dinero, que sólo te da una opción…

-Tomarlo

-Exactamente.

Seguimos charlando un rato, repasando los pormenores del caso que todo el mundo creía que Aquilino tenía entre manos y que yo era el único que conocía que ya estaba resuelto con el detalle de que el asunto no se había cerrado con el progreso natural de las pesquisas, sino que había dos finales: uno el que Aquilino tenía escrito en esos folios, y otro, el de verdad. Pero no les adelanto.
Aquella tarde próxima a la noche de las hogueras corría un airecillo que le robaba un par de grados al termómetro, y algunas muchachas paseaban su garbo ligero de equipaje por la misma plaza o la acera al otro lado del seto. Aquilino detrás de unas gafas de sol tan oscuras como un agujero negro, respiraba el aire de un solo golpe como si quisiera atrapar el perfume femenino que culebreaba en el aire.

-Hermosuras… -exclamaba

Esto podía ser normal en un tipo soltero que evitó el matrimonio como el caballo la serpiente, un tipo amante de su libertad que ni siquiera se aventuró a un emparejamiento estable porque decía que era lo mismo que el matrimonio sin papeles y aun peor porque con el argumento de la libertad, la pareja se veía más libre y autorizada a cantarle al otro las verdades del barquero. Podía ser corriente y común que Aquilino hubiera requebrado a las muchachas con un sonoro ¡guapas!, pero se limitó a susurrarlo de modo que yo solo lo oyera, para evitar ser un machista incurable, y comportarse según exigen los «modernos tiempos de la regresión constante», una de sus más alucinantes teorías. Pero en Aquilino Valderas no era normal. Había un detalle que hacía de su percepción, incluso de su oficio, una singularidad prodigiosa, poco común, sin parangón, y no era otro que Aquilino, el mejor detective de la provincia e incluso de las limítrofes, era ciego de nacimiento.

-Nunca entenderé esa capacidad tuya de ver sin ver, Aquilino.

-Un sentido atrofiado, cuatro superdotados, amigo, siempre se ha dicho. Por ejemplo por el olor, son dos muchachas que tienen aún el cabello húmedo, por tanto regresan de darse un baño en la piscina y se han perfumado con granel, que el perfume caro lo dejan para las noches . Las dos llevan pantalón corto y unas blusillas que se detienen justo encima del ombligo, una de las blusillas es roja y lo lleva la chica rubia.

-Asombroso, Aquilino, ¿como demonios lo haces?

-En parte por deducción, y en parte por un sonotone secreto y minúsculo que adquirí en Alemania y que te hace escuchar conversaciones ajenas aunque estén a diez metros de distancia, distancia que se acorta a apenas un metro si quien lo lleva tiene un oído de murciélago, como es mi caso.

Movi la cabeza derrotado. No me rebeló nada de sus intenciones, ni que tenía pensado largarse esa misma noche con su amante, una abogada casada con un probo funcionario de la Administración regional. Ni por supuesto que el caso y su imaginario final lo había urdido en su propio beneficio.

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