Contra nacionalismos, aldeanismos y favoritismos

Ángel RomeraCuando el abuso informativo (más bien deformativo que conformativo o reformativo) domina al atribulado autor de estas líneas sumiéndolo en la confusión, este se ve obligado a consultar con don Benito Jerónimo Feijoo en su siglo XVIII y al momento el reloj se pone en hora. Este hombre tan desapasionado era incapaz de mentir, como George Washington, otro ilustrado. Así que me leí su discurso «Amor de la patria y pasión nacional» para tener más ángulos de observación sobre el acaso ridículo peninsulareño Arturo Mas. Y salí con la maleta llena de munición: Feijoo nunca defrauda.

En patriotismo, Feijoo encuentra igualmente reprobables a los desafectos que a los «afectos delincuentes». Para él la «pasión nacional» es un ídolo pagano o «deidad imaginaria» a la que han sacrificado millones de vidas humanas:  «¿Qué guerra se emprendió sin este especioso pretexto? ¿Qué campaña se ve bañada de sangre, a cuyos cadáveres no pusiese la posteridad la honrosa inscripción funeral de que perdieron la vida por la patria?».

De modo que pregunta a los soldados de ese ejército nacionalista por qué se alistan y le contestan: «Por el estipendio o por el despojo». Hablando en plata: por el dinero y por el robo, «saqueo» o botín. Menciona luego la coba, el servilismo, la ambición de poder… Cosas necesarias para lograr la impunidad en el robo, «saqueo» o botín. Los bárbaros catalánicos son en realidad unos esclavos del fanatismo, se niegan a sí mismos la libertad de pensar fuera de su círculo, ya que afectaría sus bolsillos, y adoran a sus jefecillos o régulos como a ídolos enanos. Y todos están «más interesados en retirarse a sus casas que en defender los muros», de forma que si hay que pringar «verás cómo no quedan diez hombres en las almenas». Todo lo que proclaman es más hijo de la ambición que del amor a la patria. En ese mismo siglo ya dijo el doctor Johnson que el patriotismo era «el último refugio de los canallas». Y, para probar que es solo vanidad de vanidades y todo vanidad y que por ella se es capaz incluso de matar y autoinmolarse como los padres de familia que la matan antes de pegarse un tiro, escribe: «Si no hubiese testigos que pasasen la posteridad, ni Curcio se hubiera precipitado en la sima, ni Marco Attilio Régulo se hubiera metido a morir en jaula de hierro, ni los dos hermanos Filenos, sepultándose vivos, hubieran extendido los términos de Cartago»; tan poderoso es el hechizo de la fama póstuma… cuando sabes que de todas maneras vas a morir. Que quede un selfie guapo. Los mismos orgullosos y patrióticos romanos veían a Catón como un chiflado o, como dice el educado Feijoo, «un hombre rarísimo», porque, nos cuenta el fraile, la política romana se movía solo por dinero y soborno sin patria. Cierto que nombraron a Cicerón «padre de la patria» por desbaratar la conjuración de Catilina… pero es que si no la desbarataba, lo asesinaban quitándole todo lo que tenía, incluso la vida, como cónsul que era: ¡cuánto interés privado hay en lo público! De hecho, el poder de Roma no se cimentó tanto en el poder de las armas como en el del soborno y, cuando empezó a ser difícil pagar a pretorianos y bárbaros, Roma declinó.

A Feijoo le parece estúpido incluso el sagaz Ulises con su insistencia en volver a su patria Itaca en vez de demorarse en los lángidos brazos de Calipso en la isla Ogigia, como un Curro cualquiera en el Caribe, y ridiculiza su ansia de volver a ver el humo de las chimeneas de su lugar: «El humo de la patria no debe cegar al que mira», escribe, «¡oh, cuánto ciega este humo los ojos! ¡Oh, cuánto daña las cabezas!

Feijoo encuentra la única justificación del patrioterismo en la lasitud, la vagancia y la costumbre: uno lo tiene todo más cerca en su patria chica: lo decía don Aníbal Lécter: se ansía lo que uno ve todos los días; por eso se extasiaba por conseguir una ventana. Arturo Mas es un comodón y no quiere trabajar tanto para vivir, ni aprender idiomas como el español o el inglés, ni siquiera más geografía que la de su aldea ni más matemáticas que las que sirvan para sumar a su cuenta suiza. Y qué precioso ejemplo pone don Benito: «¿Qué no vencerá la fuerza del hábito, cuando llega a hacer agradable la tiranía? Júntese esto con lo de las mujeres moscovitas, que no viven contentas si sus maridos no las están apaleando cada día, aun sin darles motivo alguno para ello, teniendo por prueba de que las aman mucho aquel mal tratamiento voluntario». Cataluña es una esposa rusa.

Pero aún más ridículo nos pinta el orgullo de lo propio, como el de los de Éfeso, que tenían a su luna por mejor que la de Atenas: «Pensar ventajosamente de la región donde hemos nacido sobre todas las demás del mundo es error entre los comunes comunísimo. Raro hombre hay (y entre los plebeyos ninguno) que no juzgue que es su patria la mayorazga de la naturaleza, o mejorada en tercio y quinto en todos aquellos bienes que esta distribuye, ya se contemple la índole y habilidad de los naturales, ya la fertilidad de la tierra, ya la benignidad del clima. En los entendimientos de escalera abajo se representan las cosas cercanas como en los ojos corporales, porque aunque sean más pequeñas, les parecen mayores que las distantes. Solo en su nación hay hombres sabios; los demás son punto menos que bestias; solo sus costumbres son racionales, solo su lenguaje es dulce y tratable; oír hablar a un extranjero les mueve tan eficazmente la risa como ver en el teatro a Juan Rana; solo su región abunda de riquezas, solo su príncipe es poderoso […] Aun es más extravagante lo que Miguel de Montaña [Michel de Montaigne] en sus pensamientos morales refiere de un rústico saboyano, el cual decía: «Yo no creo que el rey de Francia tenga tanta habilidad como dicen porque, si fuera así, ya hubiera negociado con nuestro duque que le hiciese su mayordomo mayor». Casi de este modo discurre en las cosas de su patria todo el ínfimo vulgo».

Por eso pudo decir Descartes que nada hay tan bien repartido en el mundo como el ingenio (esto es, la estulticia), y se podría añadir que el nacionalismo, pecado del que cualquiera puede arrojar la primera piedra: en todo género de lenguas se puede expresar que la propia es mejor que las demás; pero Feijoo nos dice algo aún más sutil, que considera «lo peor»: que los no vulgares son quienes más divulgan esta vulgaridad porque les permite prosperar a costa de corromper y pervertir todavía más al pueblo. «Apenas se halla un historiador cabalmente sincero», escribe; si esto es así, ¿qué diremos de un político? Plutarco comparó griegos y romanos… y favoreció a los griegos; Jean Bodin comparó a griegos, romanos y franceses… y favoreció a los galos. En pintura pasa igual: es difícil encontrar un pintor que no muestre guapo a un príncipe si cobra de él, incluso el mismísimo Apeles, que torció la pose del rey Antígono para ocultar su ojo tuerto. Ni Santiago el Mayor vino a España ni San Dionisio Areopagita fue obispo de París. Se queja además de que tachen de desafecto al manchego padre Mariana por no ocultar las meteduras de pata de los reyes hispanos, aunque «lo mismo que a este grande hombre le hizo mal visto en España, le granjeó altos elogios de los mayores hombres de Europa. Basta para honrar su fama este del eminentísimo cardenal Baronio: «El padre Juan Mariana, amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud, español en la patria pero desnudo toda pasión, digno profesor de la Compañía de Jesús, con estilo erudito dio la última perfección a la historia de España.». Carlos II de Inglaterra encomendó componer la historia «verdadera» del país al italiano Gregorio Leti y, cuando la publicó, la mandó recoger y lo expulsó. A esto podríamos añadir el caso de la humillante derrota que infligió Blas de Lezo a la escuadra inglesa en Cartagena de Indias, que olvidan sistemáticamente los mismos historiadores ingleses que dedican un monumento a su victoria de Trafalgar, cuando por cada Nelson hay un botarate como el almirante Vernon. El riesgo inverso también existe, advierte Feijoo: el historiador Campanella dudó de la existencia real de Carlomagno.

Pero lo más peligroso y ridículo que le parece a Feijoo es el infantilesco y pueril aldeanismo, la veneración de las «patrias chicas». Para un paleto, incapaz de concebir otro lugar que el suyo, la emigración es más una transmigración que otra cosa. «La pasión nacional», cuenta, «es un vicio (si así se puede decir) inocente en comparación de otra que, así como más común, es también más perniciosa. Hablo de aquel desordenado afecto que no es relativo al todo de la república sino al proprio y particular territorio […] la provincia, la diócesis, la ciudad o distrito donde nace cada uno y a que llamaremos patria particular». Feijoo lo califica no solo de «inútil», sino de «nocivo». Induce división, desarticula la sociedad, impide el progreso común, incentiva desórdenes y revueltas y destierra el alma de la justicia, que es la equidad: «Considerándose agraviada alguna provincia juzgan los individuos de ella que es obligación superior a todos los demás respetos el desagravio de la patria ofendida», no miran otra consideración y causan enormes perjuicios a terceros. «A cara descubierta se entra esta peste que llaman paisanismo a corromper intenciones […] en aquellos teatros donde se hace distribución de empleos honoríficos o útiles. ¿Qué sagrado se ha defendido bastantemente de este declarado enemigo de la razón y equidad? ¡Cuántos corazones inaccesibles a las tentaciones del oro, insensibles a los halagos de la ambición, intrépidos a las amenazas del poder, se han dejado pervertir míseramente de la pasión nacional! Ya cualquiera que entabla pretensiones fuera de su tierra, se hace la cuenta de tener tantos valedores cuantos paisanos suyos hubiere en la parte donde pretendo, que sean poderosos para coadyuvar al logro. No importa que la pretensión no sea razonable, porque el mayor mérito para el paisano es ser paisano». Y puntualiza: «No condeno aquel afecto al suelo natalicio que sea sin perjuicio de tercero».

A este compadreo mafioso de nuestro país llama Feijoo «máquina infernal, sagazmente inventada por el demonio para vencer a almas por otra parte invencibles» y no ve mal más difícil de combatir que este en nuestro país. Ocurre como con el mito de Anteo, el gigante que no podía ser derrotado por Hércules porque sacaba toda su fuerza del contacto con la tierra, hasta que logró estrangularlo levantándolo sobre ella; si «el valor de los sujetos se examinase desprendiéndolos del favor que les da su propio país, ¡cuánto mejor se conociera de parte de quiénes está la ventaja!». Y recuerda el salmo XLIV: «Oye, hija, y mira: inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa de tu padre» Y al fundador del helenismo, Alejandro, quien, vencidos los persas, hizo que los soldados macedonios se casasen con doncellas persas a fin (dice Plutarco) de que, olvidados de su patria «solo tuviesen por propios a los buenos y por forasteros a los malos» y proclama su cosmopolitismo: «Es apotegma de muchos sabios gentiles que para el varón fuerte todo el mundo es patria». La deuda que se tiene con la patria chica «es inferior a otras cualesquiera obligaciones cristianas o políticas».

Pasa entonces Feijoo a examinar el caso de la concesión de cátedras universitarias por el Rey… y se le ve con cuánto cuidado camina sobre las ascuas: «Los que tienen a su cargo la distribución de empleos honoríficos o útiles, si no tienen perfecto conocimiento del mérito de los pretendientes, suelen valerse de informes o judiciales o extrajudiciales. Es el caso ordinarísimo en la provisión de cátedras que hace el Rey o su supremo Consejo para muchas universidades». Quien hace estos informes o baremaciones es quien en realidad otorga las cátedras: quien pesa los méritos es un informante interesado. «He visto por lo común el error de que entre sujetos iguales pueden aplicar la gracia del informe al que fuere más de su agrado graduándole en mejor lugar que al otro concurrente o proponiéndole como único acreedor a la cátedra vacante». Llama Feijoo a esto «pecado de injusticia», pero yo lo busco en el Decálogo y no lo encuentro… También es verdad que el mandamiento «no mentirás» no es el primero del escalafón, sino el octavo, por debajo de la creencia en Dios y por ejemplo bastante más abajo del «respetarás a tus familiares y parientes», «no robarás» y «no fornicarás». En fin, termina el benedictino criticando al padre Andrés Mendo y su De jure academico, que «está algo diminuto en la prueba, porque no hizo reflexión».

Feijoo termina su ensayo atacando frontalmente las malsanasrecomendaciones para cubrir puestos de trabajo (como en la Andalucía del XIX y XX, pero en el siglo XVIII) y termina, realmente dolido, como se percibe por el tono con que lo dice, con un párrafo para enmarcar en todos los ayuntamientos, universidades y tribunales del mundo:

Entre sujetos iguales hemos visto que no caben [recomendaciones] y, si son desiguales, por sí mismo es patente. Por consiguiente, para quien obra con conciencia son totalmente inútiles las recomendaciones de la amistad, del paisanismo, del agradecimiento, de la alianza de escuela, religión o colegio u otras cualesquiera. Pero la lástima es que, en la práctica, se palpa la eficacia de estas recomendaciones aun en desigualdad de méritos, por cuyo motivo, llegando el caso de una oposición, más trabajan los concurrentes en buscar padrinos que en estudiar cuestiones y más se revuelven las conexiones de los votantes que los libros de la facultad. Llega a tanto el abuso que a veces se trata como culpa el obrar rectamente […] He visto más de diez veces muy preconizados por hombres de bien aquellos que siempre sujetan sus votos a estos u otros temporales respetos. ¡Aquí de la razón! ¿Hay algún amigo tan bueno ni tan grande como Dios? ¿Hay algún bienhechor a quien debamos tanto como a Él? Pues… ¿cómo es esto? ¿Es atento, es honrado, es hombre de bien el que falta al mayor amigo, al bienhechor máximo, que es Dios, obrando injustamente por una criatura a quien debe este o aquel limitado respeto y a quien no debe cosa alguna que no se la deba a Dios principalísimamente? En vano he representado estas consideraciones en varias conversaciones privadas; creo que también en vano las saco ahora al público. Mas, si no aprovecharen para enmienda del abuso, sirvan, siquiera, para desahogo de mi dolor.

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Ángel Romera

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1 COMENTARIO

  1. Y todos esos a los que mencionas tienen un denominador común: la demagogia, que sale muy barata a quienes la practican, y muy cara a los ciudadanos que la sufren sin haberla pedido.

    Estoy de Màs, de Junqueras, de Romeva y Cía hasta las mismísimas ¿Se dan cuenta de que una vida media son 80 años y van a conseguir que los niños y niñas catalanas que nacieron de los años 70 en adelante vivan en una guerra ideológica «socio-político-geográfica» hasta que se mueran? Ademas, que van a ser unos individuos llenos de frustración,de ideas retorcidas, de odio a quienes son sus primos, sus hermanos, sus tíos o abuelos que viven lindando con Zaragoza, con Teruel, Huesca, con Castellón…es penoso.

    Y, no puedo dejar a un lado que todavía nos estamos limpiando el chapapote ideológico salpicado por FAES, que por fin ha terminado este año….otro tipo de nacionalismo, aún más peligroso por radical y ultra. Qué miedo me dan los abdominales y el pelazo Pantén. Qué miedo…

    Qué pereza!!!

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