De heresiarcas, traperos y hombres de Dios (13)

Manuel Cabezas Velasco.- El parto de la joven Cinta había retrasado la marcha del grupo de fugados conversos procedentes de Ciudad Real con el objeto de divisar las costas levantinas.

carillonEstos fieles de la ley mosaica ya atisbaban a lo lejos la tan ansiada Valencia, ciudad que gozaba de una situación de privilegio tanto en cuanto a sus comunicaciones – por ella transitaba la calzada litoral romana – como respecto a las actividades económicas – la agricultura gozaba de muy buen entorno para su florecimiento.

En cuanto al entramado urbano, la Valencia medieval tenía un casco antiguo que estaba delimitado por una muralla de época musulmana, conociéndose en el siglo XI sus puentes y puertas como: Bab al-Qantara – la puerta del Puente -, al-Warraq – de la Hoja -, Ibn Sajar – de la Piedra -, al-Xaria – de la Ley o de la Xerea -, al-Baytala – de la Oración -, al-Qaysariya – de la Alcaicería – y al-Hanax – de la Culebra. Y ya en el siglo XIV se erigiría otra cristiana. A todo ello habría que unir la importancia del río Turia, cuya consecuencia agrícola fundamental será el paisaje de huertas.

Sin embargo, los conversos buscaban alejarse lo más posible del terror que suponía el fanatismo antijudaico que promulgaba la Inquisición y del cual eran víctimas propiciatorias.

La llegada a Valencia no estaría exenta de dificultades pues el puerto que buscaban para alejarse mar adentro aparecía de forma habitual colapsado en su antiguo y modesto puente de madera. Esto suponía que las embarcaciones de mayor calado debían fondear a cierta distancia de la playa y las cargas y descargas de las  mercancías necesitaban de barcazas para ello. El Grau adolecía de cierta seguridad cuando la mar dejase de estar en calma.

A pesar de ello, el enclave valenciano ofrecía grandes oportunidades para el comercio marítimo, pues al poner en contacto las tierras del interior peninsular con la costa mediterránea, favorecía un mercado urbano de gran riqueza, consumidor habitual de cereales de importación y manufacturas, y los productos agrícolas y artesanales encontraban destino aprovechando esta encrucijada de rutas tan privilegiada.

La importancia de la efervescente Valencia de unos setenta y cinco mil almas que tenía para la Corona de Aragón en los siglos XIV y XV propició el auge naval de la misma, sirviendo de enlace marítimo con destino a Italia, Francia, Flandes o el Norte de África.

Las atarazanas del Grau eran un lugar habitual de frenética actividad constructiva en la que las embarcaciones se aparejaban tanto para el comercio como para la guerra, incluso antes de la existencia del propio puerto. Además, al encontrarse junto a la orilla del mar, desprovisto de cualquier defensa natural, el peligro de posibles ataques de piratas y corsarios estaba a la orden del día, suponiendo entonces un baluarte defensivo en la costa y del barrio costero de Vilanova del Grau del mar. Esto cristalizaría en la fortificación del arsenal y la aparición de una dotación de artillería con la que la playa fuese batida sin eran sorprendidos por algún ataque del exterior.

Los diferentes almacenes que acogían el bizcocho, las herrerías y todo lo preciso para el calafateo de las embarcaciones venía como consecuencia de la dotación de armamento y suministros para poner en línea de combate los barcos de guerra y corsarios. Junto a estos edificios, aparecía la Casa de las Atarazanas, que incluso servía de residencia ocasional para acoger a personalidades importantes.

Acabando el siglo XV, la construcción naval en Valencia dejó de ser tan frenética y las atarazanas a partir de 1477 se convertirían en auténticos depósitos de trigo procedente del mar con objeto de alimentar a la población.

Sancho de Ciudad y sus acompañantes, al llegar a la población valenciana con objeto de encontrar un medio de transporte que les alejase de los Hombres de la Cruz y encontrasen un destino seguro, se encontrarían con un muelle que había sido sucesivamente construido y reconstruido y que desde 1483 se había hecho cargo Antoni Joan, el cual se había visto beneficiado por una serie de impuestos en las negociaciones que había entablado con el monarca aragonés Fernando el Católico, el cual había expedido el pertinente privilegio real.

Estaban a punto de conseguir su objetivo el grupo de correligionarios conversos y los jóvenes acompañantes, sin saber aún qué medio de transporte elegir para su huida.

La embarcación debía pasar desapercibida a la par que poder aguantar las acometidas de la mar brava.

Con ese cometido se dirigió Sancho para contactar con quien fuese necesario.

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