El hombre medio no existe

ReymondeLa normalidad no existe. Es una utopía. Y el hombre medio, su representación, aquel a quien se dirigen supuestamente los anuncios comerciales.
Para ponderar lo que somos en relación al hombre medio, una buena estrategia podría consistir en hacer un muestreo comparativo de alguna multitud. Los ambulatorios o los servicios de urgencias de la seguridad social podrían ser buenos evaluadores, pero tal vez haya demasiada gente anciana y de poblaciones colindantes, que en muchos casos ofrecen un aspecto muy distinto al que se aprecia en ambulatorios de cobertura sanitaria privada o concertada que hay en las capitales. Podríamos mirar en una playa llena de bañistas, pero – además de haber muchos tipos de playa – entre lugareños y veraneantes, pueden faltar aquellos con problemas económicos para veranear, o los que entienden el veraneo de otra forma. Podríamos incluso sumergirnos en algunos grandes almacenes (que los hay también diversos) o una vía urbana concurridos, y aun así estaríamos descartando de estos núcleos de población a los habitantes de otros barrios, con personajes diferentes. Puede que haya rasgos comunes, pero me parecen insuficientes. En resumen, me parece más difícil detectar al “hombre medio” a través de algún entorno, que a Wally entre un grupo de hinchas del Atleti. El hombre medio no existe, y hasta el propio término es falaz, porque excluye a la mitad de la población.

La normalidad no es sino un código social aceptado por la mayoría, basado por una parte en la ausencia de conflicto interno o externo, y por otra parte en algo así como un promedio de valores, cuya máxima aproximación determina la normalidad del individuo. Saludar cuando uno se cruza con un conocido, responder un discreto “bien” a la consabida pregunta “¿cómo estás?”, no tener problemas de salud, no mostrar problemas de convivencia, no mostrar un perfil demasiado crítico con el entorno, vivir o proceder de un modelo familiar clásico, tener un nivel adquisitivo discretamente apreciable, tener una talla común, tener una conversación sostenida, … son síntomas de normalidad y de comportamiento normal. No necesariamente de realidad, pues prevalece la discreción en mostrar filias y fobias antes que la autenticidad. Pero estamos llenos de aristas y condicionados por problemas comunes: no venimos de la esfera, venimos del huevo. Deberíamos aceptar la diversidad como la esencia no ya de la humanidad, sino del individuo mismo. Un valor. En cambio, la idea de normalidad implica que se identifique como “anormal” – y por tanto, como algo intrínsecamente defectuoso – a quien no se rige por esta ley de costumbre. La normalidad es un espejismo que emerge al estar rodeado de muchos semejantes. Como consecuencia, el raro (sea tonto o listo), el que se sale de estos estrechos márgenes, es marginado ya desde edades tempranas; y en este sentido no habrá nada tan imprudente como destacarse en un grupo, pues lo raro es destacarse, cuando además se pone así de manifiesto todo lo que es propio, lo que define la personalidad (o sea, la manera “personal” de desenvolverse). No es cuestión de mala fe, es consecuencia de lo que se enseña y lo que se aprende, de forma consciente o subliminal.

Llevado a extremo, no hay nada tan obtuso como una mentalidad que aspire tanto a imponer ciertos comportamientos modélicos de rectitud (bien sujetos siempre a la propia identidad, por supuesto) como a despreciar la desviación. Todo ellos sazonado por los voceros que propagan el mensaje con más brío. Nada aterra más a las élites que incluir entre sus miembros a gente que no responda a su propio modelo de normalidad. En política, la apelación a la normalidad es repugnantemente falaz, porque los partidos son obtusos por definición, sin que esto signifique que lo sean los militantes: la discrepancia hacia el poder interno se penaliza, tanto como se premia la “lealtad”, por mucho que se pavonee de respeto a la pluralidad (obras son amores). Los partidos se arrogan en representantes del ciudadano medio, con lo que el que no está en ese espectro, queda descalificado con desprecio. Igual de absurdo es decir que no eres español si no te gustan los toros, como que no eres un verdadero demócrata si te muestras crítico con el “derecho a decidir”.  Hasta Mariano Rajoy resulta patético citando el sentido común, que es el menos común de los sentidos. Tales interpelaciones, incluso, tienen distintas receptividades, según el crédito que a cada cual merezca nuestro bien amado presidente. Luego… no es tan común, ya te digo.

Sin embargo, no hace falta ir tan lejos. En el nombre del gusto de “la gente” (de nuestro simpático hombre medio) hemos de soportar diariamente que se dediquen espacios en los medios de comunicación dedicados al chismorreo, al fútbol, o al chismorreo sobre fútbol; o que la oferta cultural sea normalmente ramplona. Es obvio que no es casual, porque habiendo respuesta, hay negocio; y como todo negocio, la máxima aspiración es crecer alcanzando la mayor cuota posible de receptores. Podría alegarse que la oferta es variada y la demanda es libre, pero lo cierto es que la oferta sigue siendo demasiado similar y enormemente desequilibrada. Las tendencias, las modas, se imponen sobre todo por quienes tienen más facultades para imponerlo, y modelan así la evolución del hombre medio. Por ejemplo, estará mal visto que dos personas del mismo sexo se amen, hasta que este hecho se acepte como “normal”.

La normalidad es necesaria como definitiva ausencia de conflicto, por supuesto. Solo se trata de que nuestra libre personalidad esté lo menos condicionada posible por modelos ajenos de forma consciente, y de que todos aceptemos la anormalidad, tanto la diversidad propia como la del prójimo.

Pares y nones
Antonio Fernández Reymonde

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3 COMENTARIOS

  1. Muy agudo análisis, he disfrutado leyendo su artículo.

    Es un tema clave de sociología.

    Normalidad no es uniformidad, hay que normalizar la diversidad, criticar la uniformidad y cuidar el producto auténtico que es la personalidad.

  2. Interesantísimo artículo.
    Ante la pregunta sobre qué es lo que nos autoriza a transformar
    a la frecuencia de aparición de una característica dada en una norma y en valor que debe ser alcanzado, Adolphe Quetelet tenía una respuesta: la ley suprema que garantiza la constancia y la
    repetición de ese ser ficticio e ideal que es el hombre medio…

    • Y esto del hombre medio no es más que lo que el sistema desea para que todo siga igual?

      Prefiero Palomas Chamorros, Picassos, Lorcas, Cajales, Ochoas, De la Fuentes, Unamunos, Arenales, Larras, Ibarruris…

      Esto del hombre medio, de clase media, que lleva una vida sin sobresaltos, que opina sin mover el polvo…

      Más vale una Bimba Bosé que mil hombres medios…muchos de ellos, creadores de los tuits más infames contra la cantante, modelo y creadora que se nos ha ido.

      Por cierto, Quetelet, como muchos de su época estaba demasiado acojonado por la religión. Pueden valer sus ideas, por supuesto, pero habrá que actualizarlas.

      No se avanza a base de «hombres medios». Se avanza con personas sobresalientes.

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